Hace unos años escribí un artículo sobre aquellos terroríficos cuentos infantiles, en su forma genuina y primigenia, cuyas versiones medievales, a cuál más espeluznante, serían difíciles de encontrar ahora en librerías o bibliotecas. La cosa ha ido degenerando hasta niveles insospechados en los últimos tiempos, con la reciente persecución de la obra gestada por Roald Dahl o los avisos de retocar la de Ian Fleming, entre otros.
Vamos a ver, puestos a ser correctos, convengamos que se acabó esto de Sancho Panza, y así en las futuras ediciones tal vez aparezca como Sancho Lustroso. ¿Y en qué cabeza cabe que unos señores insignes, como los Duques del Castillo, pudieran llegar a vilipendiar —con mofas y risas entre sus vasallos— a todo un hidalgo don Alonso Quijano? —¡menudas blasfemias cometidas por el pobre Cervantes!—. Y en los Santos Inocentes de Miguel Delibes, ¿qué hacemos con el pobre Azarías? ¿lo condenamos a jugar ahora al ajedrez? Y en La Odisea de Homero, las sirenas Escila y Caribdis lo que hacen —puestos a ser igualitarios— es lanzar encantamientos robados y no consentidos para provocar naufragios aún menos consentidos. ¿Qué opinarían ustedes si en la nueva edición de la novela Raíces, de Alex Haley, a Kunta Kinte en vez sufrir argollas y latigazos le dieran masajes —como si ese maltrato a los esclavos negros jamás hubiese existido—? Y ya no digamos con Disney —ese fascista que ponía a las princesas huerfanitas a casarse con príncipes—, los censores no van a saber ni por dónde empezar. Por ejemplo, cuando cambien el título de Blancanieves y los siete… ¿qué, los siete qué? No sé qué decir. Bajitos, pues no. Pequeñitos, pues tampoco. Dejémoslo en Blancanieves y los siete coleguitas. Por cierto, lo de blanca, ¿no es también un agravio? Por otro lado, ¿qué me dicen de la saga de Tintín? ¿Qué pasará cuando la liga de amebas y ectoplasmas (alguna habrá) sienta que el capitán Haddock hiere su sensibilidad? Y ahora van a por la saga de «Los Cinco» de Enid Blyton. Mis cinco, con los que aprendí a leer historias de aventuras. Desde el grupo editorial británico Hachette Children’s ya se han encargado de sustituir algunas palabras que usaban los protagonistas de forma espontánea y natural, propias del momento en que la obra fue concebida por su creadora —y no quiero ni imaginar que va a pasar con mi heroína Jorge y los posibles “traumas” que le podrían atribuir a partir de ahora, en estos desconcertantes e inquietantes tiempos—.
Me parece una absoluta aberración borrar las historias de la Historia. Una profanación de la labor creativa de los autores. La magia está supeditada a una intromisión directa en la imaginación y en la capacidad de juicio de cada niño o joven con advertencias en un siglo asolado por pandemias, crisis y guerras donde la violencia ha crecido de forma exponencial. La magia de la lectura, o del cine, uno de los pocos refugios. Y la oportunidad de crecer sin que la estupidez irrumpa en ese breve espacio en que puede haber libertad. No tiene sentido, con la que está cayendo, que se lancen a por todos los clásicos mientras se promociona alegremente una serie con una violencia inusitada como es El juego del Calamar, entre otras muchas —que me parece muy bien que se hagan, la comparación la traigo para que vean la incongruencia—.
No quiero ser partícipe de esta era del «Homo Idioticus», porque sería hasta divertido si no fuera por lo tan espantosamente ridículo. Y ha dejado de ser jovial para pasar a ser peligroso, porque los vociferantes y vociferantas “activistas transversales” de turno convencen y hacen lo imposible por anublar y anular pensamientos críticos e inteligentes. Los Robespierres —que se olvidan del final del propio Robespierre— son notas desafinadas, amargas, buscando compañía y necesitan señalar siempre lo que no encaja en su cerrazón de limitados cerebros. El problema es que en años más luminosos las estupideces se comentaban en tono de humor, pero ahora se les enfoca demasiado, se les da noticia, espacio, audiencia, aplauso, rédito y finalmente, fe desmedida e inmerecida. Por mi parte, me arrimo a los de La Balsa de la Medusa, el famoso óleo de Théodore Géricault, mientras este temporal dure. Y va a durar, no les quepa duda.
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