Días toscanos
Basta con instalarse durante un breve tiempo en un lugar, por ajeno que nos resulte en un principio, para desarrollar en él rutinas que interiorizaremos hasta el punto de terminar preguntándonos de qué modo lograremos olvidarlas. Yo ya he empezado a echar de menos las que aún me ocupan en estos días toscanos que van tocando a su fin, jornadas de una placidez inusitada en las que las horas se dilatan y lo urgente jamás resta tiempo ni consistencia a lo importante. Me despierto muy temprano, en cuanto el sol asoma por el este y sus rayos penetran en la habitación en la que duermo e iluminan los viejos retratos y las estampas mitológicas y religiosas que cuelgan de las paredes, y me quedo unos minutos en la página escuchando el canto de los pájaros, si me regala el amanecer esa luz fría con la que el invierno demora sus estertores, o el ruido de las ramas al mecerse, cuando le da al viento por ponerse arisco y el bosque, aterido, se lamenta y aúlla como un lobo. Me doy luego una ducha, me pongo ropa limpia y desayuno en la cocina antes de salir con un café al pequeño velador de piedra que hay dispuesto frente a la sala de estar, y dejo pasar el tiempo hasta que el sol halla su sitio y disfruto de una paz en la que apenas hay intromisiones —y cuando las hay, son benéficas: esta mañana se han pasado a saludarme Pushkin y Clocló, y se han dejado acariciar y hemos estado jugando un rato mientras terminaba de desperezarse la mañana—. Doy un paseo por el jardín y me entretengo contemplando las primeras flores de los almendros, el reverdecer de los olivos, la libertad agreste de un campo que pronto comenzará a acondicionarse para la temporada estival. Observo los perfiles de los pueblos diseminados por las montañas e intento advertir el vagabundeo escurridizo de las lagartijas, que se apresuran a esconderse en cuanto oyen mis pasos. Me instalo luego en cualquiera de los estudios de la torre y escribo o leo, o voy alternando ambas cosas, sin premuras ni otras distracciones que aquéllas a las que yo mismo quiera someterme, porque escribir también es no escribir y hay que distinguir cuándo conviene enfrentarse al folio en blanco y cuándo es mejor buscar otros quehaceres. A veces salgo de la casa y camino sin rumbo por los senderos que van surcando el monte entre casas de verano, vergeles indómitos y plantaciones aseadas que esperan a dar sus frutos, y voy viendo cómo despuntan las almenas del castillo en ruinas sobre la vegetación de una colina cercana. Las tardes son umbrías y sosegadas. Atardece pronto en este rincón del mundo y el crepúsculo tiene una apacibilidad tranquila. Me gusta pasear por el jardín mientras se consuma, y esperar a que titilen las primeras estrellas para encender las luces de la sala de estar y sentarme a leer en el sillón, al arrullo del silencio, hasta que los relojes anuncien la hora de la cena. Hay un búho al que nunca he visto, pero que vive su noctambulismo encaramado a uno de los árboles que crecen junto a mi ventana de mi dormitorio. Las primeras noches me molestaba un poco su ulular. Ahora me cuesta conciliar el sueño si no lo escucho, como si necesitara cerciorarme de que va a estar vigilando mientras duermo.
Alimentar el ego
Giorgio Vasari fue un gran artista, pero tuvo un problema: le tocó vivir una época en la que abundaron los genios. Sus dibujos, sus pinturas, sus diseños, estaban tocados por la gracia de la excelencia, pero palidecían ante la inspiración de sus contemporáneos del cinquecento italiano y sus predecesores del quattrocento. No obstante, ha pasado en buena medida a la historia gracias a su generosidad, plasmada en el libro que se conoce popularmente como Las vidas y donde no escatima elogios para aquellos a quienes considera maestros en las mismas artes a las que él se dedicó. Uno de ellos era Piero della Francesca, cuyos frescos en la Capilla Bacci hemos venido a admirar Elif Batuman y yo. No teníamos más plan hasta que un paseo errático por las calles de Arezzo nos ha traído hasta las puertas de la casa donde vivió el propio Vasari. Hay estancias curiosas por lo alegórico y otras, como el gran salón, que sobrecogen por su pretendida —y lograda— grandeza. Con todo, hay un detalle que me resulta especialmente enternecedor hasta el punto de provocarme una sonrisa. En el techo de la cocina, Vasari quiso pintar a dos ángeles leyendo un libro. Resultaría una escena normal en estas circunstancias, y hasta arquetípica, de no ser porque, si uno afina la vista, descubre que el libro que leen los querubines no es otro que el que escribió el propio Vasari. Me imagino al pobre Giorgio, tan cansado de verse postergado a favor de otros como de fingir esa bondad sin mácula que lo llevaba a glosar las virtudes ajenas, observando el fresco al atardecer, sentado en una silla, hallando en su propia fabulación el consuelo que necesitaba su autoestima: habría otros que pintarían a los ángeles mejor de lo que él sabía hacerlo, pero el libro que los ángeles leían —si no todos, sí los que protegían su cocina— era el que había salido de su puño y letra.
Una iglesia dantesca
En Florencia hay una iglesia que no suele aparecer en las guías turísticas —no, al menos, en las que se limitan a glosar las paradas que han de cumplimentarse para obtener un conocimiento cabal de la ciudad— y cuyo aspecto tampoco llamaría la atención de no ser por el bullicio que se suele congregar ante sus puertas —no muy numeroso, pero notable si se tiene en cuenta que se alza en una callecita secundaria que pasaría inadvertida de no ser por esos tumultos anecdóticos— y por la plaquita que, junto a su puerta de entrada, anuncia que ésa y no otra es la chiesa di Dante o la chiesa dantesca. Fundamenta tal denominación en una posibilidad verosímil, la de que el poeta Dante Alighieri conocierta a Beatrice Portinari entre sus muros o ante sus puertas, y en un razonamiento improbable, el de que su interior acoge la sepultura de la mencionada Beatrice, dado que allí se conserva el panteón de su familia. Lo primero se puede dar por bueno: la casa de Dante se encuentra casi enfrente del pequeño templo y hay noticia de que ambos se vieron por primera y seguramente única vez —o de que, al menos, él la vio a ella— en un lugar muy próximo a su domicilio que bien pudo ser éste, sobre todo teniendo en cuenta los usos de la época y las ocasiones que propiciaban las entradas y salidas de los oficios religiosos. Lo segundo es más discutible, toda vez que, si bien es cierto que esta iglesia —en la que sí está comprobado que contrajo matrimonio el propio Dante— fue la que eligieron los Portinari para establecer la última morada de los miembros de su estirpe, también lo es que Beatrice se casó finalmente con el banquero Simone dei Bardi y que resulta más plausible pensar que recibiera enterramiento en el panteón de sus familiares políticos. Sea como fuere, lo que resulta verdaderamente dantesco en esta iglesia es la incertidumbre que procura la mera intención de visitarla. Me la encontré casi por casualidad hace unos días, en mi primera excursión a la ciudad, y estaba cerrada. Sobre la añeja madera de sus puertas, un pequeño cartel informaba que el horario de apertura se extendía entre los martes y los sábados, siempre de diez y media a doce y media de la mañana. Con el dato en la cabeza, me presenté allí esta soleada mañana de sábado, en torno a las doce menos diez —me había distraído un poco en la sacristía nueva de la basílica de San Lorenzo, observando las esculturas que Miguel Ángel labró para las tumbas de los Medici—, y me la encontré cerrada a cal y canto. El cartelito seguía ofreciendo la misma información que un par de semanas atrás. Extrañado, entré en la Casa de Dante a ver si me resolvían el misterio. «No sé nada, eso lo llevan unos voluntarios y nuestros horarios no están coordinados», me dijo la amable chica que atendía la recepción. Volví a la calle y permanecí esperando un rato, por si alguien se presentaba con las llaves o salía inopinadamente del interior. De vez en cuando pasaban por allí turistas que compartían mi estupor, merodeaban un rato y desistían. El empleado de una tienda cercana salió a tomar el aire y aproveché para preguntarle. Su respuesta fue, como cabía esperar, desalentadora: «Ese horario no lo cumplen nunca. A lo mejor abren dentro de cinco minutos, a lo mejor están tres días sin abrirla, a lo mejor la abren esta misma tarde… Según cómo les dé». Ante tanta indefinición, opté por irme y ya daba la causa por perdida cuando esta tarde, de camino hacia una barbería, tuve la ocurrencia de desviarme un poco a ver si el azar jugaba a mi favor. Contra todo pronóstico, lo hizo. A las cinco y cinco de la tarde —más de cuatro horas después del supuesto cierre que anunciaba su cartel informativo—, la chiesa dantesca estaba abierta de par en par. No había en su interior rastro de voluntario alguno, sólo grupos de turistas que se la encontraban de improviso y algunas parejas de enamorados que acudían a dejar papelitos con versos —esto lo descubrí cuando el lugar se quedó medio vacío y me acerqué a fisgar algunos— sobre el supuesto túmulo funerario de Beatrice. Entendí que se trata de una costumbre arraigada —también la placa instalada junto a la puerta se exhibe decorada con los inevitables candados— que da por buena la leyenda. La que posiblemente sea la verdad resulta, sin embargo, más divertida: el lugar en el que seguramente descansa para siempre Beatrice, es decir, la sepultura de su familia política, se encuentra en la basílica de Santa Croce, donde también levanta el cenotafio que Florencia erigió en honor de Dante con el propósito de alojar en él los restos que reposaban en Rávena y que continúan allí después de que esta ciudad se negara a entregárselos a los florentinos. La verdadera tumba de Beatrice se encontraría, así, junto a la falsa tumba de quien la hizo célebre, lo que, si se tiene en cuenta que entre ambos nunca hubo más que un simple saludo —y eso, si llegó a haberlo— y que el amor sólo alcanzó a unirlos en la ficción, no deja de ser un estrambote bastante pertinente en cuanto atañe a su recuerdo.
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