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Concurso de relatos #historiasdeEuropa: 10 finalistas - Zenda
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Concurso de relatos #historiasdeEuropa: 10 finalistas

Tan solo diez relatos, de entre los 400 presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #historiasdeEuropa, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo...

Tan solo diez relatos, de entre los 400 presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #historiasdeEuropa, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 5 de mayo. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

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Miércoles

Belén García Sesa

Hoy es miércoles, mañana no.

Mañana puede que sea jueves, o que un día salte, desaparezca y entonces sea viernes; pero ya dará igual.

Hoy es miércoles, mañana no.

Hoy disfruto de este amanecer sublime, siento el cálido sol en mi rostro, abrazo a mi perro, y beso las manos de mis abuelos.

Recuerdo los paseos por el bosque cercano a la casa en donde vivían.
Yo tendría por aquel entonces seis años.

Mi abuelo, que a mi lado parecía un gigante bonachón, me subía sobre sus hombros y caminaba por un sendero bordeado de hayas. Desde aquella altura alzaba los brazos como queriendo tocar el cielo, las hojas de los árboles me hacían cosquillas en las yemas de los dedos. Allí arriba, agarrado de su cuello, me sentía poderoso y seguro.

De regreso a casa, la abuela me envolvía con su abrazo de jabón y manzanas. Ella me regalaba todos los cajones de la cómoda verde colmados de tesoros; dedales esmaltados, restos de bobinas de hilo, papeles de colores, calendarios antiguos y un sinfín de objetos maravillosos con los que jugaba durante horas.

Hoy es miércoles, mañana no.

Saboreo el exquisito guiso de mamá, escucho el canto de los pájaros y siento en la cara una brisa que me despeina. Juego con mis hermanos pequeños, tomo una buena ducha caliente.

Sonrió al recordar mis doce años.

Me negaba a ducharme. En la casa antigua la caldera dejó de funcionar, esa fue mi excusa perfecta. Adoraba mi olor natural, el mismo que repugnaba a mis hermanos. Un día mi madre se cansó, compró unos baldes enormes en los que calentó agua y me zambulló; desde entonces mi baño diario fue sagrado y mis hermanos volvieron a jugar conmigo.

Hoy es miércoles, mañana no.

Ayudo a mi padre a cortar leña, aquí el invierno, aunque pronto se disfrace de primavera, durará aún unos meses más.

Escribo una larga carta de amor a mi novia. Mis lágrimas la dejan emborronada e ilegible, vuelvo a empezar de nuevo, esta vez juro que no lloraré.

La conocí hace dos años cuando nos instalamos en la casa nueva. Anastasia paseaba con sus amigas por la calle principal de Kamianka. Fui hacia ella y le hablé, no sé qué dije, solo recuerdo su sonrisa de fiesta y la promesa de venir conmigo a la verbena aquella noche.

Hoy es miércoles, un día normal como no volverá a ser ningún otro.

Mi tío Alexay nos ha visitado esta mañana. Llegó muy temprano desde Kiev. Llevaba puesto su uniforme lleno de medallas. Se ha encerrado en el salón grande con mis padres. Desde el jardín oigo a mi madre llorar y a mi padre maldecir. Mi tío sale de casa, se va sin despedirse; papá dice que debe volver con sus hombres. Mamá ha dejado de llorar. Los abuelos duermen, hace tiempo que no madrugan

Hoy miércoles, 23 de febrero de 2022, viviremos en paz por última vez.

Mañana jueves el ejército ruso atacará mi pequeño país.

Me llamo Boruslav Melnik, tengo dieciocho años, soy un joven ucraniano.

Estoy aquí en mi casa recordando todo, porque amo, y siento, y no estaré aquí.

Me han entregado un arma que no sé usar.

Hoy es miércoles, y quizá sea este el último día de mi vida.

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Ay, qué cruz

Karen M. Paramio

Jean-Henry lo explica primero en francés y luego en italiano, pero las mujeres le siguen mirando como si no le entendieran. Y sin embargo él sabe que el problema no es el idioma, sino la estrechez de miras.
Insiste de nuevo y pregunta:

–Si la batalla hubiera tenido lugar en un pueblo austriaco, ¿no os alegrarías de que algún alma bondadosa ayudara a vuestros hombres, de que les diera la posibilidad de recuperarse y regresar a vuestro lado?
Algunas mujeres apartan la mirada, una suspira y otra hace ruidos con un pie. Por fin, una de las señoras mayores que ha venido con el grupo de Castigliano a traer víveres toma la palabra:

–Tutti fratelli.

Henry abre los brazos y asiente al tiempo que exclama:

–¡Eso es! Hoy por ti y mañana por mí.

Ahora todas asienten y comienzan a hablar a la vez, primero en murmullos y luego a pleno volumen, hasta que Jean-Henry da unas palmadas para reclamar su atención de nuevo.

–Bien, bien, ¿qué necesitamos entonces?

Las mujeres se miran un momento entre ellas y comienzan a repetir lo que él les pidió al principio, pero no como una simple lista de materiales, sino dando a entender que están formando grupos de trabajo.

–Sábanas limpias para hacer vendajes.

–Ollas de agua hervida.

–Botellas de aguardiente y vino.

–Tijeras, cuchillos, pinzas.

–Colchones o mantas para improvisar un hospital…

Las mujeres van saliendo del ayuntamiento por parejas o tríos y también Jean-Henry se dispone a regresar al campo de batalla, cuando una joven le intercepta con una consulta:

–Signore Dunant, ¿no sería lógico entonces preguntar si entre los prisioneros austriacos hay algún médico dispuesto a colaborar?

El empresario suizo se siente tan sobrecogido por este pensamiento que olvida todas las normas de cortesía y abraza a la muchacha.

Sí, Henry ha olvidado súbitamente todo lo que le había empujado a ir a la Lombardía: su empresa argelina, los problemas de administración del agua, el libro que le ha escrito al emperador y hasta al propio Napoleón III completo. Desde que ha llegado a Solferino, ¡no!, incluso desde antes de llegar, cuando le alcanzó el hedor de los más de 30.000 hombres muertos o heridos, abandonados a su suerte, ya desde ese instante Henry Dunant se ha transformado en un hombre diferente con un objetivo muy distinto. Ahora tiene claro que escribirá otro libro, uno que explique lo que le ha sucedido y cómo estas mujeres lombardas están dispuestas a atender a los soldados sin mirar el color de su uniforme. Franceses, piamonteses, sardos. O austriacos, húngaros y serbocroatas. Da igual: todos los soldados europeos heridos en combate deberían ser considerados en primer lugar como los seres humanos que son, necesitados de ayuda.

Pero, ¡ah!, el ayuntamiento de Solferino no es suficientemente grande, habrá que implicar a los pueblos de los alrededores, habrá que comprar medicinas, tiendas de campaña, más víveres…
Henry suelta por fin a la abrumada muchacha, que corre tras sus compañeras mientras él se palpa el bolsillo donde lleva la billetera. La saca y controla el dinero que hay dentro, y entonces ve el salvoconducto y sus credenciales, lo que por un instante le hace pensar en su patria. Por su mente pasa una visión de la bandera suiza, esa cruz blanca sobre fondo rojo que trata de decirle algo. Pero hoy no, todavía no, ya habrá tiempo de volver a ella, ahora hay que organizar este improvisado hospital para comenzar a atender a los soldados cuanto antes.

A la puerta del ayuntamiento Henry Dunant se topa con dos muchachos, dos chavales grandones de unos quince o dieciséis años, sucios y de mirada torva.

–¿Es usted el que va a ayudar a los austriacos? –pregunta el más fuerte de ellos.

–Sí, yo soy el que ayuda a todos por igual –les responde, desafiante.

Hay un breve silencio. Los chicos se quitan la gorra.

–N’coló y Ciccio. Nos manda el señor cura para que le asistamos en lo que precise.

Y de este modo, el comité de socorro va cobrando forma.

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Engaño

Ignacio Cortina Revilla

Hedwig contuvo las lágrimas mientras soportaba el cínico rostro de Franz, quien llevaba disculpándose desde el día anterior. Pero para Hedwig, no tenía perdón. Estaban prometidos desde hacía un mes y se iban a casar cuando ella regresara de aquel viaje de Estados Unidos, apenas unos días más tarde. Hedwig había descubierto a Franz con otra mujer, su mejor amiga. Con Greta. Y por eso se sentía traicionada por partida doble.

—Hedwig, por favor… —Franz suplicaba una última vez, con ojos lacrimosos.

—Déjame. Ahora quiero estar sola. Cuando regrese, hablaremos, si es que queda algo de lo que hablar, pero ahora tengo que partir. No quiero perder el pasaje —dijo ella, caminando hacia el dirigible.

—Quédate, ¡por favor! —suplicó Franz, en un último intento por hacer cambiar de idea a su despechada. Le tomó la mano y ella dudó por un instante, pero la soltó con un gesto brusco.

Hedwig observó el dirigible y un pensamiento cruzó su mente por un instante, fugaz, que la hizo dudar, casi como un mal presentimiento. Apartó la idea tan rápido como había llegado, segura de era causa de su malestar.

—Hasta pronto, Franz. Nos vemos a la vuelta.

Avanzó hasta el hombre que recibía a los pasajeros sin volver la vista atrás ni un solo instante.

El tripulante, que lucía un pequeño bigote y sonrisa afectuosa, le permitió el paso hacia la cabina tras comprobar que su documentación estaba en orden.

—Adelante, señorita. Bienvenida al Hindenburg.

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Doce

Elisa Rivero Bañuelos

Europa no se conformó en siete días ni en una luna. Europa es resultado del destrozo que el maldito Heracles perpetró en sus costas. Doce trabajos para una mierda de redención. Porque imagínate si el héroe, en lugar de hacer caso a un rey vago y una bruja loca para lanzarse a salvar el mundo, se hubiera quedado quietecito en el sofá:

1. Nemeo, el último león del continente, sobrevive y perpetúa su especie. En vez de echar cristianos a los insulsos leones, los ponen a cabalgar avestruces. Y se nos vacía el santoral.

2. La Hidra sigue feliz, custodiando la entrada al inframundo en Lerna. En el siglo XX se extrae un potente anticancerígeno de su sangre.

3. La Cierva de Cerinea es finalmente atrapada por Artemisa y amarrada a su carro. Con su poder, la diosa vence a Hera durante la Guerra de Troya y da una ventaja definitiva a los troyanos, salvando la ciudad. Héctor revienta Micenas.

4. Los centauros de Erimanto no son exterminados por el “héroe” y se meriendan ellos solitos al jabalí. Tras siglos de represión y lucha por sus derechos, los centauros consiguen alcanzar la igualdad en (casi) todos los estados. Su población se está recuperando y los matrimonios interespecie están de moda.

5. Las aves del Estínfalo medran por Europa y producen un guano de excelente calidad, con tal proporción de nitrógeno, fósforo y potasio que no es necesario el uso de fertilizantes químicos. ¡Que tiemble el Nitrato de Chile!

6. El Toro de Creta sigue pastando con los rebaños de Minos, rompiendo corazones de vacas y muchachas por igual. El torete engendra otros tantos minotauros, que junto a los centauros crean el partido político Tauros con visos de ganar las elecciones en Turquía.

7. Los establos de Augías siguen hechos un asco y su mierda fertiliza los campos de la pacífica Élide. No existen los Juegos Olímpicos, así que Zimò Wáng no muere durante las obras de las Olimpiadas de Pekín y su estudioso hijo completa con éxito la fusión nuclear.

8. Las yeguas de Diomedes continúan con su legítimo dueño devorando humanos y no engendran a Bucéfalo. El caballo de Alejandro Magno es un tirillas y el joven príncipe se tira media vida zingado en palacio. Hoy en Grecia se habla persa (y en algunas regiones montañosas, centauro).

9. Hipólita reina en paz y sabiduría en su pequeño mundo morado. Hoy, Amazonia no es una selva de América sino un país de Asia Menor, y la actual presidenta de la Unión Europea se llama, en efecto, Hipólita.

10. Tartessos florece gracias a la cría de bueyes de su bienamado rey Gerión y el perro bicéfalo Ortro. El país se convierte en la mayor talasocracia del Mediterráneo, solo en competencia con los persas que más tarde colonizan las islas griegas. Argantonio se compra media Europa a base de oro y carne de buey. Tartessos es el único país en el que se puede consumir vacuno, en contra del movimiento Tauro. Este mes, el rey emérito Habis XIII vuelve de su exilio en Numidia por cazar un ave de Estínfalo.

11. Una de nuestras amazonas pide las manzanas doradas a las ninfas Hespérides. Éstas, en amor y sororidad, se las entregan y Amazonía es un hermoso y vasto pomar. Cada vez que los varones intentan aliarse para atacar a las amazonas, ellas les ofrecen una manzana sembrando la discordia. Manzanas derribando el patriarcado.

12. Teseo sigue pudriéndose en el Hades por su intento de secuestrar a Perséfone. Cerbero, aburrido de vivir siempre bajo tierra, se escapa junto a su hermano de dos cabezas Ortro para pastorear los rebaños de Gerión. Cada año se celebra en Gádir una competición de perros policéfalos en su honor.

Heracles despierta de un sueño repleto de centauros reivindicativos, leones y manzanas de oro, envuelto en un halo morado. Ha matado a Megara y a los mocosos, es cierto. Pero, ¿qué culpa tienen las aves de Estínfalo? Así que se da la vuelta, se arrebuja en su leontea y duerme. Solo un ratito más. Lo que duran doce trabajos.

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Un golpe de inspiración

Jesús Navarro Lahera

Las cigarras no paraban de cantar. Fuera de la taberna, el sol calentaba la higuera a cuya sombra había tres cabras paciendo. Dentro continuaba la conversación entre dos aqueos y el dueño del local, y en una esquina de la barra, a unos metros de ellos, un viejo ciego parecía luchar por no quedarse dormido.

―¿Cómo era ese guerrero sin rival del que tanto me habéis hablado? ―preguntó el tabernero, que colocó un odre lleno de vino delante de los aqueos.

―No había flecha que le pudiera hacer daño, ni lanza que lo hiciera sangrar ―contestó el más alto, tras llenar su vaso―. Si se arrojaba al combate lo seguíamos sin dudarlo.

―Pensábamos que era invencible, inmortal ―añadió el otro aqueo―. Pero no, también encontró la muerte, aunque de la manera más extraña.

Los aqueos se miraron un segundo, luego brindaron y bebieron en silencio. A continuación, nada más dejar los vasos en la barra, el más pequeño se puso en pie y, sin apartar la vista del suelo y dando trastabillones, caminó hacia una de las mesas.

―¡Por Zeus! ―exclamó el tabernero―. No se os ocurrirá parar ahora. Seguid, por favor.

―Por fin habíamos conquistado la ciudad ―dijo el aqueo que continuaba apoyado en la barra, después de dar un trago de vino―. Él bajaba las escaleras del templo con los brazos en alto, pero ocurrió una calamidad.

―¿Podéis acabar ya de contarnos lo que le pasó? ―intervino el viejo ciego.

―Cállate, no interrumpas ―protestó el tabernero―. Como vuelvas a abrir la boca te echo.

―Pues lo que sucedió fue algo de lo más absurdo ―dijo el aqueo que en ese momento trataba de sentarse en un taburete―. Resbaló al pisar una cáscara de manzana y se partió la crisma.

―Buena historia, pero que ese tal Aquiles muera así no me vale ―susurró el viejo ciego.

―¡Te lo advertí! ―aulló el tabernero, que salió de la barra, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta la puerta―. Largo de aquí, Homero ―añadió soltándole una patada, que en lugar de en el culo le dio en el talón, pero aun así le hizo soltar un grito.

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El motín de Aranjuez

Joaquín Planchuelo Saínz

Recuerdos de conde del Montijo

Marché al caserón de los Osuna, donde me esperaba Paquito Borja quien, impulsado por su egregia madre, estaba pasionalmente unido a la causa antigodoísta.

El Príncipe de la Paz se había hecho construir en Aranjuez una morada lindante con la de los Osuna, el sitio ideal para observarle y dirigir el asalto para atraparle.

—Vamos a deponer a Godoy —anuncié.

—Cosa de poco, vamos…

—Coser y cantar.

—Descoser más que hilvanar.

Convenidos santos y señas, distribuidas armas, dispuestas antorchas, excitados los ánimos, decididos los corazones y empeñadas honras, vidas y haciendas en la empresa. Solamente faltaba cruzar el Rubicón, el hermoso Tajo en este caso.

Osuna mandó a un criado con instrucciones de soltar un disparo cuando la planta principal quedase a oscuras. Los hermanos Palafox harían sonar con la corneta un toque de a caballo.

¡Pum! Y se desató el tumulto.

Un grupo salió de las sombras, cruzó el puente sobre el Tajo y se presentó ante el palacio de Godoy. Salí del caserón de los Osuna para dirigir al otro grupo, que aguardaba junto a las rejas de los jardines. Ni dos minutos pasaron desde que sonó el disparo, cuando una turba de unos sesenta energúmenos penetramos sin resistencia en aquella lujosa morada, que aún despedía olor a nuevo.

La puerta estaba abierta y la guardia descuidada. No encontramos oposición notable y la poca que se ofreció fue vencida con golpes de atizador, algún pinchazo navajero o simples puñetazos. Los pasillos y estancias oscuras facilitaron la confusión y el caos, dispersándose la gentuza por todos los recovecos, atropellando cuanto se interpusiese a su frenesí destructor. Pronto se escuchó el estrépito de cristales rotos y el golpear de objetos lanzados a la calle desde las ventanas. Votos, imprecaciones, venablos de toda índole, gritos, aullidos, golpes de inespecífico impacto, pugnas por un hermoso candelabro, rasgar de cortinajes, arrastre de mesas, desbarate de sillas, reventar de puertas y los lamentos de un piano torturado se enseñorearon en un primer momento del edificio, iluminado en su interior por las hogueras que se hacían en el exterior con los muebles astillados. El sonido que debería haber predominado, el de los fusiles y pistolas, no llegó a escucharse durante el asalto.
Detuvimos al coronel Diego Godoy y a un brigadier de húsares que con él estaba. Con mayores o menores magulladuras, alguna herida y mucha vergüenza, fueron saliendo a la calle los pocos soldados que tan flacamente custodiaron la seguridad del Príncipe de la Paz. A las mujeres que encontramos las liberamos sin daño alguno, permitiendo a la condesa de Chinchón, a la misma Tudó, que allí compartía techo con la legítima princesa, que marchasen hasta Palacio.

¿Dónde estaba Godoy?

Mandamos a buscarlo por los jardines, por las calles, por senderos y rincones. Con el Generalísimo libre y furioso estábamos en gran peligro. Si recobraba el poder no se le podrían reprochar las crueldades sin cuento que imaginábamos, por lo que se imponía estorbar que el Rey pudiese ampararlo y procurar que lo destituyese de todos sus cargos.

—De su Majestad hemos obtenido un decreto de destitución de su valido. Eso no será más que papel mojado mientras no demos con Godoy —me informó Osuna al día siguiente.

Sin su hombre de confianza, su único amparo, el Rey se encontraba tan atemorizado que pudimos arrancarle, con ayuda del infante don Antonio, un Real Decreto con la “exoneración” de los empleos de Generalísimo y almirante “concediéndole su retiro donde más le acomode”. Otro decreto en sentido inverso devolvería al valido el mismo o mayor poder en menor tiempo.

Regresamos al maltrecho palacio de Godoy. Fue justo a tiempo. La sed había atormentado hasta tal punto al Príncipe de la Paz que, no pudiendo sufrirla más, salió de su escondite y en aquellos momentos se entregaba a los oficiales que custodiaban la casa. Había intentado sobornar antes a un granadero quien, en lugar de elegir ser rico, bajó profiriendo la voz de alarma, dándose entonces por perdido.

Apareció Francisco Palafox cuando ya estaba Godoy en la calle, ordenando a dos guardias a sus órdenes que lo protegiesen metiéndolo entre sus caballos. Y así, al trote, lo llevaron hasta el cuartel de guardias de corps. No evitó esta protección que palos le alcanzasen, pinchos de horca le zahiriesen, ni que muchachos malvados, metiéndose entre las patas de las bestias, hundiesen las puntas de sus navajas en los muslos del valido e infligiesen al preso diversas heridas; una de ellas manaba abundante sangre por la frente.

En el cuartel, ensangrentadas, enjironadas y sucias las ropas de don Manuel, apareció el joven Príncipe de Asturias en lo alto de la escalera por la que era arrastrado el reo. Fernando deslumbraba por la riqueza de sus vestidos, luciendo una majestuosidad como nunca más volví a verle.

Los presentes enmudecimos, mostrando gran respeto.

Godoy, al verlo en un plano tan superior al suyo, tan arrogante y victorioso, pareció abandonar el estado de abatimiento que padecía y sacó la entereza suficiente para mirarlo con respeto, más no con sumisión. Los segundos que pudo durar ese cruce de miradas en el mas solemne de los silencios, pese a su brevedad, quedaron en mi memoria para siempre. Lamento no haber sido dotado con actitudes para plasmar la escena con pinturas y pinceles en un lienzo capaz de transmitir lo trágico y dramático del momento. Siempre que la evocó siento el privilegio de haber sido testigo y parte del instante en el que moría lo antiguo y empezaba lo nuevo, representado en ese acto como en ningún otro.

-Yo te perdono la vida.

Fue la magnánima frase que rompió aquel silencio, pronunciada por don Fernando ante su enemigo vencido.
El Rey, reunido con su gobierno, llamó a don Fernando y éste les dijo que apaciguaría a los alborotadores, dando a entender que el remedio a esa inquietud estaba bajo su poderío.

Un momento después empezó el reinado de Fernando VII.

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¡Bienvenido, Míster Carlos!

Ángeles Navarro Peiro

Aquel 30 de septiembre de 1517, Tina, apodada la Roja por el color de su pelo, se despertó, como la mayor parte de los habitantes de Tazones, al cantar los gallos. Se desperezó estirándose en el catre, que solía compartir con alguno de los vecinos del pueblo. La actividad de Tina era conocida por todos, hombres y mujeres, las cuales le agradecían que se ocupara de los maridos de vez en cuando para poder, al menos por unas horas, descansar de sus cónyuges. Se levantó para dirigirse a la playa con las faldas arremangadas y el trasero al aire, según su costumbre. Su antecesora en el oficio, que, además de ser su madre, era una mujer muy sabia, le había aconsejado que se lavara bien para evitar embarazos y posibles purgaciones, y que el agua del mar era lo mejor para ello. Así lo hacía todas las mañanas. Se metía en el agua hasta que le llegaba por las rodillas, ya que no sabía nadar, y hacía sus abluciones a la vista de los pescadores que regresaban de faenar por la noche. Después de sacar la pesca de las barcas, apartar algo para el consumo propio, cargar el resto en los carros de quienes la llevaban a Villaviciosa y otros pueblos astures más al interior para venderla, los pescadores se recreaban en las nalgas de la Roja. Luego se iban a dormir a sus chozas con la cabeza poblada de las fantasías provocadas por tan singular mujer.

Pero aquel día Tina no llegó a meterse en el agua. No se veían barcas de pescadores, que, temerosos, habían desviado su ruta para cobijarse en la Ensenada del Olivo. Lo que sí vio Tina fue un número considerable de potentes navíos que, debido a su colocación, tapaban la línea del horizonte. Inmediatamente pensó que se trataba de embarcaciones hostiles: turcas o francesas y corrió hacia el pueblo para dar la voz de alarma.

Germán, el herrero, se hizo pronto cargo de la situación. A las mujeres y a los niños los encerró en el sótano de la iglesia al cuidado del cura. El herrero envió a los hermanos Bustillo, los corredores más veloces de Tazones, a Villaviciosa y otros pueblos del entorno para dar aviso de una más que probable invasión. Mientras tanto, él, junto a los pocos hombres que quedaban, se apostó en una de las colinas que rodeaban el lugar, vigilando los pasos entre los cerros por donde posiblemente los invasores realizarían su incursión. Tina no quiso encerrarse en la iglesia con las demás mujeres, sino que se unió a los hombres y tiró para el monte.

Parecía que los de las naves no tenían prisa para desembarcar, porque al mediodía aún no se apreciaba movimiento y ninguna lancha había arribado a la playa. A primera hora de la tarde llegaron los de Villaviciosa y pueblos aledaños. Todos aguardaron emboscados el desembarco, bien pertrechados con armas, como jabalinas, espadas y puñales, incluso con picas. Llegó la noche y tampoco se observó movimiento en los barcos.
Al amanecer, los lugareños vieron acercarse una falúa, que había sido adornada con tapices, almohadones y banderas. Según se acercaba a la playa, observaron que no solo viajaban en ella hombres, muy bien vestidos, sino también mujeres que parecían damas principales. Eso los desconcertó por completo. Salieron de sus escondites, aún con las armas en la mano, pero con los brazos caídos, en una actitud nada belicosa.

Un par de marineros, al parecer vascos por su acento, se acercaron a los astures y les informaron de que el jovencito, al que en aquel instante estaban bajando de la barca en volandas para que no se mojara los pies, era nada menos que don Carlos, el nuevo rey de las Españas. Los astures tiraron las armas al suelo y se acercaron para ver el espectáculo. El rey, su hermana, las damas y damiselas, con los grandes maestres y señores, que habían sido transportados a remo en la falúa real, se habían quedado quietos en la playa esperando instrucciones.
Los tazoneros pensaron que aquello era un regalo caído del cielo y que iba a suponer la prosperidad inmediata del pueblo. Tina se veía ya como amante del propio rey, aunque solo fuera un muchacho enclenque y paliducho. Germán soñó con ser su armero y los Bustillo se convirtieron mentalmente en sus heraldos y veloces correos.

Todos los habitantes del pequeño pueblo gozaron de fantasías en torno a una inesperada fortuna.

Tal felicidad duró muy poco. No los dejaron ni acercarse a la comitiva. Vieron que todos aquellos nobles, caballeros y damas, volvían a embarcar en la falúa real y se dirigían, enfilando la ría, hacia Villaviciosa, donde esperaban hallar mejor acomodo.

El desembarco en Tazones había sido fruto de un error de cálculo. El rey había embarcado en Flesinga el 7 de septiembre del año 1517 y, después de una travesía de doce días, los pilotos estaban convencidos de haber arribado a la costa de Vizcaya. Sin embargo, la flota real, inexplicablemente, se encontró frente a Asturias, lo cual contrarió mucho a los marinos vizcaínos, ya que deseaban que el rey desembarcara en su país y no en aquellas agrestes costas. Tardaron en organizar el desembarco porque se discutió bastante sobre si convendría torcer para Santander, encaminarse a Santiago o bajar de los barcos allí mismo. Finalmente se resolvió esto último por considerar que era más prudente tomar tierra en el primer punto que, sin peligro, se presentara.

La comitiva real recorrió la hermosa costa astur. Después se dirigieron al interior y, una vez pasada Reinosa, se adentraron en tierras palentinas en dirección a Valladolid, la ciudad más importante de la región, donde el monarca realizó su solemne entrada el día 18 de noviembre.

Ese mismo día, en Tazones, Tina la Roja se desperezó como siempre al cantar el gallo, se dirigió como siempre a la playa y se lavó bien sus partes como siempre en el agua siempre fría y brava del Cantábrico.

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El hilo conductor

Jesús Durán y Libertad García-Villada

Louis mandó abrir el enorme cajón de madera que contenía el tesoro procedente de Gran Bretaña.
Se atusó por enésima vez el bigote, a la moda de París, recién perfilado por el barbero, que realizaba el servicio en su casa, en Montmatre. No sabía qué hacer con las manos, era en esos momentos un manojo de nervios: a punto estuvo de subirse a lo alto del embalaje para ayudar con las palancas. Esos proletarios, tan lentos.
Siguiendo sus instrucciones, todas las ruecas del telar habían parado de producir y las mujeres que se encargaban del cardado manual de las fibras esperaban pacientemente a que algo pernicioso surgiese de entre aquellas tablas.

Temían por sus puestos de trabajo.

Decían que aquel artilugio era el demonio.

Los nueve operarios finalmente lograron sacar los largos clavos que sujetaban un lateral. Este, lentamente, cayó al suelo, levantando una polvareda que provocó que los presentes se cubriesen los ojos. El ruido de la plancha de más de trescientos kilos golpeando contra el suelo resonó en el taller como si el trueno de una tormenta del infierno hubiese caído en su centro.

Louis se acercó despacio.

En el interior, fijado por medio de multitud de cuerdas y anclajes, había un enorme bastidor de hilado.

Una de las hilanderas gritó:

—¡Fuera!

Louis se volvió al instante.

—¿Quién ha dicho eso?

Al momento se personaron dos capataces del turno y se colocaron a ambos lados del perfumado dueño y señor de la empresa. Louis vio en esta reacción un acto de protección y se creció.

—Tenéis trabajo gracias a mi beneplácito. Ahora, con esta maravillosa máquina —mientras lo decía se acercó a acariciar el frío metal, casi de forma obscena—, la mitad de vosotras se quedará sin sustento.

Fue mirando las caras de asombro. Y animado prosiguió:

—Así que fuera vosotras.

Una de las hiladoras le lanzó el huso, aún con el hilo. Casi le golpeó en la cara. Una segunda acertó. La tercera y la cuarta se aproximaron y le golpearon con el largo trozo de madera. De la quinta a la vigesimocuarta le clavaron el huso. El resto fue ya un escarnio.

Louis, asustado y gritando de dolor, se refugió en la caja, entre los rodillos y engranajes del bastidor, para escapar del tumultuario ataque, pidiendo ayuda a los capataces, que al parecer se habían desentendido por completo.
Creyó que lo había conseguido, dado que las hilanderas no se aventuraban allí dentro. El dueño y señor se tocó la cara; tenía varias heridas, algunas cerca de los ojos. Oía a las mujeres vociferar fuera. Sin embargo, en el interior estaba seguro.

Se sintió inquebrantable, como un pionero. Seguro que los gendarmes llegarían en breve y meterían en vereda a aquellas desgraciadas. «Las pondré en la calle», pensó.

Envalentonado y gesticulando les gritó:

—¡Estáis todas sin trabajo!

Al parecer tocó algo, alguna palanca, algún mecanismo.

Un infortunio.

El artilugio se puso en marcha de repente con Louis en sus tripas. Aunque estaba sujeto por la estructura, los mecanismos internos funcionaban con suavidad…

Hubo gritos de confusión por ese primer contacto entre el hombre y la máquina, que Louis pagó con su sangre.
Entre las hiladoras comentaron que sí, que era un artilugio del demonio.

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La clave

Juan Francisco Pérez Ruiz

—Hay algo turbio en todo esto, monseñor.

El aludido, pensativo, apoyaba la barbilla sobre su mano. El rictus que delata la sombría incertidumbre se dibujaba en su frente y en la profundidad de las cuencas se hundía sus ojos en confusos pensamientos. Parecía no escuchar a su interlocutor y sin embargo rumiaba en profundidad cada una de las palabras que expuso en la entrevista.
Durante unos minutos eternos, el obispo guardo un silencio absoluto, lo que permitió al delator relajarse en la postura de firmes y poder oír con claridad el crujir de las gruesas vigas de madera del techo e incluso el removerse de los ratones tras los anaqueles del despacho. La oscura habitación, apenas iluminada por la llama de un candil, tenía apariencia de almacén y no de estancia apropiada para un príncipe de la iglesia. No era más que el lugar donde el obispo hacía confesar a sus informadores. En el exterior, la lluvia acariciaba las paredes rojizas del palacio y las dotaba de piel escamosa.

Era noche cerrada.

—Plomo —acertó a decir al fin el prelado, como si esta fuese la palabra mágica para salir del encantamiento.

—Eso es —balbuceó el otro sobresaltado.

El jerarca de la ciudad apoyó ambas manos sobre la mesa tapizada de documentos, escritos en pulcras y cuidadosas letras de caracteres góticos, y se estiró para acomodarse mejor sobre el respaldo de su cátedra.

Suspiró profundamente y recupero una sonrisa bondadosa que no ejercitaba más que en las ocasiones propicias, aquellas en las que se veía rodeado de gente vulgar o temibles adversarios de la nobleza o la curia.

—Muy bien. Quiero que sigas informándome de cuanto suceda en ese taller.

Era una despedida. El lacayo no hizo ninguna pregunta sino una inclinación con la cabeza. Se aproximó a su amo y le besó el rubí granate de uno de los anillos que lucía en el dedo corazón de la mano derecha. El prelado permaneció inalterable. Inmediatamente, sin dar la espalda a éste, el espía se retiró hasta una puerta simulada tras unos tapices. Hizo una nueva reverencia y desapareció.

En la soledad, Diether valoró la gravedad de la situación en la que se encontraba. No contaba con el respaldo del papa Eneas para desempeñar su cargo. Sus partidarios desertaban paulatinamente, sin manifestarlo públicamente pero no cumpliendo con los oficios religiosos en los que él participaba. Ya no contaba sino con la simpatía del pueblo, pero sabía lo voluble que es el espíritu de los débiles y cómo de seguidores incondicionales podían convertirse en verdugos. Quizás el emperador Federico…

Necesitaba oro. Oro en inmensas cantidades para comprar voluntades y armar un ejército. No tenía otra alternativa.
Se levantó, tomó el candil y se encaminó a las estanterías llenas de legajos que cubrían las paredes. Se puso frente a un estante y extrajo un grueso volumen acomodado entre otros semejantes. Regresó a su mesa y, armado de unas pequeñas lentes, pasó páginas y páginas del manuscrito, adornadas de bellas estampas paganas, hasta que se detuvo en una. Desde esa en adelante había insertas otras de caracteres hebreos y árabes, escondidas en un mar de pergaminos, hasta que, tras una veintena de otras semejantes, reaparecían las del diseño inicial.
Aquel libro inserto en otro libro era un superviviente del saqueo y destrucción del barrio judío cuando los cruzados pasaron por la ciudad hacía varios siglos en dirección a los santos lugares. Tras el desastre, la Iglesia se hizo cargo de los despojos de la comunidad. Durante generaciones el volumen había permanecido guardado y prohibido a los ojos curiosos en la biblioteca privada del obispado. Solo el Emperador, stupor mundi, rompió ese tabú, porque era un descreído y tenía una ambición desmedida hasta el punto de aspirar al trono de Roma. Si pudo obtener lo que buscaba en sus párrafos se lo llevó a la tumba.

Diether era consciente de lo que daría Pío por el libro que tenía entre manos, no era sino otro pagano. En aquellos párrafos estaba escrito el camino para llegar al lugar que ambos ambicionaban. Sin embargo, pese a siglos de esfuerzo, ninguno de sus antecesores en el cargo de obispo de la ciudad de Maguncia había alcanzado el preciado triunfo.

La Divina Providencia se había encargado de elegir a un humilde platero para revelar el misterio. Sí, se dijo Diether, este es el hombre elegido y que merece mi apoyo. Los informes que día a día recibía de la actividad del taller confirmaban sus sospechas. El artesano trabajaba en secreto sobre algo que proporcionaría una riqueza infinita. Pero nada pasaba inadvertido a los ojos y oídos del prelado.

En su ceguera no quiso admitir que este caso podía ser como otros. ¿Quién no había intentado alguna vez fabricar la piedra para terminar en fracaso? Era tal su desesperación que negaba lo evidente, veía donde no había más que un espejismo.

Se frotó las manos con satisfacción. Le quedaba poco tiempo y precisaba de toda la ayuda. No podía esperar al día siguiente. Salió de la habitación y se dirigió a la celda de su secretario. El suelo del corredor que daba al patio del claustro estaba empapado, las losas rojizas lo hacían resbaladizo. El viento lanzaba furioso las tenues gotas de lluvia semejantes a polvo contra las paredes y pilares. Llegó empapado y golpeó la puerta. Tuvo que hacerlo varias veces, suave primero, violento después.

—Ave María purísima —acertó a decir el inquilino—. ¿Eres el Demonio?

—Abre —fue la respuesta.

Tembloroso, el monje descorrió el cerrojo y abrió.

—Monseñor…

—Calla. Es urgente.

—¿Qué sucede?

—Presta mucha atención y guarda el recato que corresponde a esta tarea.

—Pero…

—Quiero, y no me interrumpas, que, a partir de mañana, sin que nadie más que tú y yo lo sepamos, el platero Johannes Gutenberg reciba una asignación económica de mi persona.

—Pero…

—Sólo le dirás que el obispo es conocedor de su secreto y su protector.

*******

El enterrador de Paterna

Laura Sánchez Bretones

Una mujer abre los ojos en la penumbra de su cueva. Junto a ella el cuerpo caliente de su hombre se escurre silencioso del camastro. Noche tras noche Leoncio despierta y sus pies, pesados e involuntarios le llevan hasta el cementerio.

Ramona espera y reza su vuelta. Porque sabe. Porque conoce a las mujeres que en la oscuridad visitan al enterrador, a Leoncio. Mujeres secas, de lágrimas y de vida, que piden un nombre: el de los hombres a los que amaron. Padres, esposos, hermanos. Algunas llegan en el tren de las viudas, otras caminan más de tres días buscando respuestas.

La esposa quiere ayudar. Pero él siempre niega con la cabeza y los ojos bajos. Apenas menciona lo que sucede allí en el cementerio, a dos kilómetros de la cueva en la que viven, cubiertos de cal y de pena. Leoncio quiere protegerla.

Pero ella sabe. Ella sabe que cada noche decenas de mujeres acuden al cementerio buscando a los suyos, portando candiles y un dolor que oprime el pecho y el cuerpo entero.

Cuando los militares marchan, el sepulturero abre la puerta y ellas, cubiertas por la noche, llegan a los cuerpos. Los miran, los lavan con agua y colonia, disponen sus cuerpos marchitos con toda dulzura. Y memorizan la fosa en la que ellos nunca descansarán.

Las noches en que las mujeres no aparecen, el enterrador trabaja con el mismo cariño, el mismo cuidado. Saca sus tijeras y recorta pedazos de camisa, mechones de cabello. Los guarda, junto a pañuelos, cartas, y lapiceros. Y recuerda en qué agujero de la tierra permanecen.

En ocasiones son otras mujeres las que recortan, que no son hermanas ni esposas, pero han tejido una red clandestina junto a él para contar a las que no llegan dónde están sus hombres. Para entregarles un pedacito de ellos.

Antes de eso, el hambre. Antes de enterrar, la batalla. La derrota y la condena. Una pena conmutada. La necesidad de seguir respirando pese a todo. Antes de enterrar, la plaza del pueblo y él, con las manos vacías y el sol picando en la piel, en los ojos, en la lengua. La garganta llena de bilis tragada una y otra vez, empujada hacia abajo para que no aparezca en la voz.

Trabajo pide Leoncio, dirigiéndose a los terratenientes y ofreciendo sus brazos fuertes. Acude a la plaza una y otra vez, incluso apela al alcalde “Tengo que comer, no voy a robar, necesito un trabajo”.

Día tras día el picor en la piel y en el alma. Una mañana el alcalde responde ‘Tú, rojo, ¿no quieres trabajar?, pues vas a enterrar a los tuyos’.

Aquello fue dos años atrás. Ahora la esposa pasa la mano por la almohada donde minutos antes reposaba la cabeza de Leoncio. Esta noche es diferente. O quizás no lo sea. Quizás ahora, todas las noches sean diferentes.

Se levanta, y en la penumbra palpa con los dedos las fibras de las cestas que el esposo trenza con sus manos. En ellas hay objetos que parecen nada. Objetos que guardan vida y recuerdo para quienes los buscan. Botones, retales de tela, una pipa de fumar, un cordel desgastado que otro día fue cinturón. Pedazos inertes de las decenas de cuerpos que pasan por las manos de Leoncio cada noche desde junio del treinta y nueve.

De cada hombre un recuerdo, una prenda, un rasgo que recordar.

Él memoriza y anota. Junto a los cuerpos enterrados coloca botellas, con nombres refugiados bajo el cristal. El sepulturero quiso ser maestro, por eso lee y escribe. Antes de la guerra enseñó a otros a hacerlo en el comedor de su casa, y así conoció a su esposa, quien ahora anhela cada madrugada su vuelta. Ramona mira las cestas con los objetos. Se muerde el labio y cierra los ojos.

Esta noche es diferente. El camión llega desde la cárcel Modelo, y junto a futuros anónimos trae a un intelectual. Leoncio sabe quién es.

Alguien que fue alguien y ahora quieren que sea nadie.

Un doctor que recién exiliado volvió a su tierra, atormentado por la culpa. Científico, maestro, padre. Se llamaba Juan Bautista. Apresado, peregrinó por campos de concentración y prisiones, ejerciendo en todas ellas su profesión, sanando a presos, regalando pedazos de vida, restando dolor, mitigando calvarios. El pueblo no entiende su condena. El arzobispo trata de mediar por él.

Pero el dictador anota “enterado”, y con la tinta, la muerte se abre camino. A las seis de la tarde lo fusilan. Tan solo unas horas antes opera a un compañero.

El sepulturero lo lava, y delicadamente lo coloca en una caja. Es noche cerrada. Sale a la puerta y lía un cigarro de picadura mientras la brisa de mayo le acerca el olor de los pinos y la tierra húmeda. Escucha las ruedas de un coche sin luces que frena lentamente junto a él. Descienden cuatro pares de zapatos oscuros. Dos hermanos, dos hijos.

Leoncio les mira y gira sobre sus talones, lidera el paso. Caminan entre restos de cal y tierra. Los cinco hombres llegan a la fosa, miran el cuerpo, no dicen nada. Con cuidado portan la caja, en silencio salen de allí. Cierran las puertas del coche. Uno de los hijos saca unos billetes y trata de que Leoncio los coja. Este se niega. La familia del médico marcha.

Desde aquella noche, los restos del científico descansan en el cementerio de Valencia.

En casa de su nieta, sus pequeñas gafas de metal observan el paso del tiempo.

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César
César
1 año hace

…”Una historia ambientada en Europa”…. Me siento y arranco un par de cogollos para cuando salgan los diez relatos.
Osea, que cualquier historia de lo que sea, en cualquier sitio de todo un continente, sea Viniegra de arriba, Arenzana de abajo, Villaconejos o Heinderfastens breumenstein, más allá de la república checa y antes de los Urales..
Esto se parece cada vez más a las oposiciones de funcionario de mi pueblo, en las que ponen criterios más anchos que la vagina de la vaca del Carmelo para que todo entre, la verga del pardo y la del mustio.
¿Es mucho pedir un criterio más cerrado? Es que así parece que los relatos ya estén seleccionados. Pero vamos, sin problema, que yo no soy de iberdrola.

Joaquina
Joaquina
1 año hace
Responder a  César

¿Significa que los concursos de este grupo no son transparentes? Me he esforzado por enviar varios relatos con ese punto distintivo pero no lo toman en cuenta, algo realmente diferente que a mi parecer podría haberse lucido entre los seleccionados pero no.

Última edición 1 año hace por Joaquina
Nicolás
Nicolás
1 año hace
Responder a  César

Lo mismo digo, es un enfoque demasiado amplio el enviar relatos que ocurren en Europa y aún más, dice «en cualquier época». Cuando revisé relatos antiguos míos, más de dos cumplían con esa condición. Pero vamos, envié el que me parecía mejor y ya veremos…

Ignacio
Ignacio
1 año hace
Responder a  Nicolás

Yo he enviado uno hoy y no sé si se ha recibido bien o no… no he recibido ningún correo o algo parecido diciendo que mi participación ha sido recibida. ¿Es correcto?

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