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Rebeldes con causa - Zenda
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Rebeldes con causa

La historia de sus principales protagonistas, dispuestos a recorrer mundos casi siempre inhóspitos, nos la narra Charles King en un ensayo —Escuela de rebeldes, publicado por Taurus— a caballo entre la ciencia y la biografía coral. Rememorar las hazañas de los que, en circunstancias adversas, ayudaron a catapultar la antropología constituía un deber, sobre todo...

Se sabe que la ciencia avanza gracias a osadías o genialidades, a base de hipótesis que lanzan, como si fueran ofertas descabelladas, individuos de una audacia insólita. En muchos casos lo hacen —lo sabemos también— sin medir las consecuencias. Por eso, los desafíos pueden acabar en el cubo de la basura o ser la puerta por la que penetran un sol o un aire nuevos, vivificando formas de comprensión anquilosadas. En este sentido, si no nos resulta extraño —ni nos incomoda— la mezquita de la esquina u oímos con complacencia y familiaridad una danza peruana es porque hace algo más de un siglo trabajaron para acercarnos otras expresiones de nuestra humanidad hombres y mujeres, rebeldes y aguerridos, dispuestos a ensanchar lo que se entiende por cultura.

La historia de sus principales protagonistas, dispuestos a recorrer mundos casi siempre inhóspitos, nos la narra Charles King en un ensayo —Escuela de rebeldes, publicado por Taurus— a caballo entre la ciencia y la biografía coral. Rememorar las hazañas de los que, en circunstancias adversas, ayudaron a catapultar la antropología constituía un deber, sobre todo porque sus aportaciones han conformado el caldo de cultivo en el que fermentan los impulsos identitarios que hoy marcan la agenda política. Visto el lodo, quizá resulte demasiado benévolo y poco crítico la crónica de King; este, entre otras cosas, soslaya el atractivo que lo foráneo ha ejercido siempre en el imaginario occidental, instigando el estudio de lenguas y ceremonias atávicas, a fin de desentrañar en ellas el misterio de lo humano y sin otro objetivo que el de complacerse en conocimiento de la otredad.

"Estos intelectuales insurgentes fueron testigos de esa miopía que consiste en pensar que lo propio es el paradigma o rasero para medir lo que es bueno, respetable o humano"

Sea como fuere, a él le interesa resaltar los hitos de la Escuela Americana de antropología, fundada —ironías de la ciencia— por un judío de Westfalia: Franz Boas. Buena parte de las intuiciones de este último —y de Margaret Mead o Ruth Benedict, las mujeres que siguieron su estela— han sido más determinantes en la lucha contra la discriminación de lo que se suele reconocer. Al hilo de ello, su libro revela el pasado lacerante y vergonzoso de Estados Unidos, así como la difusión del racismo en las cátedras, en la ciencia y en la opinión pública, con muy poca oposición. Excuso decir cómo Europa recogió más tarde esa semilla podrida con la llegada del totalitarismo.

En ese clima tóxico, Boas y sus acólitas —porque mujeres fueron las que dotaron de precisión y rigor a la investigación antropológica— respondieron al exclusivismo occidentalista con buenas dosis de relativismo. Que esa era la terapia requerida por las circunstancias suscita pocas dudas. Viajando por las tundras heladas del norte de Canadá, navegando entre tribus o arraigando en reservas indias, escuálidas y pobres, estos intelectuales insurgentes fueron testigos de esa miopía que consiste en pensar que lo propio es el paradigma o rasero para medir lo que es bueno, respetable o humano. Su hallazgo fue un espaldarazo para que se institucionalizara la tolerancia y la democracia comenzara a ver lo importante que es la integración de quien ni piensa como la mayoría ni se conduce por la vida como ella. Pero el relativismo tiene otra cara: no implica, como muchos temían, la disolución de lo humano, ni siquiera poner en cuestión lo que nos pertenece, sino constatar que todos —hayamos nacido en Chicago o en Cabo Dorset— gozamos de una misma dignidad. O sea, reclama el reconocimiento de los lazos profundos que unen a todos los que poblamos el globo.

"Comprender una cultura exige involucrarse en sus prácticas, participar, convivir como uno más entre quienes la forman"

Cabe dudar de que la historia progrese, pero hay un hecho innegable y es que la evolución lleva a ampliar inexorablemente los horizontes de nuestra especie. En el relato de King, que engancha en muchas de sus partes, brillan episodios con la intensidad —el pulso— de una buena novela. Se combinan las historias de amor poco convencionales y las pasiones —o los recelos y desencuentros— con apuntes profundos sobre los datos que recopilaban, con la precisión de un contable escrupuloso y obsesivo, estos aventureros. Hay que admirar los sacrificios que hicieron, ya que la disciplina —incómoda y revolucionaria, al menos a ojos de la complacencia occidental— se fundó sobre su entrega desinteresada.

Y no es que Boas y sus condiscípulos tuvieran el afán de epatar, ni necesidad alguna de apuntarse a la moda contestataria. Eran científicos y se dieron cuenta de que no era adecuado ni razonable estudiar a los seres humanos observándolos, es decir, desde fuera, como quien blande un microscopio para averiguar las reacciones de las células. Comprender una cultura exige involucrarse en sus prácticas, participar, convivir como uno más entre quienes la forman. Embarrarse e incluso calzarse, como dice el dicho, las botas de los otros, para otear el camino desde el emplazamiento del prójimo.

"Sin desmerecer las contribuciones de estas corrientes relativistas, no explica cómo en la reivindicación de la diferencia pudo brotar la suspicacia hacia la propia cultura y, en concreto, la ofuscación y sospecha por todo lo occidental"

Azuzados por ese afán, los primeros etnólogos dejaron de lado las mullidas comodidades de la vida burguesa y se arrojaron al mar de lo desconocido con el temple de los funambulistas. O con uno más aguerrido aún, porque no trataron de equilibrar su cultura natal —la occidental— con aquellas formas de vida extravagantes o pintorescas —en todo caso, poco familiares—, sino encumbrarlas, para lo cual tuvieron la insolencia de leerlas como expresiones respetables o decorosas de cultura. Superaron el paternalismo académico, sosteniendo que no debían establecerse jerarquías entre los pueblos, sino relaciones de enriquecimiento recíproco. Gracias a esa certeza, los esquimales dejaron de ser monos de feria —sabemos que, literalmente, eran exhibidos en los museos— y se empezaron a reconocer los derechos de quienes, aun siendo distintos, eran en última instancia iguales.

Boas y sus condiscípulos, que llevan la voz cantante en el ensayo de King, removieron las tranquilas aguas de la conciencia americana —y, con el tiempo, de la occidental—. Desmontaron la patraña de pensar que hay seres humanos de primera y de segunda. El escándalo de la antropología fue clamar a voz en grito que quienes balbuceaban o vestían pieles —los que, por poner un caso, reverenciaban piedras— no tenían nada que envidiar a los encorbatados de Wall Street. En los clamores de guerra indómitos, en epidermis más atezadas o en comunidades polígamas vivían hombres y mujeres con aspiraciones, deseos, miedos —riquezas y miserias— como los que atestaban los enjambres urbanos.

"Occidente puede tener un pasado con borrones y tachaduras injustificables, pero siempre se ha destacado pro tender puentes, trazando caminos hacia lo desconocido"

Con todo, aquí se cuenta únicamente la mitad de la historia. Sin desmerecer las contribuciones de estas corrientes relativistas —¿quién niega o ha negado alguna vez que existan formas muy diversas ser humanos?— no explica cómo en la reivindicación de la diferencia —la bandera más flamante de los estudios antropológicos— pudo brotar la suspicacia hacia la propia cultura y, en concreto, la ofuscación y sospecha por todo lo occidental. No descubro nada si digo que ha cuajado un sentimiento de culpabilidad en este lado del mapa, hasta el punto de que lo más común —y políticamente correcto— es renegar del legado de Occidente, de su herencia, como si esta civilización fuera una sucesión ininterrumpida de crímenes y errores, de suertes disparatadas. Esa suposición ignora no solo una de las lecciones más importantes de la antropología cultural, sino también que esta nació en un lugar muy concreto, en latitudes precisas. Sin reconocernos a nosotros mismos, es difícil acoger y valorar al otro. Además, Occidente puede tener un pasado con borrones y tachaduras injustificables, pero siempre se ha destacado pro tender puentes, trazando caminos hacia lo desconocido. Y eso, ni más ni menos, es lo más destacable que nos ha dejado precisamente Boas, el fundador de una disciplina tan profunda como turbadora.

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Autor: Charles King. Traductor: Mariano Peyrou. Título: Escuela de rebeldes. Editorial: Taurus. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

© Mary Fecteau

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José María Carabante

José María Carabante es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y colaborador en diversos medios culturales. Dirige, además, la sección de crítica de libros de ensayo en la Agencia de Prensa Aceprensa. Ha escrito diversas obras sobre pensamiento filosófico contemporáneo, entre las que destaca Entre la esfera pública y la política discursiva y Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna.

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