Durante nueve meses, entre septiembre de 2021 y junio de 2022, en el Palacio de Justicia de la Île de la Cité de París, entre la Sainte-Chapelle, construida por el rey San Luis, y el quai des Orfèvres, se celebró el juicio contra los veinte acusados por los atentados terroristas cometidos entre el 13 y el 14 de noviembre de 2015 en las inmediaciones del Stade de France, la sala Bataclan y las terrazas del este de la capital francesa. Un ataque que dejó 130 muertos, docenas de heridos y cientos de supervivientes condenados a arrastrar las secuelas físicas y psicológicas que les ha dejado esa vivencia durante el resto de sus vidas. Este proceso judicial se extendió durante nueves meses, un año escolar, un embarazo.
De tez morena y pelo hirsuto y duro, con jersey y pantalones negros, Emmanuel Carrère, sentado en una silla de respaldo duro, revela por qué ha acudido a la prosa urgente que impone la nota periodística. «Me gusta contar las cosas. Lo encuentro apasionante. Hago reportaje, pero jamás columnas o editoriales. El motivo es que quiero seguir entendiendo lo que ocurre, lo que he visto. Soy consciente de que todos podemos llegar a lugares con prejuicios y este género periodístico me permite liberarme de ellos y cambiarlos o modificarlos. Te obliga a repensar las cosas. Lo que me aporta, literariamente, es un trabajo que, en el fondo, es el mismo que se hace cuando escribes una novela, porque detrás existe un montaje, el intento de transmitir una experiencia, las cosas que me ocurren, a través de un relato. Creo que el reportaje es de las formas literarias más apasionantes que conozco. Esto es lo que he encontrado en este género».
El novelista publica V13 (Anagrama), el conjunto de crónicas semanales (ampliadas casi en un tercio) que escribió para L’Obs. Unas páginas que son un vivo retrato del horror, contienen toda la crueldad a la que se vieron arrastradas las víctimas del ataque terrorista y, al mismo tiempo, recoge el cinismo y la hipocresía de los terroristas.
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—Al leer su libro me acordé de otra experiencia judicial. La que tuvo Hannah Arendt en Jerusalén durante el juicio de Adolf Eichmann, uno de los principales responsables del Holocausto durante el nazismo. A partir de esa experiencia, ella dedujo su teoría de la banalidad del mal. ¿Ha entendido, como le sucedió a ella, mejor la locura terrorista al tener delante de usted a los autores de unos atentados como estos?
—Sí, por supuesto, si una persona, como ha sido precisamente mi caso, ha estado durante casi un año escuchando a los acusados de terrorismo y a sus cómplices, uno acaba sabiendo más y entendiendo mejor el terrorismo, pero si me lo permite, aquí existe un matiz. Lo que sucede es que las personas tenemos cierta tendencia a fascinarnos por el mal: pues le diré que aquí no existía ni una sola oportunidad para que se diera esa posibilidad. El motivo principal es muy sencillo: esos tipos eran muy mediocres. Eran unos fanáticos y unos conformistas con un discurso totalmente estereotipado. Lo más interesante y lo más impactante de este juicio fueron las víctimas.
—A Hannah Arendt le impresionó la vulgaridad de Eichmann. ¿Es lo que sintió al ver a los acusados?
—Lo que constató Hannah Arendt sobre Eichmann lo podemos suscribir perfectamente sobre estos acusados. De hecho, en ellos estaba el mismo argumento de fondo, que consistía en repetir una y otra vez: «Yo solo ejecutaba órdenes, es lo que me habían ordenado». Luego nos encontramos con eso que aducían de manera recurrente de «a mí no me gusta hacer esto, matar a la gente, pero es que esta es una noble causa que exige hacerlo. Es por el bien, así que, bueno, soy un devoto de una buena causa…». Este es el mismo argumento que utilizó Eichmann y lo que escuchamos en las declaraciones de los acusados.
—Sabiendo lo que han hecho, escuchando los testimonios, ¿qué hizo con las emociones que se le venían encima? ¿Cómo se lidia con esta clase de respuestas involuntarias?
—A decir verdad, las emociones que son más difíciles de gestionar son las que surgen al escuchar a las víctimas. Escuchando a los acusados… es que eran unas personas bastante miserables, y con miserables no me refiero a que sean pobres, sino que son muy limitados intelectualmente. Hay que tener en cuenta que los acusados que estaban presentes y que eran juzgados no eran los que habían matado, esos habían muerto, sino cómplices en un grado de implicación variado. Los había que habían participado indirectamente y que salieron libres, y otros que fueron condenados. Pero en conjunto lo que más me chocó fue la mediocridad de estos individuos.
—Hay una pregunta que se hace en el libro: ¿cómo se hace justicia cuando los autores materiales de los hechos han muerto? ¿Es posible?
—¿Hasta qué punto la justicia repara? En realidad, la justicia nunca devolverá a los familiares sus muertos. Esto siempre es así. Creo que para todos los supervivientes es importante que se ejerza la justicia. Y creo que en este caso se ejerció efectivamente y de una forma profundamente respetuosa del Derecho, lo que era esencial. Creo que todas las partes civiles se mostraron sensibles a eso. Hay un signo de madurez cívica y democrática en el hecho de que todas las partes civiles no confundieran a los acusados con sus abogados. Todos asumieron que los abogados hacían su oficio y que no eran cómplices de los terroristas. La gente que acudió eran personas cultivadas, pero es cierto que durante el juicio hubo una especie de educación. Es como si, poco a poco, se hubiese desarrollado un gusto por el derecho, por el rigor democrático, y se manifestaba en el hecho de que no se veía con hostilidad a los abogados de los terroristas. Esto me parece muy civilizado.
—Se refiere a la dificultad de los abogados al tener que defender a estos acusados. Esto lo subraya en su libro.
—Es cierto. Reflexiono sobre esto, pero digamos que en el marco del proceso se les permitió ejercer su deber con dignidad y serenidad. Hay algo civilizatorio en que se puedan celebrar estos juicios, aunque no estén los principales asesinos. Pero también aquí se plantea una cuestión: si tenemos la razón al hacer estos procesos. Permítame explicarme: a mí me parece que sí y que es muy importante, porque la otra hipótesis a nuestra justicia sería Guantánamo, y considerar que toda esta gente no tiene ningún derecho a un proceso, y que sencillamente deben terminar en un agujero el resto de sus vidas y ser torturados. Creo que nuestra forma de hacer justicia, de recurrir al Derecho, es nuestra principal fuerza, no es una debilidad. Eso debería ayudarnos.
—Quiere decir que esta clase de justicia nos da fuerza moral.
—Es interesante este matiz. Yo creo que sí que nos la da. De hecho, se lo ha dado a las partes civiles que han participado en este juicio.
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Emanuel Carrère recoge en el libro el relato de los supervivientes. Son testimonios de lo que ocurrió, donde la valentía y la dignidad se mezclan con escenas de muerte y desolación. «Me hirieron. Miré a Hélène. Ya no tenía nariz y tenía un agujero en el lugar del ojo derecho»; «hubo un momento en que a uno de ellos debió de encasquillársele el cargador y otro le ayudó a desatascarlo, bromeando»; «percibí que la mejilla se me había desgajado entera y me colgaba por la cara. Metí la mano derecha dentro de la boca para recoger los dientes y evitar tragármelos, porque si no, corría el riesgo de toser y llamar la atención de los terroristas»; «bala a bala, apuntando. Un grito, un tiro; un llanto, un tiro; cada vez que sonaba un móvil, un tiro»; «recuerdo el pantano viscoso en el que chapoteábamos, el olor a pólvora y sangre, y después la explosión, los pedazos del kamikaze que empezaron a llovernos encima».
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—¿Qué ha cambiado en usted al escuchar el testimonio de las víctimas?
—Una cosa muy importante. Cuando llegué a este proceso, como todo el mundo que se preocupa por la Justicia, estaba más interesado por los criminales que por las víctimas. Pero a lo largo de estos meses se invirtió rápidamente esto. Los criminales dejaron de interesarme, por las razones que le comentaba antes, porque eran mediocres y con una mentalidad muy estereotipada, muy intercambiable, mientras que las víctimas eran personalidades y voces muy variadas. Realmente eran relatos y experiencias de vida, de duelo y de muerte que eran absolutamente conmovedoras escucharlas. Para mí esto ha tenido un efecto muy transformador.
—¿Ha aprendido algo de la naturaleza humana a través de las revelaciones de las víctimas?
—Hay que tener presente un aspecto: este grupo de personas no es homogéneo. No todo el mundo tiene la misma historia, las mismas reacciones ni las mismas palabras. No son iguales, pero me impresionaron los gestos de valentía, generosidad y de altruismo. Existe una historia entre otras muchas que de verdad me conmovió. Ocurrió en la sala Bataclan. Una persona, que estaba aterrorizada, que había logrado esconderse detrás de un hombre bastante corpulento. Un tipo cachas. Le hacía como de barrera, una bastante sólida, y en un momento dado, por unos breves instantes, resultó que era posible huir. Alguien les dijo: «Venga, sí, podemos salir por aquí». Pero la mujer reconoció que no podía irse, que estaba paralizada por el miedo y que no podía andar. Entonces esta persona, este hombre grande, le dijo: «Venga, no te preocupes, yo me quedo contigo». Esto me impresionó. Más que todas las historias de terroristas. Es un aspecto excepcional. De enorme generosidad.
—Una de los asuntos que aborda es el esfuerzo por seguir hacia adelante por parte de las víctimas, de reconstruirse.
—Sí, de seguir viviendo, de esforzarse. Lo hacen aunque estén marcadas por su duelo. Desde luego tienen heridas, pero continúan viviendo. Creo que la resiliencia existe. No considero que sea una regla general, pero sí, evidentemente, tienen que salir hacia adelante. Tienen que hacerlo.
—Comenta que en la sala de al lado a los juicios de Bataclan estaban juzgando, al mismo tiempo, a Carlos, el Chacal… ¿Qué es lo que diferencia a él, a los terroristas islámicos y al asesino que describe en El adversario? Son asesinos, pero muy distintos. ¿Qué tienen en común?
—Podemos comparar a Carlos con estos criminales de Bataclan, pero Jean-Claude Romand es totalmente diferente. Este tiene que ver más con la criminalidad privada, donde existen unos claros misterios psicológicos. Es totalmente diferente. Para mí un personaje como Romand es más fascinante que los terroristas, que no me fascinan realmente. Por otro lado, seguramente por la distancia que introduce el tiempo, la figura de Carlos, el Chacal, relumbra más, por así decirlo. Lo que le llevó a todo ello fue el compromiso político, no religioso. Creo que Carlos está más individualizado, en todo caso. Los personajes, los acusados de V13 son bastante intercambiables.
—A lo largo del libro escuchamos las excusas de estos terroristas: que si la religión, que si Francia bombardeó en Oriente Medio… ¿No le parece que no son más que excusas, que en el fondo no son más que asesinos?
—Yo precisaría más en este caso. No son excusas, son justificaciones. Sí. Y son justificaciones pobres, pero lo crucial aquí es que ellos se las creen. Pero la verdad es que en este caso los móviles —me refiero a los resortes psicológicos— son los del fanatismo, y las palabras del fanatismo, al contrario de lo que se pueda pensar, no son nada misteriosas. Están identificadas perfectamente. Han sido muy estudiadas. Se añade una enorme parte de conformismo, de pertenencia al grupo. Es la historia de, por ejemplo, Salah Abdeslam, el único de los acusados involucrado directamente en el comando, que está en esa postura en que le gustaría ser valiente, como pide el grupo, pero tampoco tiene ganas de ir, porque es un cobarde a la vez. Yo no condeno a nadie por ser cobarde. Me parece muy humano el no querer matarse, pero esa especie de resorte de identidad con el grupo, todo esto es lo que está presente. Y para serle sincero, no resulta nada interesante ni misterioso.
—¿Qué se puede hacer con alguien que se tilda de combatiente islámico, que justifica el sadismo? No hay diálogo posible.
—No creo que se pueda debatir con los terroristas. Es difícil demostrarles que se equivocan. Alguien que es terrorista, que está en esa lógica sectaria, tiene respuesta para todo. Es una especie de fortaleza mental, en la que no puedes entrar, de ciudadela paranoica. Es lo que hace un poco más intrigante a Salah Abdeslam, porque vemos que esa fortaleza se fisura, que es un bastión en el que se encierra, pero que no se sostiene bien. En Francia, en las prisiones están las unidades de prevención de la radicalización. Son unidades para evitar eso, la radicalización de gente que proviene de Siria, por ejemplo. Pero ¿cómo prevenir la radicalizaron de estas personas que se han radicalizado tanto? Por desgracia, no me lo creo mucho. La educación democrática de los terroristas no me la termino de creer.
—Una pregunta que, seguro, le han hecho a menudo por este libro: ¿ha entendido algo sobre las raíces del mal?
—Pues yo creo que es una pregunta muy pertinente. Pero no sé si tengo una gran respuesta. El terrorismo, la lógica sectaria, las personas que están atrapadas ahí, aparte de los sádicos, que los hay, no están convencidos de que hagan el mal. Consideran que están combatiendo por una buena causa. Es lo que actualmente sucede con los soldados rusos. Se parece a eso. Son personas totalmente atrapadas por una propaganda loca, unidas por una especie de desprecio hacia Occidente, hacia nosotros. En el fondo es el mismo objetivo, la misma diana: Occidente considerado como un conjunto de democracias blandengues y cobardes, marcadas por la degradación de la moral, donde ellos no paran de ver pedófilos por todas partes… Es la misma visión de Occidente. Es exactamente lo mismo, punto por punto. Rusia es un país inmenso y el ISIS ha sido por poco tiempo un estado, pero se basan en la misma lógica. Los dos. De hecho, muchos de los rusos que apoyan a su presidente y que acuden al frente están convencidos de que van a luchar contra nazis. La gente del ISIS piensa igual de Occidente.
—A lo mejor la comparación es exagerada, pero en Ucrania, de hecho, tenemos los escuadrones del grupo Wagner que, como se ha revelado ahora, matan mujeres, niños, ancianos…
—Yo creo que la comparación se mantiene. No son las mismas proporciones, pero se sostiene. Efectivamente, hay una autorización de la violencia en ambos casos. En los dos se anima a la peor violencia, una violencia que está totalmente fuera de las reglas de la guerra. Si hablamos del Grupo Wagner… En V13 hablo en un momento del ISIS y digo que maquillan el mal bajo la bandera del bien, pero lo hacen de una manera extraña. Déjeme aclararlo. La propaganda nazi no mostraba Auschwitz ni la propaganda del estalinismo enseñaba los gulags. Pero en cambio el ISIS sí muestra a gente degollando a otra gente mientras ellos se ríen y dicen: «Venga, venid, que nos divertimos mucho por aquí». Hemos observado lo mismo en el caso ruso. Hemos visto en un vídeo reciente cómo se ejecutaba a un desertor de Wagner a golpe de machete y todos se reían alrededor. No se esconde. Se muestra. El jefazo, de hecho, aparece riéndose y diciendo: «Durante el rodaje no hemos hecho daño a los animales». Es exactamente lo mismo. Se anima cínica y deliberadamente a la peor violencia.
—¿Se puede llamar terrorismo a lo que está haciendo Putin? ¿Se puede tildar así?
—Sí que se puede llamar. De hecho, lo creo. Es más, creo que jurídicamente está definido así. Creo que la palabra «terrorismo» es adecuada. El mandato de arresto contra Putin por la Corte Internacional no sé cómo se ha redactado, pero existe una acusación contra él de crímenes de guerra. Me parece que la palabra «terrorismo» está justificada para lo que está haciendo Rusia.
—¿Cómo ve el conflicto?
—Estoy preocupado… ¿pero quién no? Ninguna persona de mi generación ha vivido una situación semejante. Nunca he visto la actualidad con tanto interés. No tengo ni idea de cómo va a terminar esto ni cómo se va a alcanzar la paz ni cómo podría ser la posguerra. Nadie lo sabe. Estoy seguro de eso. Y claro que se puede extender el conflicto y desparramarse. Además de que la amenaza nuclear existe, es real. Espero que no lleguemos, pero todo es posible.
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