Un filoheleno como yo, que me gano la vida en el mundo de la gestión empresarial, tengo que enfrentarme, con más frecuencia de la que mi maltratada paciencia puede tolerar, con un torrente de anglicismos que haría palidecer al propio William Shakespeare. Branding, coaching, mentoring, mindfulness, naming, self growth y una interminable lista de conceptos importados que transitan entre la pedantería esnob y la más recalcitrante charlatanería. Una incontinencia suma, que hace mucha menos gracia que el risible nombre de la esposa de Pijus Magníficus en la inolvidable película La vida de Brian, de los Monty Python. Cuando uno se encuentra ante estos Francis Drake de la lengua le viene a la memoria aquella genial definición del personaje locuaz que tan lúcidamente describió Teofrasto en su obra Caracteres. El director del liceo aristotélico de Atenas se admiraba por la capacidad que estas personas tenían para dejar noqueado con su verborrea a todo aquel con el que se encontraban (Caracteres, VII, 3-5). Siempre he tenido la sensación de estar ante el esperpéntico escaparate de una tienda sin existencias. Un discurso ornado de tecnicismos que enmascara un vacío intelectual inquietante. Mi apreciado amigo Rodrigo de la Torre, fallecido hace unas semanas, solía contraponer a este afán tecnicista la sencilla prosa cervantina: “Hay que ver lo clarito que escribía y lo mucho que decía».
El ámbito de la gestión motivacional está repleto de estos pregoneros, que venden una filosofía tan vacía de contenido como su incontinencia verbal. Muchos incautos los abrazan como mesías del siglo XXI, pero sus prédicas son tan inconsistentes que el paraguas mental con el que supuestamente nos protegen contra las inclemencias de la despiadada jungla empresarial se desbarata antes de que el temporal se desate. La proliferación de estos sofistas contemporáneos, a los que podríamos sumar adalides del new age, filosofías de autoayuda o demás veleidades del marketing espiritual, es solo un síntoma de una grave enfermedad que nos acecha como sociedad: la galopante pérdida de formación humanística. Un pilar indispensable en el desarrollo de una personalidad sólida e independiente, de un criterio propio y de un espíritu crítico con el que resistir ante tanto desatino.
Este boato conceptual es solo una pequeña parte del iceberg con el que ha chocado nuestra sociedad. Streamers, tiktokers, tuiteros y otros influencers se han sumado a esta incontinencia para agravar la sangría de nuestra falta de referentes intelectuales. La paradoja de la sociedad de la información: un estallido de contenidos que provoca una galopante pérdida de conocimiento y, en consecuencia, de juicio. La economía de la atención, suele decirse, que no es otra cosa que una carrera en la que la superficialidad y la visceralidad le ganan la partida a la profundidad y la razón. Todo ello acontece mientras nuestro sentido común colectivo parece desvanecerse ante cruzadas identitarias, sectarias e individualistas que arrastran multitudes bajo la promesa de una nueva Arcadia feliz. Uno tiene la preocupante sensación de que vivimos desnortados y de que, de alguna manera, somos esclavos de nuestro tiempo. Nuestros inoperantes gobernantes, entregados a un frenesí legislativo que parece querernos dirigir como borregos, no hacen nada por evitar esta decadencia. Todo lo contrario. Quizás sea el propósito real de nuestras reformas educativas.
Tiempos turbulentos, pero ni mucho menos peores que otros de nuestra historia. No voy a pecar de apocalíptico, ni a caer en el tópico de afirmar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero sí es conveniente mirarnos en el espejo de nuestra historia para estudiar cómo nuestros antepasados se plantearon su relación con un mundo caótico. Este es el propósito de Ignacio Pajón Leyra en su Epicteto: El arte de vivir en tiempos difíciles (Alianza Editorial, 2023). “Desde nuestra perspectiva de lectores contemporáneos, no podemos evitar pensar que cualquier periodo histórico del pasado puede entenderse como una imagen en el espejo de nuestro propio presente”, asegura Pajón en la completa introducción que acompaña a la obra del pensador frigio. Poco sabemos de la biografía de este filósofo clásico. Solo que Epícteto fue uno de los esclavos de Epafrodito, secretario del emperador Nerón, así que vivió en el siglo II d.C. Ni siquiera conocemos su nombre original, pues nos referimos a él por su apodo, que significa «adquirido», en una clara referencia a su condición.
Epícteto fue uno de los mayores representantes del estoicismo, una corriente de pensamiento que, como el cinismo y el escepticismo, trataron de pensar soluciones en el seno de un mundo convulso. Una ideología nacida de la calle. De hecho, su propio nombre emana de la Stoa Poikilè ateneniense, el espacio público en el que Zenón de Citio, el precursor de esta corriente de pensamiento, comenzó a impartir sus primeras lecciones. El estoicismo nace unido al mundo ciudadano con una clara vocación de afrontar los problemas prácticos de la vida, desde una perspectiva profunda y clara, sin artificios gratuitos, aportando soluciones razonadas y sobrias. Es una filosofía que reconforta, de ahí su extraordinaria recepción posterior, tanto en el medievo como en la modernidad. El estoicismo no solo se basa en tratar de fortalecer nuestra mente para afrontar las desgracias que se precipitan sobre nosotros, acepción general con la que ha llegado hasta hoy este término. Como bien detalla Pajón, Zenón construyó un completo y coherente sistema filosófico que constituye una forma holística de entender el mundo, desde el lenguaje hasta la física. No estamos ante una suma de ocurrencias, sino ante un sistema de pensamiento de una gran profundidad.
“Lo que perturba a los seres humanos no son las cosas, sino las opiniones sobre la cosas… La gente sin formación es la que culpa a otros cuando pasan por algo malo” (V). Esta es una de las máximas de la obra de Epícteto, que nos presenta un amplio abanico de pensamientos de gran lucidez y profundidad encaminados a forjar un modelo de conducta propio, independiente, mesurado. Nos invita a construir un criterio razonado, un marco de comprensión de nuestro entorno. “Establece ya mismo un carácter para ti, y un modelo de conducta, y mantente fiel a ellos tanto ante ti mismo como cuando te encuentras con otras personas. Mantente por lo general en silencio, y habla solo lo necesario y con brevedad” (XXXIII). Epícteto nos recomienda la pausa, la reflexión, precisamente lo contrario de la insufrible verborrea que nos rodea. En esta sociedad incontinente, una mirada a los clásicos como la que nos propone Ignacio Pajón Leyra resulta mucho más necesaria que cualquier discurso motivacional de gurú de mercadillo. Puestos a copiar, hagámoslo de los griegos.
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