El origen de Una luz en la noche de Roma se encuentra en un misterioso correo electrónico enviado por un fraile de la Orden de San Juan de Dios a Jesús Sánchez Adalid. Ese email esbozaba las líneas generales de cierto acontecimiento histórico que el escritor extremeño no podía dejar escapar. La investigación realizada a partir de aquel momento reveló la existencia de unos documentos ocultos a la luz pública desde hacía ocho décadas.
En este making of, Jesús Sánchez Adalid cuenta el origen de Una luz en la noche de Roma (HarperCollins).
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En 2018 recibí un mensaje por correo electrónico que comenzaba así:
Estimado don Jesús.
«No quiero invadir su intimidad por el momento, y por esto prefiero escribir. Y cuando no le interese esta conversación escrita, pues no la siga y punto…
Le adjunto un hecho histórico acaecido en nuestro Hospital de la Isla Tiberina de Roma, sobre el que algunas televisiones (de USA y Polonia) e investigadores de la historia desean obtener información. Ese interés ha aumentado de manera considerable últimamente. De forma resumida, trataré de contárselo en estas líneas.
Durante la ocupación nazi de Italia en la II Guerra mundial, en 1943, hubo, como sabrá, una persecución de la Comunidad judía de Roma, que básicamente se concentraba en el Ghetto, siendo, por tanto, vecina de nuestro Hospital, que se encuentra en la Isla Tiberina. Solo nos separa del barrio judío el puente Fabricio…»
Aunque el remitente no se presentaba inicialmente ni daba indicación alguna sobre su persona, su intención era evidente: me ofrecía el posible tema de fondo para un relato. Lo cual no es nada raro en mi caso. Porque, dada la temática histórica de la mayoría de mis novelas, resulta frecuente que se pongan en contacto conmigo para ofrecerme hechos que podrían servirme —según su criterio— como base para un argumento. A veces son historiadores, archiveros, periodistas o arqueólogos; otras, sencillos lectores. Siempre lo agradezco y suelo prestar atención a estas amables informaciones.
A continuación, el mensaje exponía el acontecimiento. Aunque la descripción era un resumen muy sucinto, enseguida percibí que se trataba de unos hechos verdaderamente sorprendentes, apasionantes. Por otra parte, parecía que el remitente evitaba asumir cualquier clase de protagonismo en ellos. Acudía a mí con el único fin de ofrecerme esa historia, pero no se consideraba en absoluto parte de ella, ni pretendía arrogarse el mérito del potencial interés que los hechos suscitaran en el escritor. Y el fundamento de esta manera de obrar se vislumbraba con solo descender con la vista hasta el pie del escrito. Se identificaba por fin como “hermano Ángel López Martín”, llanamente, sin ninguna otra indicación sobre su cargo, ocupación o relación con ese lugar de Roma que nombraba como “nuestro Hospital”. Actuaba pues como un mero intermediario.
Yo sabía que en la Isla Tiberina se halla desde antiguo un centro hospitalario regentado por la Orden de San Juan de Dios, conocido popularmente entre los romanos como Fatebenefratelli (en español, “Haz el bien hermano”), pero cuyo nombre oficial es Hospedale San Giovanni Calabita. Quien me había escrito era seguramente uno de los religiosos que prestan servicio en dicha fundación. Respondí al correo dándole mi número de teléfono e invitándole a entablar un contacto más directo por esta vía. La llamada no se hizo esperar. El hermano Ángel López Martín resultó ser, en efecto, uno de los frailes de la Orden de San Juan de Dios, superior de la comunidad y buen conocedor de mi obra. Tras los primeros saludos, me hizo saber que es español, extremeño de origen, como yo, aunque lleva muchos años viviendo lejos de nuestra tierra a causa de sus labores religiosas. Luego vino la explicación del motivo principal por el que había decidido poner en mis manos aquellos hechos históricos: consideraba que encerraban algunos detalles delicados que yo podría tratar —según su personal apreciación— con la hondura y la honestidad que requerían. A continuación, fue desgranando los acontecimientos y me ofreció amablemente toda la documentación que había ido reuniendo. Mi interés creció y convine con él la manera de avanzar en un estudio más exhaustivo.
Pocos días después, recibí el conjunto de artículos, cartas, entrevistas y testimonios enviado desde Roma por el hermano Ángel. Con estas premisas, inicié una ardua investigación que me iba a conducir hacia los archivos y registros documentales donde se han ido recopilando los nombres y datos biográficos de millones de víctimas del Holocausto. Curiosamente, los comienzos de mis pesquisas coincidían con la decisión del Vaticano de hacer públicos más de 2.700 expedientes de peticiones de ayuda de judíos de toda Europa durante la persecución nazi, que con anterioridad estaban conservados en el antiguo “Archivo Secreto”, y que hoy forman parte del Archivo Histórico de la Secretaría de Estado del Vaticano. Además, el Archivo Central del Estado Italiano acababa de publicar 322 entrevistas en vídeo hechas a judíos italianos perseguidos por los nazis en Roma y de supervivientes de los campos de concentración. Luego acudí a la Shoah Foundation Institute Steven Spielberg, que contiene 52.000 testimonios personales en 32 lenguas y provenientes de 56 países. Esta impresionante colección, además de documentar con nombres, hechos y episodios de judíos italianos, me ofrecía un extraordinario retrato inédito de la vida judía europea desde 1918 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, con recuerdos y descripciones de las costumbres, de las tradiciones populares y religiosas, y una completa relación de las diversas comunidades y dialectos hebreos de la época. Mis indagaciones acabaron finalmente en los Archivos de Yad Vashem, que comenzaron a funcionar en 1946, y que contienen unos 180 millones de documentos, la colección más grande del mundo sobre el Holocausto.
Cuando estaba inmerso en lo más arduo de esta investigación, recibí un testimonio de primera mano realmente valioso. Ángel López Martín me puso en contacto directo con fray Giuseppe Magliozzi, religioso de la Orden Hospitalaria, doctor en Medicina y Cirugía e historiador, que había realizado un exhaustivo trabajo de indagación sobre los acontecimientos. Fue contemporáneo de los hechos, aunque era apenas un niño, y conoció en persona a los protagonistas supervivientes, recibiendo el testimonio directo de sus experiencias. Mi conversación con él resultó apasionante, pues me dio datos muy precisos, desgranando un relato elocuente, lleno de anécdotas que recordaba muy vivas.
Como resultado de esta primera búsqueda, reuní una buena relación de nombres e historias, aunque concisas, de familias que habían formado parte de aquellos sucesos acaecidos en el hospital Fatebenefratelli. Tenía ya a los protagonistas del posible relato. Pero eso no es lo que más me empezaba a cautivar, sino la tremenda realidad que les tocó vivir a esas personas y la manera en que afrontaron la gran tragedia que les rodeaba. A medida que más indagaba, más me sorprendía, más me atrapaba aquella historia y tenía mayor deseo de escribirla. El maravilloso viaje al pasado comenzaba. Y la profundidad humana que se me prometía en el itinerario resultaba irresistible. Pero me topé muy pronto con los escollos…
Aunque la veracidad del hecho histórico de base, por fantástico que pudiera parecer, resultaba incuestionable, no bastaba con referirlo sin más. Para armar un relato vivo y convincente, se necesitaban más detalles, los pormenores de las vidas de esas personas con anterioridad a la desventura que les esperaba. ¿Quiénes eran en verdad? ¿Cómo eran? ¿Cómo pensaban? ¿Qué les preocupaba? Es decir, no bastaba con los nombres y la procedencia. Había que dar con los testimonios precisos, con las vidas reales, con las desdichas personales y la propia apreciación de los acontecimientos de aquellos que los sufrieron. Algunos pudieran estar vivos todavía; y otros muchos seguramente habrían muerto, por lo que debía ponerme en contacto con sus descendientes. Entonces inicié un periplo un tanto caótico y agotador para localizar números de teléfono y direcciones de correo electrónico, al cual siguieron muchas llamadas telefónicas y el envío de mensajes. Como respuesta obtenía escaso interés, evasivas y casi ninguna información nueva. Comprobaba, sorprendido, que mis eventuales colaboradores no deseaban sacar a la luz circunstancias y hechos dolorosos en extremo. No se mostraban dispuestos a airear recuerdos duros, desagradables, cuando no poco heroicos o nada ejemplares. Me enfrentaba a la lógica reticencia y al pudor que suele envolver la infausta historia del todavía próximo siglo XX. Al fin y al cabo, se trata de las vidas de los padres y abuelos… La memoria no ha sido purificada del todo, no ha transcurrido tiempo suficiente y esas vidas se sienten todavía recientes.
Y no me consideraba autorizado siquiera para comenzar la escritura sin esa información. No me parecía honesto ni justo inventar un mundo del todo desconocido para mí. Con épocas más antiguas me permito en mis novelas mayores licencias, pero no lo iba a hacer con el cercano siglo XX. De hacerlo, faltaría un elemento fundamental en la consistencia de la historia: el cumplimiento con el principio de verosimilitud. Soy de los que consideran que, para que un escrito narrativo resulte verosímil, es decir, que parezca verdadero, no debe entrar en contradicción con nuestros conocimientos de la realidad. Y no hay que confundir esta palabra, “verosimilitud”, con “veracidad”, o cualidad de verdadero. Porque tampoco el relato tiene por qué ser una copia exacta, como lo es una fotográfica de la imagen de la realidad. Si bien, cuanto más se aproxime a la verdad estricta, aumentará su fuerza narrativa, con tal que no se confunda jamás con ella. Y eso requiere un esfuerzo añadido, además de fabular: acercarse el narrador al conocimiento de esa verdad estricta cuanto pueda. Porque la mayor dificultad que el creador tiene que superar es la de hacer que sus personajes hablen y obren de modo que sus acciones y palabras correspondan exactamente con lo que individuos reales harían y dirían si se hallasen verdaderamente en las circunstancias que él les atribuye. Lo cual exige un buen juicio sobre tales circunstancias. Bien sé que el escritor que acierta en esto no defrauda, por extravagante que pueda ser su ficción original.
Pues bien, mi frustración iba en aumento a medida que más me esforzaba en vano tratando de conseguir los testimonios personales de los familiares de mis protagonistas. Y cuando ya estaba a punto de desistir, se produjo el milagro inesperado. Porque yo lo viví efectivamente así, como un verdadero milagro. Una noche recibí la llamada de alguien que antes me había manifestado con rotundidad que no deseaba en ningún caso compartir con escritores o periodistas esa memoria familiar conservada en secreto durante más de siete décadas. Ahora reconsideraba finalmente su decisión. Iba a hablar. Esta persona vive en un país de Hispanoamérica, había leído algunas de mis novelas y me dijo que confiaba en mi honestidad. Para mi alegría, declaró en principio que iba a referir lo que les sucedió a sus antepasados que vivieron en Italia durante la segunda Guerra Mundial. Y digo “en principio”, porque, antes de nada, imponía una condición sine qua non: yo no podría desvelar los nombres reales de los protagonistas, ni dar cualquier referencia o dato que pudiera identificarlos. Esta exigencia afectaba tanto a la posible novela como a la posterior campaña de promoción que pudiera hacerse en torno a ella. Y no bastaba con mi palabra. Para asegurar su anonimato y el de sus familiares, me obligaba a firmar un instrumento notarial con el compromiso formal de cumplir con esta voluntad. Justificó la medida alegando que no quería ser molestado en modo alguno tras la posible curiosidad que pudiera suscitar su historia familiar en los medios de comunicación, dado que hoy día es una conocida figura empresarial en su país y temía que su personalidad pública quedara empañada. Le rogué que al menos me dejara agradecerle en un epílogo su generosidad. No aceptó. También le pedí que me permitiera grabar las conversaciones. Lo prohibió tajantemente. Intenté que me enviara copias de documentos, fotografías, cartas, etc. Tampoco accedió a esto. No me entregaría material gráfico alguno y solamente hablaría conmigo por teléfono. Yo debería tomar mis propias notas. Exigía además que la serie de llamadas telefónicas necesarias tuvieran lugar solo una vez al día en horario fijo, a las 12 de la noche, hora española, y no podrían alargarse por más de una semana. Estas eran sus condiciones. Ante su firme determinación, no me quedó más remedio que suscribir el contrato que me envió.
Todavía temí que se arrepintiera antes de la primera llamada. Pero el lunes siguiente, a la hora estipulada, descolgó puntualmente el teléfono y se manifestó cordial desde el principio. Comenzó hablando despacio. Observé que no le resultaba molesto tratar sobre aquello. Tenía estructurado a la perfección su relato. Al oír el ruido del paso de hojas, comprendí que lo conservaba ordenado en papeles. Y así, de manera sistemática, fue aportando nombres, datos, hechos, peripecias… Se trataba de una ingente cantidad de información directa recibida de forma oral de sus padres y abuelos, que seguramente él u otro familiar cercano había ido poniendo por escrito. Yo escuchaba atónito y no necesitaba interrumpirle demasiadas veces. Porque contaba aquella historia con la conciencia de un verdadero biógrafo y el entusiasmo conmovedor de quien conoce los hechos profundamente. Ante mí, la historia brotaba paso a paso, cobraba sentido y se llenaba de existencia y de verdad. Todo aquello era como una revelación… Justo lo que necesitaba. Mi relato estaba allí, ¡vivo y palpitante! Se me ofrecía un verdadero regalo. Y desde el primer instante ya deseaba escribirlo.
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Autor: Jesús Sánchez Adalid. Título: Una luz en la noche de Roma. Editorial: HarperCollins. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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