Paul Boyton con el traje de caucho Merriman
“Por la noche no me atrevía a dormir, porque podía escuchar el aullido de los lobos, que son feroces y abundantes a lo largo de esa parte del Tajo, y sus gritos tristes me advirtieron que me quedara en el río (…). Durante mucho tiempo escuché un rugido río abajo que me advirtió que me estaba acercando a un punto peligroso. Me preparé para afrontar lo que fuera. El río se cerró entre dos paredes naturales, tan estrechas como un canal a toda velocidad. El agua caía sobre las rocas que obstruían su paso, todo era espuma y agua pulverizada. A medida que el rugido se hizo más terrible, perdí algo de valor y me esforcé por controlar mi descenso”. (Memorias de Paul Boyton. Descenso del Tajo. Enero 1878)
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ÉRASE UNA VEZ UN GRAN RÍO SALVAJE
Tras un largo viaje en barco en condiciones de mala mar, hacinados, enfermos muchos, mal alimentados siempre, llegaron a un puerto y del puerto a un tren lentísimo que los dejó en Madrid abandonados, despreciados, delgadísimos, harapientos, destrozados por dentro y por fuera. Nunca recibirían pensión alguna tantos y tantos que llegaron enfermos, heridos y locos. Pero mi bisabuelo tuvo suerte y recursos. Los años de nomadeo, desde los doce años recorriendo los caminos de España con las mulas, le habían entrenado en la dura vida de la intemperie y el valerse por sí mismo. En el barco había leído viejos y sobados periódicos para entretener el tedio, y en uno de ellos le había llamado la atención la proeza de un excéntrico capitán americano que había bajado el Tajo pocos años antes desde Aranjuez hasta Lisboa metido en un extraño traje flotante de caucho.
Así que a nuestro intrépido muchacho no se le ocurrió otra cosa que hacer lo mismo en una pequeña y vieja barca redonda que compró a unos trasmalleros por un valioso duro de plata de Amadeo, toda su fortuna de entonces. Llevó consigo su sombrero de paja, la manta de campaña, una navaja grande del ejército, un plato de peltre con su cuchara, dos kilos de tasajo, medio saquito de nueces, otro medio de arroz, unos aparejos de pesca y dos cañas de bambú que compró en una ferretería de la calle Toledo.
Se montó en la barca en la misma orilla que da a la margen derecha del puente de Segovia, mientras cientos de sábanas tendidas al sol le saludaban. Se dejó llevar por la mansa corriente medio dormido medio despierto, hasta que llegó donde el Manzanares se funde con el Jarama. Comenzaba a anochecer cuando vio que el Jarama se metía en el Tajo por debajo de la ciudad de Aranjuez. Un día después pasó Toledo. Dos días después Talavera. Al día siguiente llegó cerca de Valdeverdeja. No sé nada más de aquel intrépido muchacho. Nada sé de los detalles de su extraño viaje. Mi padre me contó que su padre aún guardaba en Madrid una de aquellas cañas de tres tramos con las que pescó en el viaje mi bisabuelo.
Estuve hace unos días en la librería del Instituto Geográfico Nacional a comprar unos mapas escala 1:25.000 para ver toponimias y distancias y entender mejor la gesta de mi bisabuelo y, sobre todo, la del capitán Paul Boyton. Estudio también un viejo mapa del siglo XVII y comparo el antes y el ahora de este río. En 1641, el matemático de su majestad Felipe IV el Grande, Luis Carduchi, por encargo de Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, cartografía el río Tajo desde el puente de Alcántara hasta el de San Martín, en Toledo. Su objetivo era analizar, si es posible, con una obra mínima, la navegabilidad por el río, con el fin de enviar por barco soldados y equipo para impedir la separación del reino de Portugal de la Corona española. Hasta la fecha nadie se había preocupado de explorar e intentar utilizar el Tajo como ruta comercial con Portugal. Pero ahora que el reino vecino iba por libre, Felipe el follador, sí, ese que sale en los Alatriste de Pérez Reverte y en El rey pasmado de Torrente Ballester, puso muchos esfuerzos, dineros e inteligencias en intentar reconquistar Portugal. Aumentaron los impuestos, se devaluó la moneda y se mandó llamar a los famosos Tercios Viejos de Flandes para pelear con los mejores. Comenzó una carísima guerra que duró 28 años y en la que los soldados españoles perdieron todas las batallas. Los ejércitos españoles fueron derrotados en la batalla de Montijo (1644), en la batalla de las líneas de Elvas (1659), en la batalla de Ameixial (1663), en la batalla de Castelo Rodrigo (1664) y en la batalla de Villaviciosa (1665). Es en este contexto y por esta necesidad que un equipo formado por el licenciado Eugenio Salcedo, el ingeniero Julio Marteli y el propio Carduchi se montaron en unos caballos y se fueron a ver mundo, apuntar datos y medir distancias para deducir si era posible navegar por el Tajo.
En algunos libros de historia se dice que bajó en barco desde Toledo hasta Alcántara para ir apuntando de primera mano y en detalle las dificultades de navegación y proponer soluciones, pero sabemos que no. El Tajo de entonces era un río endemoniado e imposible de navegar con ningún tipo de barca, mucho menos con una llena de soldaditos de plomo.
Los dibujos del río pueden parecernos hoy muy pueriles, pero lo importante está representado y precisado en detalle: bajos de arena donde los barcos podrían encallar, peñas y rocas que dificultarían el paso, chorreras, remolinos, ollas, rápidos y cascadas a superar, los azudes, barcas enmaromadas y molinos que podían impedir la navegación, las distancias en leguas entre uno y otro obstáculo, también las casas, puentes y las poblaciones ribereñas. Parecen dibujos hechos por un niño pequeño: el agua es azul, trazada con rayitas paralelas orientadas hacia la corriente, las rocas, cerros y cortados tienen la misma forma y el campo es, en casi todas las láminas, ocre o marrón, muy pocas veces verde, con algunos árboles organizados en hileras, que lo mismo pueden ser olivos que encinas o robles. Pero, en definitiva, es un buen mapa. Luego, en 1755, Josep Briz y Pedro Simó levantaron nuevos planos para Fernando VII el Felón con similar demanda e interrogante: ¿se puede hacer navegable el Tajo? En 1828 el llamado Proyecto Cabanes encarga otra vez nuevos planos al arquitecto de Madrid Agustín Marco Artu. Ese mismo año muere Francisco de Goya en Burdeos y nace en Nantes Julio Verne. Lo anoto porque luego estas dos celebridades tendrán importancia en la aventura de nuestro hombre rana.
PARA VISITAR UN GRAN RÍO HAY QUE IR DE TRAJE
Intuyo que esos viejos planos de 1828 son los que dio el Ministro del Interior, Romero Robledo, “el Pollo de Antequera”, al inocente Boyton. Dirá de ellos, cuando tenga que usarlos, que “la información que había en los planos era muy poca. Los mapas eran incorrectos, porque muchos pueblos pintados junto al río no estaban cerca”. Nuestro capitán no entiende las poéticas imprecisiones de los artistas topógrafos de entonces.
Estudio los tres planos, separados cada uno por un siglo, y compruebo que esas dos nuevas versiones topográficas del río apenas se diferencian del mapa de Carduchi. Así que entiendo la desesperación de Boyton al descubrir legua tras legua mil errores, al entender que los ilustres cartógrafos dibujaron muchas veces de oídas y no pisaron algunos de los sitios apuntados.
Para hacer este viaje Boyton llevaba un traje extraño, hecho de algo llamado caucho, savia de “cautchouc” o «árbol que llora», que en el Amazonas se utilizaba para hacer cantimploras. Los aztecas hacían pelotas con esa sustancia coagulada, los mayas zapatos impermeables y resistentes. Los españoles utilizaban pequeños pedazos de látex para borrar lo escrito con lápiz en el papel. Un poco más tarde los portugueses engomaron tela con esa savia y consiguieron los primeros impermeables perfectos. En 1839 Charles Goodyear, por accidente, dejó caer una amalgama de caucho natural y azufre en una estufa; la industria de los neumáticos de caucho “vulcanizado”, comenzó a rodar, y con ella nació una nueva fiebre del oro blanco por todo Brasil, hasta que las heveas se plantaron en las selvas del sudeste asiático y Manaos perdió su rico monopolio. Ante la escasez de caucho natural durante la II Guerra Mundial, otro científico “neumatiquero” de la B. F. Goodrich Company, llamado Waldo Semon inventó una forma barata, eficiente y rentable de hacer caucho sintético. Pero no nos distraigamos. En 1872, Clark S. Merriman patentó un traje estanco hecho de caucho vulcanizado, orientado al salvamento marítimo. Una primitiva, pero ingeniosa, prenda parecida a los trajes estancos de buceo de neopreno de hoy que constaba de unos pantalones con escarpines y una chaqueta con capucha ajustable a la cara cuyo sistema de cierre impedía que entrase el agua. Además, el traje tenía en su interior varias cámaras que podían llenarse o vaciarse de aire a voluntad gracias a unos tubos. Así el “hombre rana” podía flotar como una boya, con las piernas sumergidas y el cuerpo por encima del agua o tumbarse boca arriba, según llenase de aire una u otra cámara y desplazarse por el agua como si fuera un kayak con la ayuda de un pequeño remo de doble pala. ¡Era un invento estupendo! En la novela de Julio Verne, publicada por fascículos en 1879, Las tribulaciones de un chino en China el escritor explica en detalle cómo es el equipo del Capitán Boyton. Verne hace que el protagonista de la novelita y sus tres compañeros usen ese traje para salvar el pellejo.
Dejemos a Verne. Volvamos a la fría mañana de finales de enero de 1878 en la que Paul Boyton ha viajado de Nantes hasta Madrid. Durante el camino ha mirado y remirado un gran atlas de la península en el que están dibujados sus ríos. El gran Ebro promete, es caudaloso, ancho y rotundo. También el Duero, el Guadiana o ese Guadalquivir que tiene hasta un gran puerto en Sevilla y esturiones gigantes que producen un excelente caviar desde la época de los Reyes Católicos y que se venderá luego, más adelante, entre 1932 y 1970 con la marca de los aceiteros Ybarra. Pero es el río Tajo el que elige al final Paul Boyton porque sabe que es el más desconocido y según todos sus informantes es el más difícil e indómito. Nadie lo ha navegado nunca. Miro el Tajo, hoy manso y embalsado, verdoso o marrón, a través de los mapas online del Instituto Geográfico Nacional, y no puedo imaginar ningún tipo de salvajismo o bravura en sus aguas humilladas. Solo cuando cambio de fecha y miro las fotografías aéreas que hicieron los aviones norteamericanos del vuelo topográfico de 1956-57 puedo adivinar con facilidad la espuma de los cientos de rápidos, curvas y cañones que se ven incluso a tres mil metros de altura. Ahí tengo, por fin, delante de mis ojos, a vista de pájaro o de avión, el salvaje río que logró bajar Boyton arriesgando de verdad el pellejo.
PAUL BOYTON, UN TIPO DE LA ESTIRPE DE LOS GRANDES AVENTUREROS DEL SIGLO XIX
También miro la fotografía en sepia de Paul, bien repeinado, serio, con corbatita de lazo y chaqueta de anchas solapas. Es un hombre de complexión fuerte, cabellos bien peinados con raya a un lado, bigote caído y fina perilla descuidada. Lo que más llama la atención de la fotografía son sus ojos grandes y muy claros, seguramente azules. Su vida nunca será aburrida ni previsible. Nacido irlandés pero emigrado a los EEUU, con apenas dieciséis se alista en la marina y participa en la Guerra de Secesión en el bando de los confederados, a bordo del USS Hydrangea, uno de esos barcos de vapor de guerra forrados de chapas de acero a modo de blindaje que vigilaba la desembocadura del río James, en Virginia. Al poco nos lo encontramos a bordo de una goleta hacia las Indias Occidentales y se dedicará a bucear en el mar en busca de tesoros. Galeones no encontró muchos, pero sí perlas, preciosas caracolas y conchas raras que eran muy bien pagadas por los coleccionistas de todo el mundo. En uno de estos viajes su barco naufraga y nos lo encontramos, con poco más de dieciocho años, junto a los revolucionarios mexicanos de Benito Juárez contra Maximiliano de Austria, postizo emperador de México, que fue puesto allí por Napoleón III y fusilado, poco después, por demasiado moderno y delicado.
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