Juan José Millás (Valencia, 1946) ha publicado Solo humo (Alfaguara), una novela donde vuelve a jugar con el cuento y la realidad, el padre y la ausencia, el personaje y su doble. Y para qué voy a escribir una entradilla si es mejor la entrevista.
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—¿Le gustaba que le contasen cuentos, o prefería leerlos usted solo?
—No recuerdo que mis padres fueran contadores de cuentos. Mi primer recuerdo de la literatura es en torno a los catorce o quince años. Leí una novela de Julio Verne, por casualidad, Cinco semanas en globo, y aquello fue un encuentro brutal. Como el que se pincha la primera dosis de heroína o algo así. Aquello me puso todo patas arriba y me hizo lector, porque después de esa novela descubrí que existía ese mundo. Luego leí Viaje al centro de la Tierra, que ya no te digo lo loco que me volvió. Y ya me convertí en lector. A partir de ahí he sido muy aficionado también a los cuentos de la tradición oral. Incluso en algún momento hice un trabajo sobre ellos, porque me interesó mucho por su relación con el mito. El mito tiene ese éxito a través de los siglos porque el mito traduce una generalidad que concierne a un grupo social, incluso que concierne a los individuos. En consecuencia, he sido muy buen lector de los hermanos Grimm, de Andersen… En fin, me ha interesado mucho el fenómeno de la tradición oral.
—Porque los cuentos nos marcan los límites como grupo.
—Vamos a ver: los cuentos son un espejo en el que nos miramos. Yo digo que son como mapas, mapas mentales. En los mapas de la ciudad, cuando tú estás en un hotel en la puerta hay un mapa para ver la salida de emergencia, que pone: «Usted está aquí». Eso es una representación de la realidad: tú no eres ese punto rojo sino que ese punto rojo es tu representación. Y a partir de ahí tú sabes que puedes ir por las escaleras, por el ascensor, por aquí, por allá. Pues con los cuentos pasa lo mismo: los cuentos te proponen varios personajes y tú vas identificándote, desidentificándote. Vas diciendo: «Me identifico con éste pero no me gusta ser así». Puedes hacer un recorrido moral, digamos. Y este es el sentido de los cuentos: cuando se contaban alrededor de un fuego, después de una jornada de trabajo, nunca he pensado que se contaban para entretener a la gente. Entretenían porque eran buenos, pero la función fundamental del cuento era enseñar al oyente cómo era la vida y qué se iba a encontrar al día siguiente cuando saliera al bosque, cuando fuera a trabajar, cuando se relacionara con la gente. Para eso la literatura o es representación del mundo o no es nada. Quiero decir que cuando alguien se hace esa pregunta, «¿para qué sirve la literatura?», es una pregunta… Incluso hay libros con ese título: creo que existe un libro de Sartre que se titula así, ¿Para qué sirve la literatura? [nota del editor: ¿Qué es la literatura? (Losada)] Yo contesto que no es tan complicado: la literatura sirve para lo que servía en los tiempos remotos, cuando no se había inventado la escritura y los cuentos se transmitían por tradición oral. Sirve para representar el mundo y para representarte a ti dentro de ese mundo.
—Los cuentos también son inventos en el mejor sentido, ¿no? Modernamente el cuento, como el que se cuenta el padre de su novela a sí mismo sobre su hija imaginada, ayuda personalmente a entender las cosas y a reconciliarte con ellas.
—Es que todos tenemos un relato sobre nosotros mismos. Hay una experiencia que me gusta mucho pero que ahora se hace menos porque la gente se ha vuelto más… No sé si «individualista» es la palabra, pero más hacia sí. Pero cuando yo era más joven y hacía un viaje a América, un viaje de doce horas en avión, siempre pensaba «a ver quién me toca al lado». Porque era seguro que en algún momento trababas conversación con él o ella. Y entonces a mí me llamaba mucho la atención que todo el mundo tiene un relato sobre su vida que lo ha contado muchas veces. Porque tú oías el relato de su vida y decías: «Joder, ¡esto está muy afinado!» (nos reímos). Todo tiene sentido, todo cuadra demasiado… Y luego cuando me tocaba contar mi vida yo también veía que también he ido, en fin, haciendo un relato donde todo ajusta. Todos tenemos un relato sobre nuestra vida que nos ayuda a seguir contándonos, a seguir adelante hasta que se acabe el cuento. Porque finalmente la vida es un cuento.
—¿Dentro de los cuentos se está mejor que en la realidad?
—He dicho hace poco en una entrevista, y se ha repetido porque ha llamado la atención, que yo he vivido con más intensidad en los libros que en la vida. Porque yo no he sido una persona aventurera como Hemingway, que le encantaba matar elefantes e irse a África. Al final ya no le quedó nada que matar y se mató a sí mismo. Y era un tipo muy vitalista y tal. Pero a mí me dices: «Oye, ¿qué prefieres? ¿Hacer un safari en África o meterte debajo de la cama de tus padres?». Pues yo hubiera elegido meterme bajo la cama de mis padres, porque creo que en lo doméstico y en lo cotidiano está lo más misterioso. Y por eso mismo he vivido más dentro de los libros que fuera de los libros. Las experiencias lectoras me han provocado emociones fortísimas que quizá la vida no me ha provocado.
—Otra cosa muy reconfortante de los cuentos es que no hay casualidades.
—Este es un asunto complicado. Lo que diferencia justamente la literatura de la vida, o una de las cosas que las diferencian, es que en la vida todo es contingente. Todo puede pasar o puede no pasar, y no sabemos de qué depende que pase. Es decir, que si yo ahora al salir me cae una teja en la cabeza y me mata, nadie dirá que es inverosímil. Porque la realidad tiene a su favor el hecho de que ha pasado. Por lo tanto, la realidad no nos la planteamos en términos de verosimilitud. Ha pasado, ya está: «Pobre Juanjo, ha tenido mala suerte». No dirán que es imposible. Ahora, si en una novela o en un cuento a alguien le cae una teja en la cabeza, eso tiene que estar al servicio de algo. No puede ser por casualidad, no puede ser una contingencia. Lo que diferencia a la literatura de la vida es que en la literatura todo es necesario. Si en un cuento sobre un material ese material no está al servicio de nada, pues sobra, hay que quitarlo. Y en la vida sobra casi todo.
—Hay contingencias que aparecen en la literatura que el lector popular achaca a que el escritor es muy vago. Por ejemplo, sin justificación, que de pronto el malo muera atropellado.
—Es que muchas veces lo que sucede es que no se solucionan las cosas. Deus ex machina, que se llama. Es decir, que tú no sabes cómo solucionar una cosa y decides que le pille un coche. Te dirán: «No, esto tendría que estar justificado». La vida no tiene lógica interna alguna, pero tú a una novela le exiges que tenga una lógica interna y que los materiales se relacionen entre sí. En la vida los materiales no se relacionan entre sí. La vida es producto absoluto del azar. Si lo piensas, todo lo que ha ocurrido en tu vida dependió de que salieras de casa cinco minutos antes o cinco minutos después. Es así. Lo que pasa es que, como es insoportable vivir con esa idea, fingimos que nuestra vida es el resultado de una planificación. Porque eso es mucho más tranquilizador, pensar que todo es producto de la planificación. Pero no es cierto: la vida es producto del azar. De repente, una llamada telefónica te pone todo patas arriba. De repente, en China alguien se come un murciélago y organiza un pifostio mundial. No sabemos nada. Pero fíjate, el azar llevado a estos extremos que yo te estoy exponiendo, que son brutales y creo que son así, es la otra cara de fatum, del destino. Porque también podríamos decir que todo está determinado, que lo que pasa es que nos falta información.
—Esa es la base de las creencias religiosas.
—Claro, claro. «Dios lo habrá hecho por algo».
—Los caminos del Señor son inescrutables.
—«Oiga, pero Dios ha matado a mi padre, a mi madre, a mi hermano». «Es que es un misterio, pero lo ha hecho por algo». Bueno, pues ya está. Lo ha hecho por algo. En definitiva: la otra cara del azar es el destino. El azar, si tú lo piensas, está planificado de puta madre. Porque para que una cosa suceda tienen que haber sucedido muchas pequeñas cosas, y dices: «Joder, ¿cómo ha planificado esto un azar?, ¿con qué talento ha planificado esto un azar para que suceda esto que era imposible que sucediera?». O sea, que cuando hablamos de azar en estos términos que yo estoy hablando, luego inmediatamente pienso que a lo mejor es la otra cara del destino y está todo determinado. El azar es diabólico. Tú te pones a pensar en un suceso importante de tu vida y dices: «Vamos a ver, para que esto sucediera…». Por ejemplo, te toca la lotería. Para que esto sucediera tuve que salir yo un día, que no tenía que salir, a hacer una gestión a un banco, pero yo no salgo habitualmente a esa hora, y dio la casualidad de que pasé por delante de una administración de lotería, que estaba vacía. De repente pensé: «¿Por qué no?». Y entré y me preguntó la lotera que qué números quería. Y me dije: «Pues que elija ella». Porque si hubieras elegido tú, pues no… Y ella pues resulta que es partidaria de los números que terminan en siete. ¡Es una locura! Con que hubiera fallado solamente un elemento de esos, que tú hubieras salido de casa cinco minutos más tarde, ya no te hubiera tocado la lotería. Piensas: «Qué bien se lo ha trabajado el azar».
—Y eso porque no entramos en los aspectos físicos de la rotación de las bolas, el niño sudoroso, o no sudoroso, que las saca…
—Claro, ¡qué minuciosidad la del azar! Es que en nuestro propio nacimiento, si lo piensas, que de trescientos millones de espermatozoides tuvo que ser ese el que fecundara el óvulo, tuvo que ser ese óvulo y no otro para que yo viniera al mundo. O sea, yo soy producto absoluto del azar. ¡Trescientos millones de espermatozoides y tuvo que ser el tonto ese!
—Por eso a mí me encanta la escena de Todo lo que quería saber sobre el sexo, de Woody Allen, donde están los espermatozoides.
—Están ahí esperando, acojonados, en la puerta.
—Exacto. Y se rumorea que algunos que salieron por ahí antes acabaron estampados en una pared. (nos reímos)
—Es la parte maldita. Creo que era un libro de Ronald Barthes, que leímos mucho nosotros en nuestra juventud, un libro muy interesante, que habla precisamente de los doscientos noventa y nueve millones de espermatozoides que fracasan. O de todas las piñas que caen de un pino y miles de piñones caen al suelo y solamente uno arraiga, a lo mejor. Entonces, a la parte fracasada la llama «la parte maldita». Pero claro, dice que sin la parte maldita la parte triunfadora no habría tenido éxito. O sea, que la triunfadora vive del fracaso de otra. Y a esa parte la llaman la parte maldita. A mí me gusta mucho esta idea de la parte maldita.
—Otra cosa que aparece en toda su obra y que aquí se explicita de nuevo: el tiempo. El tiempo literario frente al tiempo real.
—Acabamos de hacer todos una elipsis magnífica hace muy poco: a las dos eran las tres. Además es un truco muy cinematográfico: para hacer ver que pasa el tiempo ponemos un reloj que va moviendo sus agujas, muy frecuente en el cine. Hacemos una elipsis novelesca. Yo hacía muchas elipsis cuando tuve mi primer reloj, cuando era pequeño. Ahora le importan un pito los relojes a los niños, pero cuando yo era pequeño que te regalaran un reloj por la primera comunión era un rito de paso, era un rito de iniciación a la vida. Y entonces recuerdo que en clases de matemáticas, que las detestaba, adelantaba la hora, como haciéndome la fantasía de que adelantando un reloj adelantaba también la realidad. Pero luego llegaba a clase de lengua y hacía lo mismo y tal. Pienso que si realmente yo hubiera tenido ese poder de adelantando el reloj adelantar la realidad habría vivido muy poco. Me habría pasado la vida rapidísimo (nos reímos). Quiero decir, que en un cuento de cinco folios puede pasar toda una vida entera a base de elipsis. Pero si nosotros tuviéramos esa capacidad de hacer elipsis… Los momentos de dicha de ser humano son tan pocos que nos pasaríamos el tiempo haciendo elipsis.
—También habla de una característica de los cuentos de los Grimm, específicamente, que creo que se debe a la época en que fueron escritos: su tremenda crueldad. La escena de La Cenicienta y los pájaros sacándole los ojos a sus hermanastras de la que habla en Solo humo. Volvemos de nuevo al principio: esta crueldad tiene todo el sentido.
—Es que estos cuentos, como hemos dicho al principio, eran mapas de carácter moral donde uno se veía a sí mismo y se contaban para que tú pudieras elegir. Porque los seres humanos somos complejos y, por lo tanto, somos buenos pero somos malos también. Somos bondadosos pero somos perversos. Somos insolidarios pero somos solidarios también. Entonces, en estos cuentos aparecen arquetipos. El éxito de estos cuentos, que han atravesado siglos y siguen contándose y se siguen haciendo películas en Hollywood sobre ellos, es que representan arquetipos que están en el inconsciente colectivo. Entonces, ¿cuál es el problema del cuento, digamos, aseado, del cuento infantilizado? Mal dicho por mi parte lo de «infantilizado», porque el niño, ya te digo, es perverso también. El problema, sobre todo en las sociedades actuales donde se tiene uno o dos hijos y entonces son unas posesiones muy valoradas, es que nos hacemos una idea muy concreta del niño. Decimos: «El niño es un ser angelical, es un ser bondadoso, es todo bondad, es producto mío. Por lo tanto, no le puedo contaminar de la crueldad de los cuentos». Pero eso es falso, porque el niño es cruel. Entonces, si el niño no tiene posibilidad de verse en el espejo del cuento, el niño acaba creyéndose que es bueno, incluso cuando está arrancando las alas y las patas a una mosca. Arrancar las patas y las alas a una mosca es malo. Pero si a ti te dicen tus papás que tú eres bueno en un grado absoluto, pues harás crueldades. Por eso es muy importante que los cuentos no se edulcoren. El domingo pasado vinieron a comer a casa mis hijos y mis nietos. Y tengo una nieta de doce años. Y estábamos comentando esto precisamente. Mis hijos decían que esta versión de La Cenicienta no está en ningún sitio más que en el recopilatorio de los hermanos Grimm. Nos pusimos a hablar de Cenicienta: qué crueldad permitir esto, ya se habían quedado cojas las pobres, y ahora ciegas y tal… Y entonces, mi nieta estaba escuchando, con la boca abierta, porque el cuento que le interesaba era ese. No el que habían contado, no el de Disney. ¿Por qué? Porque también en esa crueldad se ve. Pero si se ve en esa crueldad, puede elegir: yo no quiero ser así. Yo quiero ser un personaje solidario.
—También es un deseo. Yo les sacaría los ojos, por lo malas que son.
—¡Cuánta gente no ha pensado «si pudiera le sacaría los ojos a fulano»! ¡O «lo mataría»! Hay una escena en El tercer hombre en la que Orson Welles y Joseph Cotten están arriba en la noria, arriba del todo. Y abajo, como hormiguitas, se ven a las personas. Y creo que le dice algo así: «Si te dieran mil dólares», creo, o algo así, «por cada persona que cayera con solo hacer así con el dedo…». ¿Cuántos caerían? Porque estás desafectivado, no lo ves, son como hormiguitas… Pues es verdad: cuántas veces hemos pensado: «Esta persona ojalá se muera». Afortunadamente no tenemos ese poder. Pero ya el propio deseo está contaminado de una cierta maldad. Si tú esa maldad la ves reflejada en un cuento, de niño dices: «Yo soy así, pero no me gusta ser así». Pero para que llegues a la conclusión de que no te gusta ser así tienes que reconocer primero que eres así. Y esta es la posibilidad que no se da en los cuentos edulcorados o en las películas de Disney, donde todo es bondad.
—Esto también desemboca en otra cosa. En el sentido de que tú puedes desear sacar los ojos a alguien pero distinguir que un deseo en la ficción o en el pensamiento no es igual que un deseo material. En su libro escribe: «Pero esto no es la vida, esto es un cuento».
—Esto es súper importante. Es lo primero que tienen que aprender los niños: que todo se puede pensar, pero no todo se puede hacer. Cuando se confunden esas dos dimensiones ocurren atrocidades en la vida real. Todo se puede imaginar. Hombre, uno debería llevar cuidado con lo que imagina, también es cierto. Pero bueno, sí es verdad que mientras no pase al acto, todo se puede imaginar. Pero, claro, no todo se puede hacer.
—Hay una batalla contra los estereotipos, cuando creo que son inevitables: la ficción requiere de ellos. ¿Le parece?
—Si cuando dices «estereotipos» dices «arquetipos», desde luego debemos utilizarlos, porque ya te digo, el personaje del cuento de la tradición oral se relaciona mucho con el mito, y el mito es necesario, porque el mito traduce una generalidad que nos concierne. El mito es absolutamente necesario para la vida. Cuando decimos que tal personaje es mítico es porque tenemos algún grado de identificación con él.
—Lo digo en el siguiente sentido, por ejemplo, una cosa muy montuna: pues que en el estereotipo del malvado sus rasgos sean canónicamente feos. En un cuento, no me refiero a una novela intrincada para adultos.
—Vamos a ver. Se suele decir que la novela contemporánea aparece cuando aparecen personajes complejos. Es decir, aquellos que no son ni todo bondad ni todo maldad. En La isla del tesoro, por ejemplo, hay un personaje que parece que es malo, pero luego resulta que es bueno, y tal, con complejidad. Ahora bien, en los cuentos de la tradición europea, donde aparecen personajes arquetípicos, también hay un grado de complejidad, porque el grupo forma un individuo complejo. El personaje arquetípico sirve precisamente para que uno pueda diferenciar lo bueno de lo malo, lo altruista de lo egoísta. Hombre, es verdad que hoy día tiene poco sentido, seguramente, escribir una novela con personajes muy estereotipados en ese sentido, pero es que nosotros estamos hablando de una historia literaria, porque estamos hablando de los cuentos. Y en esos cuentos, donde los personajes estaban no diría estereotipados sino que poseían rasgos universales, eso tenía una función. Esa función no solamente no ha cesado, sino que esos cuentos se siguen contando y se siguen haciendo producciones de Hollywood. Algo tienen dentro que sigue haciéndolos eficaces.
—La figura del padre es una constante en su obra, y ese momento freudiano de reconstrucción del padre. ¿Eso a usted no le ha pasado? ¿Necesitó reconstruir al padre? Y si no es así, ¿por qué lo reconstruye una vez y otra en su obra?
—Todo el mundo necesita reconstruir al padre, porque muy pocas personas han tenido el padre perfecto, el padre que deseaban. Siempre digo que es curioso que cuando hablamos de prótesis, la gente piensa en un brazo ortopédico, en una pierna ortopédica. Pero nosotros, los seres humanos, estamos llenos de prótesis mentales, de prótesis psicológicas. Entonces, casi todos tenemos un padre protésico. Es decir, un padre al que hemos añadido virtudes o defectos, según, que no tenía. A lo mejor la persona que ha tenido un padre muy autoritario se crea la prótesis de un padre más benévolo. O el que ha carecido de un padre que le pusiera límites él mismo se los pone muy rígidos porque se ha creado una prótesis mental de padre. Todos en alguna medida, porque necesitamos conocer nuestros orígenes, necesitamos venir de algo. Todos somos descendientes de un legado como grupo y como individuos. A mí el tema de la paternidad y de la filiación me interesa muchísimo, porque además me pregunto cómo es posible que gente de cuarenta o cincuenta años, que a esa edad descubren que han sido adoptados, en seguida empiezan a buscar a su familia biológica con una necesidad brutal de conocer sus orígenes. Los seres humanos necesitamos conocer nuestros orígenes, por eso existe esa disciplina llamada Historia, porque necesitamos saber de dónde venimos. Ya que no sabemos a dónde vamos, por lo menos saber de dónde venimos. Es un asunto que a mí me interesa muchísimo, y lo planteo en el libro con un chico que no ha conocido a su padre pero que se ha ido haciendo una prótesis de padre. Y ahora quiere comprobar en qué medida obedece a la real y se pone a investigar quién era ese señor.
—A su vez él acaba, no sé si desvelo algo, siendo padre. Es decir, ¿qué significa ser padre?
—Es una continuidad. Aparte de que hay un mandato biológico que es difícil de obviar, aunque haya gente que lo obvie con mucha fuerza de voluntad. Para la Biblia, donde hay aciertos increíbles, resulta que solamente tenemos un mandato: creced y multiplicaos y conquistad la Tierra. Ya lo hemos hecho. Ya hemos cumplido la misión, ya podríamos suicidarnos. Hemos crecido, nos hemos multiplicado y hemos conquistado la Tierra absolutamente y estamos a punto de destruirla. Entonces esta novela, por su temática, era perfecta para desarrollar ese asunto de la paternidad. En ella no me refiero solamente a la paternidad en el sentido biológico sino también a la paternidad de nuestros productos. Por ejemplo, de nuestros libros. Este hombre, padre del protagonista, es un hombre que ha fracasado como padre biológico y como padre de una novela que intentó escribir. También somos responsables de lo que hacemos. Porque los libros finalmente son hijos nuestros.
—La penúltima: le voy a pedir lo que piden algunos cuentos. ¿Solo humo qué moraleja tiene, si la tiene?
—No escribo con moraleja. La novela de tesis, como tú sabes, tiene muy mala prensa. ¿Por qué tiene? Porque se supone que alguien que escribe una novela para demostrar una tesis o para extraer una moraleja de ella, se supone que va a retorcer los materiales para alcanzar esa tesis y que por lo tanto va a perder de vista la verosimilitud, la lógica interna… Y va a escribir una mala novela. Y eso en gran medida es verdad. Las novelas de tesis con mucha frecuencia fracasan por esa intención. Sin embargo, toda novela buena es de tesis. Otra cosa es que esa tesis esté explícita. De toda novela buena se desprende una sabiduría. Ahora, tú me dices ¿cuál es la que se desprende? Pues no sé, porque eso en gran medida es inconsciente. O sea, la relación entre escritor y lector es de inconsciente a consciente porque si no, yo escribiría ensayos. Si yo lo tuviera todo muy claro escribiría ensayos, no escribiría novelas. El ensayo llama a razón, mientras que la lectura novelesca llama al inconsciente. Luego es verdad que hay gente con mucha capacidad de reflexión, críticos literarios, ensayistas, que dicen «pues esta novela está bien, está a tal servicio de esto», patatín, patatán… A mí me dicen cosas de mis novelas que yo no había pensado y están ahí, es verdad. No las había pensado pero estaban en mi inconsciente.
—Este fin de semana ha salido una buenísima reseña en el suplemento La Lectura de El Mundo de esta novela. ¿Qué nivel de importancia le da a la crítica, sea buena o mala?
—Sentimentalmente siempre te afecta. No me gustaría ser uno de esos escritores que dice: «No, yo no veo nada»… No sé si dicen la verdad o no. Yo sí lo leo y me afecta. Eso sí, no me afecta como cuando era joven. Quiero decir que no me destroza el día, pero prefiero que las críticas sean buenas, y la verdad es que la de este suplemento era estupenda.
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