Otro quince de marzo, el de 1937, hace hoy justo 86 años, Howard Phillips Lovecraft, escritor de science fiction, muere perseguido por los seres invisibles. En realidad, es un cáncer intestinal la dolencia que aquel día como hoy, de hace ya tanto tiempo, se lleva al outsider de Providence (Rhode Island) a esa nada de la que nunca se vuelve. Pocas líneas resultan tan difusas como la que separa el horror de la ciencia ficción, pocos autores oscilaron de un lado a otro con la frecuencia que lo hizo el creador de los mitos de Cthulhu. Respecto a la persecución de los incorpóreos, será la hermosísima dedicatoria —“A la memoria de Lovecraft, escritor de science fiction que murió perseguido por los seres invisibles”— con la que, ya en 1969, Juan Perucho abrirá su participación en la primera edición española de Los mitos de Cthulhu, la copilada y traducida por el psiquiatra Rafael Llopis para Alianza Editorial ese mismo año 69.
De modo que ese día igual que hoy fue una jornada triste porque murió uno de los grandes cuentistas que ha dado la humanidad. Pero también fue un momento estelar de la especie porque el cuento de miedo —el cuento por excelencia, del que ya gozaban nuestros más remotos ancestros en las cavernas, alrededor de las primeras hogueras, con las primeras inquietudes— cobra una nueva dimensión.
El Lovecraft que muere un día como hoy sólo era conocido por los suscriptores y lectores en general de la revista Weird Tales, toda una referencia en la literatura fantástica. Como la mayoría de los grandes escritores estadounidenses del pasado siglo, el de Providence también se ha prodigado en las revistas pulp. Pero poco más. De hecho, al llegar la hora final, se ve agobiado por la pobreza. Sólo ha vendido relatos y por mucho que las revistas pulp asistan a una edad dorada, lo que pagan no da para que nadie se gane la vida.
El difunto fue un misántropo desde que se le recuerda. Nueva York fue superior a sus fuerzas. Su cosmopolitismo, esa mezcla de gentes… No podía con ella. Su exacerbada anglofilia le llevaba a despreciar todo lo que no fuera inglés. Tanto era así que hasta abominó de la independencia de las Trece colonias americanas del imperio británico. También retraído desde que se le recuerda, la literatura, además de un refugio, fue su más frecuente medio de expresión. Cuando sus acólitos acometan la tarea de disponerlas para la posteridad, que hoy mismo empiezan a modo de despedida, dirán que llegó a escribir más de cien mil misivas.
Desde luego, lo que sí está claro es que, lo surgido entre el Outsider y sus corresponsales favoritos —August Derleth, Donald Wandrei, Robert E. Howard, Clark Ashton Smith, Robert Bloch, Frank Belknap Long… el Círculo de Lovecraft— fue una fraternidad de cuentistas de miedo en la que todos aparecían en las piezas de todos bajo falsos nombres. Heterónimos más que seudónimos porque tras cada alias se ocultaba una identidad diferente. Así, Belknap Long era el helenista Belknapius; Wendrei decía ser Melmoth, el errabundo protagonista de la novela de 1820 del irlandés Charles Maturin —y del Balzac de Melmoth reconciliado (1835)—; Derleth era el conde d’Erlette, un galés experto en temas numinosos, y el propio Lovecraft —quien más que ejercer su magisterio cultivó con sus discípulos la más sincera amistad, acaso la única de su vida— se nos presenta como el más conocido de todos los heterónimos de los mitos: el árabe loco Abdul Alhazred, el autor del Necronomicón, el libro de “saberes arcanos y magia ritual” cuya sola lectura provoca el delirio hasta la muerte.
Como es sabido, algunas divinidades impías enloquecen a sus víctimas antes de darles muerte. Y en los Mitos, que los amigos del Círculo de Lovecraft empiezan a catalogar un día como hoy, los Antiguos Dioses Exteriores o Arquetípicos —Azathoth, Yog-Sothoth, Shub-Niggurath, Nyarlathotep… Cthulhu, por supuesto— son así.
“No está muerto lo que no puede morir”, repite una y mil veces Abdul Alhazred, desesperado, también perseguido por los seres invisibles, en esas páginas del Necronomicón que nadie debería leer porque allí se conjura a quienes nadie debería nombrar. “Habían muerto muchísimos eones antes del nacimiento del hombre —escribe el propio Lovecraft en La llamada de Cthulhu (1926)—, pero existen artes que podrían revivirlos cuando los astros retornen a su posición correcta en el ciclo de la eternidad”. Qué magnífica y cuán vasta es la obra que deja tras su paso por el mundo el Outsider. Y qué apasionante es la tarea que acometen sus discípulos cuando el cuentista se va.
Apenas dos años después, en 1939 August Derleth —el más entregado— y Donald Wandrei fundarán Arkham House, la editorial con la que publicarán The Outsider and Others. Será el primer libro de Lovecraft y tomará su nombre de un lugar: una supuesta vieja ciudad de Massachusetts, atravesada por el Miskatonic. Junto con Dunwich e Innsmouth, conformará el territorio mítico de Lovecraft. La biblioteca de la Universidad de Miskatonic es la mejor provista del mundo de literatura esotérica. Allí se encuentran los únicos ejemplares de los que se tiene noticia del Libro de Eibon, De Vermis Mysteriis y del Necronomicón, naturalmente. Muere Lovecraft, comienzan la edición definitiva de toda su obra sus discípulos. Así se escribe la historia.
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