Fue Antonio Gramsci, uno de los intelectuales más importantes de Italia y fundador del Partido Comunista, el que, en sus diarios (escritos desde la cárcel), manifestó la necesidad de avanzar hacia un arte nacional-popular que sirviéndose de formas de representación de aceptación masiva pudiera inocular en la ciudadanía un pensamiento crítico a la hora de confrontarse con su pasado, su presente y su futuro. Esa base teórica alimentó la comedia cinematográfica italiana rodada en los años 50 y 60 del siglo pasado y forjó la base de una tradición expresiva que ha llegado hasta nuestros días de la mano de escritores como Viola Ardone, toda vez que la literatura se abrió a lo emocional poniendo fin a esa división un tanto artificial entre alta y baja cultura promovida desde ciertos ámbitos intelectuales.
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—La decisión está ambientada en la Sicilia de los años 60, en una sociedad cerrada y machista donde la voluntad de la mujer estaba absolutamente sometida. Sin embargo, muchas de la cuestiones que aborda en las páginas de esta novela están hoy en el centro del debate político de manera mucho más acentuada que entonces, ¿hemos evolucionado menos de lo que pensamos como sociedad?
—Evolucionar hemos evolucionado. Cuando una echa la vista atrás y se confronta con los años 60, está claro que hemos avanzado mucho. Hoy en día en Italia, y en casi toda Europa, se puede hablar de paridad, al menos desde un punto de vista legal. Pero al mismo tiempo resulta incuestionable que las mujeres seguimos sufriendo violencia. En Italia prácticamente cada día hay un feminicidio. ¿Cómo se explica esto? Según yo, existen varias razones pero todo se puede sintetizar en que si bien los cambios legales son extremadamente lentos —basta pensar que el “matrimonio reparador” frente a una violación es una figura que no desapareció del código penal italiano hasta 1981—, los cambios de mentalidad exigen aún más tiempo. Incluso las nuevas generaciones, que son bastante tolerantes en lo referente a cuestiones de género, siguen cargando con una mochila de prejuicios respecto a la percepción de cómo debe comportarse una mujer socialmente, respecto a cómo se viste, con quién sale, con quién se relaciona y cómo vive su sexualidad.
—¿Esa aparente incongruencia es la que le ha llevado a escribir La decisión?
—Sí, porque creo que una novela apela a las emociones, y ese es un escenario que puede ser mucho más útil a la hora de reflejar esas cuestiones de las que estamos hablando que si nos limitamos a abordarlas únicamente de un modo racional.
—Usted misma reconoce que en el personaje de Oliva, la protagonista de la historia, hay mucho de su propia experiencia vital. ¿En qué aspectos del personaje cabe localizar de una manera más clara la personalidad de Viola Ardone?
—A priori es una historia que no me pertenece ya que yo soy napolitana, no siciliana, y crecí en los años 80, no en los 60. Dicho lo cual, a la hora de describir la adolescencia de Oliva, lo que he hecho es describir mi propia adolescencia, de ahí que el nombre del personaje, Oliva Denaro, sea un anagrama de mi propio nombre. Esa relación complicada que ella misma mantiene con su propia feminidad, con su propio deseo, pero también con el deseo que despierta en otros y el modo en que ella mira y es observada, a su vez, por el resto, son cuestiones que evoco a partir de mi propia experiencia. Oliva es una chica que cuando entra en la pubertad comienza a caminar velozmente, casi a correr, porque teme la mirada desafiante de los hombres y el conflicto que anuncia esa mirada, y también para mí fue un poco así, fue como si, de la noche a la mañana, tuviera que entender lo que significa convertirse en una mujer, las servidumbres que ese hecho conlleva. En el caso de Oliva la experiencia resulta más traumática porque mientras está en ese proceso de reflexión pensando que tipo de mujer le gustaría llegar a ser, es secuestrada, forzada y violada por el deseo de un hombre que aspira a convertirla en su mujer y que, como tal, la impide reflexionar libremente sobre aquello que le gusta o no le gusta, sobre aquello que quiere para sí misma. De este modo Oliva se convierte en un ser anulado en su capacidad para desear, víctima de una doble violencia: física y psicológica.
—¿Cómo abordó esa voluntad de denuncia que subyace en la novela sin incurrir en el ventajismo que supone escribir desde el presente? Me refiero sobre todo al hecho de ser fiel a un tiempo y a un país, evitando emitir juicios sobre esa realidad social desde una perspectiva contemporánea.
—Para mí esto constituía algo muy importante. No quería en modo alguno incurrir en el lugar común o en el estereotipo de cara a narrar esta historia, y mucho menos construirla desde una mirada viciada de contemporaneidad. Lo que hice fue documentarme mucho, leer muchas entrevistas con mujeres sicilianas que habían vivido su adolescencia durante los años 50 y 60 a fin de tener una perspectiva clara de lo que ellas sentían y pensaban. También leí muchas novelas sicilianas de la época y muchos ensayos sobre el mundo rural, y la realidad social y cultural imperante en el mismo. Fue un trabajo inmersivo y debo decir que, según iba investigando, fue afianzándose mi convicción de que los años 60 fueron una época de gran modernidad donde los jóvenes comenzaron a confrontarse con un mundo nuevo y a hacer su propia revolución. En ese sentido, creo que se trata de una época que se entiende muy bien desde el presente, aunque la lucha de los jóvenes hoy sea por desprenderse del pasado mientras que en aquellos años lo que se buscaba era imaginar un futuro.
—En ese retrato de la Italia de los años 60 hay una mirada política que ya estaba presente en su anterior novela, una mirada donde se pone en valor el papel que tuvo el PCI como partido transformador. ¿Se siente impelida a reivindicar ese legado hoy, cuando el adjetivo comunista está tan denostado?
—El Partido Comunista Italiano tuvo un papel fundamental en la Constitución de la República Italiana. No solo eso, sino que durante años canalizó las exigencias de los trabajadores, de la gente pobre e incluso de las mujeres. Esto último no deja de ser curioso porque en el fondo se trataba de un partido bastante machista (risas). En definitiva, fue una organización que se mantuvo al servicio de muchas causas y gracias a la cual leyes como la del divorcio pudieron salir adelante. Fue un partido, además, que supo ver que la política no podía ser una actividad al margen de las emociones y los deseos de las personas, que las decisiones que se toman desde el parlamento tienen una incidencia directa en el bienestar de los ciudadanos. Dicho lo cual, fue un partido que también tuvo sus fallos y sus limitaciones, pero fue un agente de transformación social importante. Como escritora me mí me interesa esa idea de cómo la política tiene una influencia directa sobre el bienestar de las personas y la transformación que se produce en la protagonista de mi novela responde a una educación sentimental que va unida a una educación política porque, como decían en los años 60, “lo personal es político”. En este sentido, no puedo dejar de considerarme un ser político.
—¿Qué intereses hay detrás de esa negación de la importancia que tuvieron los partidos comunistas en la consolidación de nuestras democracias?
—Concurren varias circunstancias, pero es cierto que hoy se vincula la idea de comunismo al estalinismo, como si fueran la misma cosa. Supongo que ha cambiado mucho el modo de hacer política. Ese mantra de que hay que dejar atrás las ideologías ha dado lugar a una política más personalizada. Antes había un sentimiento de unión más fuerte, hoy, sin embargo, la política no busca dar satisfacción al interés general sino a los deseos más íntimos de cada individuo, algo a todas luces inviable. Hemos perdido conciencia colectiva y eso nos hace estar más aislados, más indefensos frente al poder y más solos.
—En Italia, por primera vez desde la II Guerra Mundial, un partido neofascista ha asumido el gobierno del país: ¿vivimos tiempos de regresión?
—Yo tampoco considero la victoria de Meloni como una amenaza a la democracia, más bien creo que se trata de una victoria de la rabia, del resentimiento y del desencanto que hay en muchos ciudadanos frente a la inoperancia de los partidos tradicionales para hacer que las cosas cambien. Ideológicamente estoy en las antípodas de ella pero confío bastante en la solidez de las instituciones y no creo que estén en peligro, más bien creo que en Italia la democracia está bastante consolidada.
—Entonces, ¿no participa de ese discurso alarmista sobre el hecho de que el auge de estos partidos de extrema derecha ponga en peligro los derechos conquistados por las mujeres?
—Es cierto que se está volviendo a cuestionar el derecho al aborto, que siendo como es una tragedia para cualquier mujer, también es un derecho. Al mismo tiempo, las uniones entre personas del mismo sexo son puestas en entredicho por estos partidos, y la inmigración se contempla exclusivamente como un fenómeno a reprimir. Escuchar estos discursos es preocupante y puede que genere un cierto alarmismo, pero, sinceramente, no creo que el reloj de la historia pueda retrasarse tanto como para volver a un escenario de hace 50 o 100 años.
—En este sentido, novelas como las suyas son una suerte de toque de atención ¿no?
—Un poco sí, creo que para comprender un fenómeno hay que conocer su origen y esa es una de las razones que me mueven a escribir, más aún en un país como Italia donde hay muy poca memoria histórica. El pasado está ahí para que aprendamos de él. En este sentido vale la pena recordar que hasta hace nada, como quien dice, el hombre que asesinaba a su mujer por serle infiel apenas era condenado a un año de cárcel. Si queremos entender la persistencia de esa violencia que aún hoy se da contra las mujeres hemos de reflexionar sobre fenómenos como este. Pero en Italia la Historia, en la escuela, se estudia poco y mal, siendo como es una materia fundamental.
—Usted, aparte de novelista es profesora de instituto, ¿qué valor concede a la educación a la hora de cambiar ciertos paradigmas sociales?
—Yo soy una firme defensora del valor de la escuela pública a la hora de propiciar esos cambios de mentalidad. En este sentido, qué duda cabe, es muy importante la labor de los docentes pero más importante resulta aún lo que los profesores podemos aprender de nuestros alumnos porque, aunque es cierto que estos pueden aprender alguna cosa de nosotros, su aprendizaje se da, sobre todo, en las relaciones que ellos mantienen entre sí, en el modo en que se relacionan con el grupo. Y eso, en un momento de cambio profundo como el actual, repercute a su vez sobre los profesores que recibimos estímulos muy útiles interactuando con ellos.
—¿Qué ha aprendido usted de sus alumnos en este sentido?
—Pues que, por ejemplo, en cuestiones de identidad de género son una generación bastante avanzada: no tienen ningún problema para aceptar la homosexualidad, la bisexualidad o la transexualidad. Ahora bien, si nos ceñimos a las relaciones entre hombres y mujeres, todavía existen muchos prejuicios: si una chica tiene muchos novios o tiene relaciones con unos y otros, tiene que vivir con el estigma de ser una cualquiera, mientras que si un chico de su edad hace lo mismo, la percepción es la contraria. Quizá porque el debate sobre la identidad de género es algo relativamente novedoso mientras que las relaciones entre hombres y mujeres son una cosa mucho más estructurada, y desmontar esas estructuras y esos prejuicios lleva su tiempo. De ahí la utilidad de una novela o de una serie televisiva donde se planteen este tipo de cuestiones, ya que pueden ser herramientas que ayuden a cambiar ese paradigma.
—No sé si es algo que tiene que ver con esto, pero su literatura tiene una naturaleza emocional muy marcada, su prosa busca, sobre todo, conmover al lector. ¿Definiría sus novelas como novelas populares en la acepción más noble del término?
—Me gusta la definición de emocional y también la de popular porque una, al final, escribe para que la lea el pueblo, no me reconozco en esa otra literatura “para escritores”. También me gusta eso que dices de que mis libros buscan conmover al lector. Etimológicamente conmover significa lograr poner en movimiento a alguien. En este sentido, el conmover estaría relacionado con el hecho de seducir y yo soy de la opinión de que una buena novela debe seducir al lector. Al menos eso es lo que yo intento con mis libros. Supongo que eso que comentas también tiene que ver con el hecho de que tanto La decisión como El tren de los niños sean dos novelas escritas en primera persona. Escribir en primera persona confiere a mis novelas un carácter testimonial, y el lector siempre está más predispuesto a escuchar historias de personajes que hablan de sí mismos, que nos cuentan su historia. Pero lo que más feliz me hace es haber conseguido escribir dos novelas que han sido disfrutadas por lectores de distintas edades. Los más mayores conectan con ellas porque les hablan de una época que es la suya, mientras que lo más jóvenes tienen la oportunidad de confrontarse con unos hechos que les ayudan a entender nuestro presente.
—Esa naturaleza emocional de sus novelas hace que estén muy conectadas con el relato cinematográfico y más específicamente con toda una tradición, como la de la Commedia all’italiana ¿Se reconoce en ella?
—Sí, totalmente. A mí el cine me ha influido mucho como escritora, siempre tiendo a visualizar lo que escribo, a ver a mis personajes en acción. Por otra parte, me gusta abordar mi trabajo un poco a la manera en que lo hacen los cineastas, en el sentido de brindarle al lector una historia que le colme tras haber abonado el precio de una entrada, en este caso, tras haber comprado el libro, claro (risas). Y sí, respecto a la commedia italiana de los años 60 y 70, tengo que reconocer que es una fuente de inspiración permanente para mí. El cine de directores como Ettore Scola, Dino Risi o Mario Monicelli tenía esa cosa de narrar historias muy cercanas a las personas de un modo divertido y conmovedor, pero sobre todo sabiendo contar. Curiosamente ahora El tren de los niños, mi anterior novela, va a conocer una adaptación al cine realizada por Cristina Comencini, la hija de Luigi Comencini, uno de esos realizadores cuyas películas tanto me han influido.
—¿Hasta qué punto esa naturaleza popular que atesoran sus novelas viene dada también por la herencia de la tradición narrativa meridional? Si lo pensamos, en casi todas las formas de expresión artística que se han dado en el sur de Italia en el último siglo, ya sea el teatro, la narrativa o la poesía, subyace esa esencia. Es un arte por y para el pueblo.
—Bueno, más que por la tradición narrativa meridional, yo me siento concernida, en todo caso, por la tradición napolitana. Nápoles es mi ciudad y supongo que tiene un cierto peso en mi manera de escribir y de acercarme a la realidad. Si un escritor es de Milán nadie se refiere a él como “un escritor milanés”, pero si has nacido en Nápoles es inevitable que a ojos de todo el mundo seas un escritor napolitano. En cierto modo es una responsabilidad porque la napolitanidad es un fardo con el que, quieras o no, tienes que cargar y a veces pesa mucho. Se trata de una ciudad que tiene su mitología, que arrastra toda una serie de ritos y un cierto sentido de la teatralidad, y se supone que todo eso tiene que tener reflejo en nuestra manera de contarnos, pero al mismo tiempo tienes que estar muy atenta a la hora de evitar caer en el lugar común, en el estereotipo o en contar algo que ya se ha contado otras veces.
—La cuestión meridional, ¿sigue teniendo peso en el debate político italiano? ¿Sigue existiendo esa Italia de dos velocidades?
—Sigue existiendo pero, por desgracia, es algo que no está en el centro del debate político italiano cuando, de hecho, debería estar muy presente. El acceso a los servicios públicos, a la sanidad, a la educación, no es igual en el norte que en el sur. Eso es algo que durante la pandemia se evidenció de un modo notable. Quizá el hecho de que sea una cuestión que no tenga espacio en la agenda política venga motivado por el carácter fatalista que tenemos en el sur: como la política no se ocupa de nosotros, nosotros parece que tampoco nos ocupamos de la política. Vivimos como resignados y esa resignación siempre me ha fastidiado un poco porque si quieres que te hagan caso lo que tienes que hacer es tocar la puerta. Si llamas y no te responden, tú sigue llamando y si hace falta tira la puerta abajo, pero no te conformes.
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