Imagen de portada: Antonio Pérez Henares y Miguel de la Quadra-Salcedo
Esta novela comenzó a rebullir por primera vez en mi cabeza una noche en Macuro, hace ahora veinticinco años. Macuro, en el golfo de Paria, desembocadura del gran Orinoco, actual Venezuela, es el primer lugar de tierra firme del continente en el que Colón puso pie, sin saber entonces que lo era. Fue también la primera de mis rutas Quetzal, tras haber bajado en barco desde Angostura y ver las curiaras, en las que los indios siguen navegando, aproximarse a la nave, como hicieron y relata el Almirante en su diario de a bordo, que Miguel de la Quadra-Salcedo nos leía al abrirse el día en el puente de mando, cuando su carabela se dirigía al fondo de la ensenada donde desembarcaron en 1498. Quinientos años después lo hicimos también nosotros.
El nombre de Venezuela que le pusieron al lugar vino dado por los palafitos (cabañas en plataformas sustentadas por troncos sobre las aguas), que a alguno le recordaron a Venecia, pues aunque les parezca raro, es posible que los tres hubieran estado, tanto el italiano asentado en España y residente en Sevilla, el navegante de Santoña al que apodaban el Vizcaíno, muy avezado en peripecias marítimas, o el ya muy curtido soldado castellano, que tras haber participado en la guerra de Granada bien pudo haber blandido su acero luego por tierras cercanas a la Serenísima.
Aquella noche todo ello (sus nombres, sus epopeyas y su huella) giraba en el aire que agitaba las llamas de la hoguera que encendimos en la playa, que es cuando el ron sabe de verdad a caña, la música acelera los pulsos y la piel se estremece al más mínimo roce de otra.
Fue, ya digo, la primera vez, y hubo después otras más en las que la tentación de escribir de aquello, sin saber muy bien en qué debería concretarse, me siguió rondando. Otra vez fue por San Lorenzo de Chagres, Nombre de Dios, Portobelo y la selva donde aún quedan restos de las piedras rodadas del Camino Real que iba desde allí hasta Panamá la Vieja. Y cada vez se añadían más nombres: Vasco Núñez de Balboa, su teniente entonces, Francisco Pizarro, Nicuesa, Pedrarias y un jovencísimo Hernando de Soto. Por allí, en isla Colón, estuvo a punto de desarbolarnos un huracán como los que en su cuarto y último viaje soportó don Cristóbal, angustiado porque en aquel lo acompañaba su hijo pequeño, de apenas catorce años, Hernando. Leí el propio relato de quien luego sería el máximo defensor de su legado y el gran bibliófilo de su tiempo, y compartí, hermanado en el miedo, su sensación de impotencia ante la naturaleza desatada, con la diferencia de que ellos lo soportaban en aquellas minúsculas naos y nosotros al menos estábamos en tierra.
En singladuras posteriores, muchos más personajes y epopeyas imposibles e inexplicables, al igual que siniestras crueldades, pendencias y traiciones (todo ello es humana condición insoslayable), se fueron añadiendo por tierras de Cuba, Jamaica, Puerto Rico, Perú, Costa Rica y Ecuador, pero fue cuando al fin arribé al primigenio lugar, aquella isla que se llamó La Española, donde todo había dado comienzo, cuando el quetzal, al que después de muchas infructuosas intentonas había al fin logrado ver (tras llegar a pensar que era un ave imaginaria inventada por De la Quadra), en las orillas del río Savegre, en Costa Rica, me comenzó a señalar el camino. En un chinchorro colgado de dos árboles entre las ruinas de Fuerte Ozama, en la ciudad de Santo Domingo, fundada por el segundo de los Colón, el bravo Bartolomé, empecé a comprender el inmenso significado del lugar y que era el único en que se compendiaba y se amalgamaba todo. Porque allí habían estado y se habían encontrado en un momento u otro todos, y desde aquel pequeño sitio, ahora reducido casi a escombros, es desde donde había comenzado a nacer y crecer el mayor de los imperios
Porque La Española fue el principio de todo en América. El primer puerto de arribada y partida, con cruce con la muerte, hacia la gloria y el oro; el primer fuerte, el de Navidad, construido con los tablones de la Santa María, y la matanza de todos los que allí habían quedado; la primera ciudad, La Isabela, de corta existencia; la primera batalla en la Vega Real; los caballos de Ojeda cargando y el perro Becerrillo llevando a los taínos aún más terror que aquellos; la derrota total y el hundimiento de un mundo. Porque resultó que en el paraíso estaba también la boca de entrada a los infiernos.
Y luego la primera capital, la primera calle empedrada donde pasearon las damas y la primera virreina, la primera Audiencia, la primera horca, el primer palacio, las primeras casas señoriales y la primera catedral, claro; los primeros héroes, los primeros rebeldes y los primeros enfrentamientos fratricidas, tan españoles, los primeros criminales, los primeros defensores, con la reina Isabel a la cabeza, de los indios y los primeros mestizos, que marcarían el futuro y la seña de identidad de la América Hispana.
Es la historia de quienes hoy son historia del mundo: los Colón, los Niños y los Pinzones, De la Cosa, Ojeda, Ponce de León, Bartolomé de las Casas, Ovando, Vasco Núñez de Balboa, su verdugo Pedrarias, De las Casas, Vespucio y también Guancanagari y Caonobo y la bella y trágica Anacaona. Y de Cortés, Pizarro y Alvarado esperando para partir y emprender las más grandes conquistas, pero también de los grumetes Trifoncillo y Alonso, del locuaz tabernero Escabeche y de su mujer, la india Triana, y hasta de los perros Becerrillo y Leoncico. Todos ellos en un mismo instante y lugar. Todos ellos en el mismo desembarco, espada en mano en la batalla o bebiendo vino de la misma jarra con sus diferentes y a veces encontradas personalidades, sus sueños, ambiciones, hazañas, virtudes y maldades, sus peripecias, hazañas y desgracias, que los llevaron ora a la gloria ora a la muerte, y no pocas veces a ambas en muchos casos.
Eso es lo que quería contar desde aquel desembarco en Macuro y desde aquella noche en la hamaca en Fuerte Ozama, cuando supe que un día tendría que ponerme a escribirla. He tardado un poco. De hecho, se cruzó antes y por medio un personaje y una inaudita travesía que, aunque más tardía en el tiempo, pasó ya hace años por la imprenta, mi novela Cabeza de Vaca, que acabó por alumbrarme el camino y recuperar incluso algunos de sus personajes que en esta de ahora reaparecen rejuvenecidos. Y por fin aquí está ya en mis manos La Española y espero que también algunos de ustedes quieran tenerla entre las suyas.
He querido hacerlo con el mayor rigor histórico posible, yéndome a las fuentes más primarias y escritas por sus propios protagonistas. Ahí están los relatos del Almirante y de su hijo Hernando, los testimonios y documentos conservados en el gran tesoro que es el Archivo de Indias, o la Historia de las Indias (mucho más apreciable que el panfleto de la Brevísima…) de fray Bartolomé de las Casas, cuyo tío participó en el primer viaje colombino y su padre en el segundo, siendo él mismo testigo, o conocedor por quienes sí los fueron, de los acontecimientos más trascendentales tanto en La Española, como luego en Cuba y finalmente en México.
Pero La Española es ante todo una novela donde los personajes reales se mezclan, aunque espero que no se confundan, con los de ficción, que intentan, eso sí, ser posibles y verosímiles en su tiempo y su momento y que algunos muy parecidos a ellos estoy seguro de que existieron. También, y perdón por la jactancia, he querido incorporar algo de mi propia vivencia y emociones al recorrer aquellos lugares y paisajes e intentar, contemplando las viejas piedras, los herrumbrosos cañones o transitando bajo los doseles de sus selvas, escuchar sus latidos y poder transmitir algo de su influjo a mis palabras. Ahora está, la última, ya la tienen ustedes, los lectores.
Debo, una vez más, la maravillosa portada de La Española a la generosidad de mi amigo el gran pintor Augusto Ferrer-Dalmau, que está iluminando con sus pinceles más que nadie nuestra historia. Esta vez me ha “prestado” para la ocasión un cuadro del que hemos querido aprovechar todo, tanto para la cara como para la cruz. Recrea el desembarco de Ojeda, cuyo protagonismo es muy relevante a lo largo de todo el libro, en la Bahía del Calamar, sobre la que ahora se alza la bellísima ciudad colombiana de Cartagena de Indias.
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: La Española. Editorial: HarperCollins Ibérica. Venta: Todostuslibros.
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