Un piloto de combate que es abatido por los japoneses salva milagrosamente su vida en una balsa inflable y llega exhausto a una isla. Estamos en la Segunda Guerra Mundial, y el norteamericano descubre que justo en aquel solitario pedazo de tierra y vegetación rodeado de océano, pernocta otro sobreviviente: un soldado del imperio del Sol Naciente, que intenta eliminarlo. A partir de entonces se desata una violenta partida de ajedrez, que reproduce en proporciones reducidas la gran guerra, entre esos dos hombres entrenados que van ganando y perdiendo, que alternativamente pasan de cazadores a prisioneros, y que se gritan sin comprenderse, puesto que ninguno domina el idioma del otro. Ése es el planteamiento inicial de Infierno en el Pacífico, un clásico del inglés John Boorman que reunió en una interpretación antológica a una estrella mítica de Kurosawa (Tōshiro Mifune) y a un actor emblemático de John Ford (Lee Marvin). Aseguran que durante el riguroso rodaje, los dos actores se hicieron muy buenos amigos, al calor principalmente del whisky y del sake. El film, sin embargo, resulta estremecedor, no por su crueldad latente (nunca llegan a pelear cuerpo a cuerpo) sino por el odio que al principio se prodigan esos dos náufragos perdidos y por la ferocidad de la naturaleza, que los acorrala y los castiga. Sin la voluntad real de asesinarse, con una rara humanidad de última instancia, finalmente se aburren de combatirse, se entregan a la frustración y acaban dándose cuenta de que deben construir juntos una balsa con troncos y ramas de bambú para salir de aquella cárcel inhóspita y salvar su pellejo. Deponen entonces el rencor y las agresiones y fabrican no sin dificultades aquella precaria embarcación; en ese punto ocurre una escena inquietante: el nipón le saca filo a los dos cuchillos que tienen, y el yanqui lo mira, inerme y desconfiado, creyendo que al cabo lo apuñalará, pero su antagonista hace todo lo contrario, y salen juntos al mar, y sobreviven a la rompiente, a una tempestad destructiva, al hambre y a la sed, hasta que divisan una costa nueva y silenciosa. Allí llegan arrastrándose y encuentran un campamento abandonado: Mifune se adelanta porque parece un enclave japonés, pero Marvin ve también huellas del ejército norteamericano y sale del follaje y grita: “No disparen, es mi amigo”. Ya no queda nadie en ese lugar donde hubo una refriega devastadora entre los dos bandos en pugna, y los náufragos se bañan, de afeitan, se visten con ropa seca, se emborrachan juntos, se siguen hablando en idiomas que no entienden y recuerdan, ojeando un ejemplar de la revista Life, las crueldades de la guerra que libran sus compatriotas. Vuelve entonces el resquemor entre ellos: la amistad forjada en la odisea se esfuma y cada uno regresa a su papel y decide tomar un rumbo diferente.
Esta obra maestra sin concesiones desnuda no solo las vetas psicológicas de los conflictos bélicos, sino cualquier dinámica amigo-enemigo que fatalmente se alimenta de prejuicios, rivalidades, rencores, ambiciones, narcisismos y malentendidos especulares. La película puede, por lo tanto, servir como un estudio de polarizaciones extremas y de acercamientos tácticos. El mundo occidental parece inmerso en esas pesadillas binarias, pero la Argentina combina una grieta profunda —una “guerra civil de los espíritus”— con una inclemencia económica solo comparable a la catastrófica tormenta que azotó nuestros lares en 2001. Una lógica directa haría pensar que, en medio de la desesperación colectiva, las partes enfrentadas podrían renunciar a sus mutuos enconos, unir fuerzas y construir la balsa salvadora; ese sentido común asoma en las encuestas y hace emitir consignas ingenuas y facilongas a determinados candidatos, que miran primero la nube de palabras y luego van a la televisión a recitarlas como panelistas. El asunto, sin embargo, no es tan sencillo como lo presentan ciertos pacifistas de salón, empeñados en igualar a unos y a otros para ponerse por arriba: se acumulan en el campo republicano voces apaciguadoras e ilusionadas que jamás obtienen una respuesta al otro lado de las líneas. No hemos encontrado todavía un kirchnerista de paladar negro que responda las señales de luces en mitad de la noche más oscura: no solo persisten en hablar un idioma propio y a veces ininteligible; también se encargan de demostrar cada día que el problema de la patria es precisamente el otro, y que el juego consiste en luchar hasta doblegarlo e imponerle sus condiciones. Que precisan de un Nuevo Orden y no una alternancia con los molestos acuerdos de una democracia liberal. La grieta fue creada por la dinastía Kirchner y sus ideólogos setentistas, y es consustancial a su proyecto de fondo: sin esa política agonal, sin esa fractura permanente, está en peligro su propia conciencia identitaria.
Una muestra cabal de esa patología divisionista pudo verse esta semana en la Cámara de Diputados, cuando el jefe de Gabinete cargó ferozmente contra el campo argentino, acusándolo de haber iniciado la “violencia política” en 2008. La acusación no solo es falsa, sino tremendamente grave. No digiere el kirchnerismo, que es un movimiento autoritario, la rebeldía ciudadana frente a determinadas políticas, ni siquiera las protestas llevadas a cabo democráticamente, como las que impulsaron la agroindustria, los chacareros y el campesinado, que fueron acusados de ser herederos de las dictaduras militares y de la antigua oligarquía, que fueron vejados por sus militantes, y a quienes hoy ordeñan de rodillas —con el dólar soja— para que el peor gobierno de los últimos 40 años no vuele por el aire. El desastre de la 125 se ha convertido ahora en el puntapié inicial de una presunta violencia política que se entronca con los “discursos de odio” supuestamente producidos por los medios y convalidados por la oposición republicana; todo ello produjo un intento de magnicidio, según el jefe de ministros de los dos Fernández: Rossi también pretende ser un candidato bendecido por Cristina. Como se ve, regresan los grandes hits del pasado. El campo despreciado, los republicanos cascoteados (también con catorce toneladas de piedra) y los periodistas críticos son los renovados “enemigos del pueblo”. Y la plaga resulta el endeudamiento, no el déficit fiscal, que es el que provoca deuda, ajuste o inflación, o todo eso al mismo tiempo, como se ha demostrado en el exitoso programa de Sergio Massa. Los hits desafinan y dan vergüenza ajena, pero se utilizan igualmente como una letanía para retener el núcleo duro y tapar el fracaso más estrepitoso de una facción que le ruega ayuda al imperio norteamericano y al FMI mientras con gran hipocresía los denuncia. Ni “Juan Domingo” Biden ni Donald Trump son líderes lúcidos y admirables, más bien todo lo contrario, y suelen proferir sobre la Argentina estupideces de distinta índole con sonrisas de propaganda de dentífrico, pero la Justicia de los Estados Unidos es capaz de procesar a un expresidente sin que se le mueva un músculo y de fallar contra la estatización de YPF realizada por el genial Axel Kicillof y su brillante madrina: una trastada de marca cañón, un monumento a la mala praxis que podría costarles hasta 17 mil millones de dólares a los argentinos. Todos estos desaguisados —los 18 millones de pobres, los 3.800.000 de indigentes, la inflación proyectada de 120%, la hemorragia dramática de las reservas, una beba que muere en la intemperie y la mishiadura a metros de la Casa Rosada— serán maquillados por un discurso de victimización falaz y de hostigamientos venenosos; la descomunal negligencia debe ser disimulada con más y más grieta. Está en su naturaleza, el discurso del jefe de Gabin lo anticipa; se preparan en caso de perder para deslegitimar cualquier triunfo que no sea el propio y para lanzar una campaña destituyente a la que llamarán pomposamente “la nueva resistencia peronista”. Volverán a asociarse con las mafias y a repartir suvenires de helicópteros, y no harán ninguna autocrítica como no sea prometer una radicalización mayor en el próximo turno. Al contrario que los antagonistas de Infierno en el Pacífico, no son capaces de firmar una tregua para salvar juntos lo poco que queda de esta isla abandonada a la buena de Dios. Que ellos mismos incendiaron.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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