Para X.
Mis iniciales son P.M.G. Llegué a Madrid un siete de marzo, lunes. Me hospedé durante casi un mes en una anodina pensión de Atocha, donde pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o enganchado al móvil. Solo salía para visitar pisos, ver museos y deambular por el zoo. El cuatro de abril me mudé a Berruguete, en el barrio de Tetuán, a un piso que compartían dos funcionarios de Justicia del grupo C2 (los llamaré Caín y Abel). A ninguno le caí demasiado bien, pero tampoco es que ellos se llevasen de maravilla. A ver, no es que hubiera mal rollo ni nada por el estilo, solo eran dos tipos que se habían puesto de acuerdo para compartir gastos, y a quienes les hacía falta un tercer compañero de piso. Pronto me adapté a sus rutinas. A las diez de la noche ya estaba cada uno en su cuarto, y cuando coincidíamos en las zonas comunes, más que personas, parecíamos cobots o robots colaborativos, de esos que proliferan en las cadenas de producción. El doce de abril tomé posesión como funcionario en el Ministerio (no debo decir cuál), y el lunes siguiente ya era uno más en aquel edificio de corte estalinista. Como en el piso, mis compañeros me recibieron con la misma frialdad que se profesaban entre sí. Visto el panorama y a falta de amigos, mis visitas a los museos, cines y sobre todo al zoológico se multiplicaron. La soledad empezó a hacer mella en mí. Muchas noches me maldecía por haberle hecho caso a mis padres y haberme presentado a la oposición. El quince de mayo acudí por enésima vez al zoo. Caín me había abroncado por la mañana por dejar el espejo del baño salpicado de pelos rojos (soy pelirrojo, me arreglo la barba cada tres días) y Abel, cuyo cuarto colinda con el mío, se había pasado la noche copulando con una funcionaria del grupo C1. Me encontraba, pues, una vez más en el zoo, paseando triste entre animales acreedores de un arca, cuando llegué a la zona de los chimpancés. Junto a la valla, dos cuidadoras conversaban sin apartar la vista de los primates, que se habían puesto a chillar y a saltar como locos al paso del trenecito, lleno de niños tontos que respondían a los monos con el saludo nazi. Una cuidadora sonrió al conductor y el hombre respondió imitando el acto de volarse la tapa de los sesos. Cuando el trenecito se alejó, las monitoras comenzaron a hablar de los serios problemas de adaptación de un chimpancé llamado Monti, que había llegado al zoológico unas semanas antes, procedente del de Valencia. En efecto, el animal estaba solo en un rincón, apartado del grupo, y no tenía buen aspecto. Al parecer, había alcanzado ya la edad de disputarle el gobierno de los monos a Brutus, el macho alfa, un simio duro de pelar, pero el recién llegado parecía sumido en una depresión y en una soledad que preocupaba a las cuidadoras. Ni que decir tiene que empaticé de inmediato con el chimpancé, cuya desolación me resultaba tan conocida. Así que comencé a acudir al zoo con más frecuencia todavía, supongo que para mostrarle mi apoyo, aunque el otro iba a lo suyo y ni se acercaba cuando le arrojaba trozos de sándwich. Hasta que un domingo me lo encontré en otra zona, totalmente separado del resto, magullado como si hubiera caído sobre él toda la ira de Brutus, algo que me confirmaría más tarde una de las cuidadoras, habituada ya a mis visitas. La mujer me dijo que si el chimpancé no socializaba, lo mandarían de regreso a Valencia, antes de que se muriera de tristeza. Yo tampoco conseguía adaptarme a mi nuevo entorno. Los del Ministerio habían organizado una cena para despedir a una que se jubilaba y no me habían invitado (violando el código ético de los funcionarios, basado en la lealtad a la Constitución y en no dejar a un compañero sin fiesta). En el piso, Caín insistía en recordarme el asunto de los pelos y Abel no dejaba de trajinarse a funcionarias de los grupos C1 y A2. Joder. Qué duro es mudarse por motivos de trabajo (que son los mismos que los de la cautividad), a una ciudad que no es la jaula de uno. Cuántas películas habré visto solo en el cine, cuántas veces me habré pateado la Castellana, pensando en todo lo dejado atrás. Solo daba gracias a Dios por no haber llegado en pleno invierno, eso hubiese sido terrible. Aplastado por la soledad madrileña, que es como la de todos los sitios pero laísta, me acerqué por última vez al zoológico para despedirme de Monti. Era sábado y hacía calor, lo recuerdo bien. Llevaba conmigo algunos plátanos, que ofrecería al mono como si fueran rosas. Sin embargo, cuál fue mi sorpresa al descubrir en un rincón a Brutus, el macho alfa, enfadado y solo; y a Monti triunfante en el centro del recinto, rodeado de hembras, crías y machos jóvenes, sentado en una especie de promontorio que hacía las veces de trono. La cuidadora habitual (Silvia) me dijo que el golpe de estado había pillado a los monos desprevenidos, y que a Monti le resultó más fácil de lo esperado; que incluso se podría decir que la apatía anterior formaba parte de una estrategia. Boquiabierto, permanecí junto a la valla mientras el primate conformaba su gobierno. Cuando el trenecito pasó, los niños tontos se cuidaron mucho de levantar el brazo. Algo en mí cambió aquel día, no sabría cómo explicarlo. De algún modo, el golpe de Monti me afectó y así se sucedieron los hechos:
- 30/06: le digo a Caín que cierre el pico.
- 03/07: me autoinvito a una cena de compañeros del Ministerio.
- 10/07: Silvia y yo quedamos para ir al cine.
- 20/07: Silvia me acompaña a casa, Abel tiene que aporrear la pared.
- 28/07: Los chimpancés intentan abordar el trenecito.
- 01/08: Regreso a mi jaula (Lugo) de vacaciones.
- 04/10: Los chimpancés se hacen con el trenecito.
- 30/11: Deportan a Monti a Valencia.
- 01/12: Me voy a vivir con Silvia.
- 01/12: Comienza a gustarme Madrid.
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