Celibato involuntario. Ese es el significado de una palabra que empezó a sonar un poco en nuestros noticiarios a partir del atentado de Toronto de 2018, que se inspiró en el de Isla Vista de 2014, compartiendo la motivación del odio hacia las mujeres y los hombres que están con ellas; los chads y las stacies de los chats de incels. Hablaríamos de personas que comparten y subliman su desesperación en una masculinidad victimista y violenta, más bien blanca, incardinada en latitudes remotas de la derecha alternativa, como Laura Bates se apresura a asegurar desde las primeras páginas. De ahí que Los hombres que odian a las mujeres sea más que nada un libro sobre wasps misóginos, capaces de odiarlas tanto como los racistas occidentales odian a las “personas racializadas”, que es como se llama ahora a la ciudadanía perteneciente a minorías étnicas. O más, porque mucha de la documentación que Bates reúne habla de ultrajar deliberadamente a cualquier mujer, en base a una cultura de la violación que nos recuerda a las manadas y los cánticos aberrantes del Elías Ahuja.
Más allá de lo concreto, del peligro sobre el que la autora feminista advierte, el título aborda el dilema inagotable de internet desde la perspectiva que le concierne. Ese dilema no es otro que la capacidad de la web mundial para que ciertos grupos prosperen en torno a canales en los que se construyen y comparten ideologías de odio sin que demasiados límites legales lo impidan. Algunos de los incels a los que se refiere —no los citaremos— se han convertido en autores de autoayuda, coaches o tipos que cobran por cenar en su compañía. Además de al lucro y la profesionalización, se habrían dado al blanqueo de su pulsión violadora del mismo modo que el Ku Klux Klan se presenta últimamente como una asociación pro derechos civiles. Y así visto, es solo otro frente abierto que uno decide repudiar, relativizar o simplemente ignorar. Ahí están los textos en los que Soto Ivars se congracia con los célibes involuntarios, presentados esta vez como “tíos incapaces de despertar el interés de ninguna chica”, denunciando una especie de doble moral progre que sin duda existe, pero también despreocupándose del problema profundo, que es al que se dedican las páginas aquí comentadas.
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Bates pone el fenómeno de la píldora roja —alusión de los célibes a Matrix (Lana Wachowski, 1999)— a la altura del yihadismo y el supremacismo, procurando demostrar que comparte con ellos vías y dinámicas de captación, conduciendo un momento a alguien como Alex, un personaje hipotético, a las catacumbas de la red, concretamente a la parte de ellas en las que hombres privilegiados confraternizan en un movimiento ciertamente espeluznante; uno más. Para ello menciona muchas veces la “machosfera”, que suena más a pancarta que el manosphere original, quizá a razón de una traducción un tanto coloreada del término. Escribe que “hay cientos de miles de personas en el mundo que desprecian a las mujeres hasta el punto de que muchos creen que deberían exterminarnos a todas” y nos persuade de que una misoginia extrema avanza rampante sobre nuestras democracias, aunque hila bastante fino para meter en ese saco atentados como los de Tarrant y Breivik, cuyos móviles fueron más que nada islamófobos, y fuerza en favor de sus argumentos algunas otras cosas.
La británica, que vive amenazada, rescata una buena sarta de horrores de los mentideros virtuales tipo 4chan —que no dejan de conformar una manifestación extrema de las resacas reaccionarias que siguen siempre a los avances sociales— y reclama cotos legales y judiciales para hacer frente a este tipo de terrorismo, por ahora más singular que consolidado. Parece razonable, pero se hace bastante evidente que tanto su discurso como sus conclusiones resultan un poco sesgadas: por una parte sus apriorismos ideológicos tienen demasiado peso, mientras que, por otra, el tipo de datos que recaba y la manera que tiene de utilizarlos es algo tendenciosa. Era de esperar en cierto modo, y no resta valor ni a su investigación ni a lo que sobre todo revela. A saber, que por muy avanzados que nos creamos en materia de derechos y libertades, todo puede torcerse en cualquier momento.
Concluyendo ya, Laura Bates no es del todo alarmista, y el crisol de admiradores de Tyler Durden y El club de la lucha (David Fincher, 1999) al que nos lleva solo es la versión más organizada y violenta de una realidad cotidiana tanto para boomers crepusculares como millennials. Casi cualquier hombre ha escuchado las tretas de algún “artista de la seducción”, que es uno de los conceptos que desarrolla, si no ha sido testigo de discursos y conductas —con respecto a las mujeres— en los que se adivina algo atávico y oscuro, y que quizá tarde algunas generaciones en diluirse en valores más universales. La evidente pervivencia de esa machosfera otorga una razón parcial a la escritora, independientemente de lo fiero que pinte al lobo incel y del paternalismo —valga la paradoja— con el que suelen escribirse este tipo de libros. Esto último quizá sea lo peor de una buena referencia para seguir ampliando el mapa de las realidades subculturales de la red, algo siempre recomendable.
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Autora: Laura Bates. Traductora: Paula Zumalacárregui Martínez. Título: Los hombres que odian a las mujeres. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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