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Lepisma y los focos - Quim Carro - Zenda
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Lepisma y los focos

Mandarinas. Pimientos. Guacamole… …pisma sospecha que dibujo cómics sobre ella, como yo tengo la intuición de que mi psiquiatra publica esas mismas viñetas y mis escritos en alguna web. Quizás no debería preocuparme. Al fin y al cabo, aunque no siempre lo reconozcamos, a todos nos gusta que nos vean. Si algún periodista nos hace...

Mandarinas.

Pimientos.

Guacamole…

…pisma sospecha que dibujo cómics sobre ella, como yo tengo la intuición de que mi psiquiatra publica esas mismas viñetas y mis escritos en alguna web. Quizás no debería preocuparme. Al fin y al cabo, aunque no siempre lo reconozcamos, a todos nos gusta que nos vean. Si algún periodista nos hace una pregunta siempre acabamos con un “Oiga, ¿y esto cuando lo echan?” y ¿acaso cuando somos niños no saludamos a los aviones que nos sobrevuelan pensando que nos van a ver? Por no hablar de las redes sociales, claro. De hecho, igual que a Lepisma le gustan los focos, a mí también me gustan las cámaras: pero no cuando estas me enfocan, que entonces saco la versión más torpe de mí mismo y mis gestos se contraen en una pose artificial que denomino cara de foto. No, lo que me gusta es trolear, y lo hago desde antes de que existiera ese término. Si veo a una pareja haciéndose una instantánea acaramelada, acelero el paso para aparecer en un segundo plano, mirando a la lontananza; en fotos de grupo, aparezco por allí con cara de intensito, y cuanto más seria y formal parezca la escena, más me gusta formar parte del elenco como extra no invitado ni deseado. Sé que jamás veré esas imágenes, pero me gusta imaginar cuando piensen “¿Qué hace ahí ese imbécil?”. La fotografía digital restó gracia, también el Photoshop con el que ahora pueden borrarme, pero cuántas veces antaño, cuando se revelaba el carrete con toda la ilusión tras una larga espera y, por qué no decirlo, desembolso económico, yo me convertiría en el protagonista desde mi segundo plano y mi pose pseudointelectual. Pero lo que más me gusta imaginar es que, con el tiempo, acabaría siendo una presencia familiar con la que sonreirían y sobre la que comentarían al desempolvar el viejo álbum de fotos.

—¿Quién es este señor, papá? 

—No lo sé, hija, pero tras tantos años de verlo comiendo una ensaimada detrás de tus padres ya es como si fuera de la familia.

Sólo en una ocasión me topé con una persona que me reconoció por una de esas fotos. Fue, como no, durante mi ingreso en el psiquiátrico de San Humbértigo. Diego Coscarelli, argentino pero con la locuacidad de un finlandés, llevaba días observándome hasta que un día se decidió y me dijo:

—Yo te conozco.

Sabiendo de su origen esperé a que se explayara, pero como permaneció en silencio, tuve que arrancarle las palabras: me explicó que hacía años, en una excursión al palacio de la Aljafería en Zaragoza, se hizo una foto con sus amigos pero que al revelarla todos quedaron eclipsados por un joven que, detrás de ellos, hacía como que fumaba pero sin portar ningún cigarrillo: por supuesto era yo. Tamaña casualidad me hizo mucha ilusión, alargué mi mano pero no me la estrechó.

—Yo nunca saludo.

Esta vez decidí no obligarle a explicarme el porqué, pero sí le hablé de mi teoría de que nos gusta ser vistos, y al ponerle el ejemplo de saludar a los aviones, su tez se tornó lívida:

—Es por eso por lo que nunca saludo—segundos de silencio.

—Ostras, Coscarelli, pues esto me lo tienes que explicar sí o sí.

A base de monosílabos, acabó contándome su historia. Él había sido un niño feliz y parlanchín y, como todos los chavales, saludaba a todo aeroplano que le sobrevolara con la ilusión de que le viera desde el cielo. Harto de que ningún avión tocara el claxon o le hiciera luces, un día, al pasar uno le gritó:

—¡Así te estrelles, boludo, qué te costaba responder al saludo, maleducado!

Ese reactor era el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, era el 13 de octubre de 1972, poco después se estrellaba en la cordillera de los Andes, y los supervivientes acabarían devorando los cadáveres de sus compañeros para poder sobrevivir. Coscarelli siempre se responsabilizó de ese accidente y decidió que algo así nunca más volvería a pasar si, sencillamente, él no volviera a saludar a nadie.

Han pasado meses desde esa conversación, a mí me dieron el alta y ahora estoy en casa pensando en ello porque he escuchado pasar un avión. ¿No es demasiada casualidad? ¿Qué probabilidades había de que me encontrara en un psiquiátrico a alguien a quien troleado su foto? ¿De verdad un niño había maldecido un vuelo chárter y provocado un accidente? ¿No es todo demasiada casualidad? ¿No será que, al igual que Lepisma sospecha que estoy dibujando cómics sobre ella, yo no estoy empezando a sospechar que alguien está escribiendo sobre mÍ? ¿Y si no soy más que un personaje en una ficción absurda? Yo que sé, si yo sólo quería escribir la lista de la compra, empiezo a pensar, y me lío, me lio…

…nesas.

Magdalenas.

Ensaimadas. (3)

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Quim Carro

Quim Carro (Tarragona, 1973), autor de Divitos y coleando, es licenciado en Historia y un apasionado de la creación de relatos, ya sea en viñetas de cómic o en páginas manuscritas. @QuimCarro

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