La ganadora del concurso de relatos de ciencia ficción #Historiasdemujeres, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Carola Zambrano, autora del relato ‘Nadar en el living’, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado un total de 1606 historias, son María Rosa Gaínza —autora de ‘Apenas un nombre’— y Pepe Llopis Manchón —autor de ‘Las dos grietas del poema XXIII’—, que recibirán por su parte 500 euros cada uno. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.
A continuación reproducimos los tres relatos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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GANADORA
Nadar en el living
Carola Zambrano
El living todavía es una pileta. Flotan dos colchonetas que yo misma inflé. Hace un calor de trópico y el camisón se me pega a la espalda. En la fiesta de anoche, agarré la manguera y llené el living de agua. Qué genial, me gritaste con los ojos grandes desde la otra punta y me sonreíste como cuando éramos novios y me mirabas bailar. Ni vos, ni yo, ni nadie esperaba que hiciera esa locura. Pero desde nuestra separación yo me había quedado sin guion y era libre de hacer lo que se me cantara. El piso tiene ese desnivel profundo, un rectángulo enorme sumergido dos metros. En los escalones yo ponía almohadones para sentarnos cuando éramos muchos, ¿te acordás? Nunca me gustó. Un capricho de un arquitecto de los setenta para dividir espacios. Los invitados se tiraron vestidos y nadamos fascinados sobre el piso de pinotea. Una pileta adentro. Nadar era lo único que nos faltaba hacer en la casa. Nos merecíamos un buen chapuzón de enero antes de que la tiraran abajo.
Ahora Lore y Maxi descansan transpirados sobre colchones en el que fue nuestro cuarto. Los veo tan largos, tan universitarios. Quisimos dormir los tres juntos. Ya mudamos los muebles y la casa se llenó de huecos.
Levanto descalza los platos del piso y pienso en el trabajo que me dieron estos listones de madera que había que encerar. Ya no importa: en unos días las topadoras van a demoler la casa para construir un condominio. Puedo ver las grúas violentas, la que tiene una boca con dientes de dinosaurio para triturar y la de la bola negra que destruye con saña. Romper todo. La casa como nuestra historia.
Traé a quien quieras, te había dicho, haciéndome la canchera. Después me arrepentí. Me hubiera muerto de verte llegar con una pendeja a la casa. No confiaba en tu criterio, tan desintonizado del mío en el último tiempo. No me animaba a preguntar si estabas con alguien. Te imaginaba con una pendeja para sentirte predecible, de libro. Me hubiera dolido más que vinieras con una mujer de mi edad. Apareciste solo, con un cajón de cerveza. Fue un alivio.
Bailamos, comimos y nos zambullimos hasta las seis de la mañana. Ayudaste a acomodar las mesas al final con Maxi y un par de amigos. Me pareció que querías quedarte a dormir con nosotros y me dio pena. Pero era nuestra nueva realidad. Lore lloró un poco antes de dormirse y la abracé.
Salgo al jardín a apilar sillas contra la pared. Maxi tocó con su banda en la fiesta y nos invitó a hacer un par de temas. Vos con tu guitarra jugaste a ser Cerati y yo canté Nada es para siempre con la emoción de los veinte. Los tablones del escenario asfixian el pasto que tanto nos empeñamos en cuidar. Me acuerdo de cuando los chicos mataban grillos topos con chorros de detergente y cuchillos. Nos tirábamos panza arriba en el jardín a contar pájaros blancos que volaban hacia el río. De noche vos regabas en patas y tarareabas canciones en un inglés inventado.
Reúno al costado de la galería los frascos con velas que decoró Lore. No sé adónde los voy a meter en el departamento. Parece más grande recién pintado. Te encantaría la luz que entra por el balcón. Pateo aerosoles que Lore trajo para que cada uno escribiera donde quisiera, daba igual. Leo los mensajes. Hay corazones y nombres de amigos, hay historia sobre las paredes. Veo mi grafiti: Chau, casita. Gracias por estos dieciocho años. Paso mi mano por las letras y no tengo fuerzas para seguir ordenando sola. Voy a esperar que se despierten los chicos. Podemos desayunar las tortas que sobraron de la fiesta y jugo de naranja.
Con un colador de fideos pesco vasos rojos que navegan en la pileta del living. Me siento en el borde y se me moja el camisón. Hundo mis pies. Está tibia. El agua habita, el agua sostiene, el agua transforma. Maxi me encuentra dibujando rayas fugaces sobre la superficie con las yemas de los dedos. Se sienta al lado mío: ¿Estás bien, ma? Voy a estar bien, le digo. Nademos.
FINALISTAS
Apenas un nombre
María Rosa Gainza
Le gustaba ver, desde el andén, cómo se organizaban las familias del barrio para llegar a tiempo a la estación de Garín. Algunas madres se juntaban en la puerta de la escuela esperando que sonara el timbre, y así poder sacar a sus chicos. Entre retos y risas, corrían a tomar el tren que los dejaría a todos en la estación de Victoria, para comer en el galpón de la Obra de Don Orione, una construcción de ladrillos rojos y techo de chapa cedida por los ferrocarriles a la iglesia. Algunos días ella también se quedaba a almorzar ahí. No siempre, porque los encargados le hacían demasiadas preguntas. Son recaretas, les decía a las madres del barrio, no quiero que me sicologeen.
La gente rica es buena, se repetía mientras circulaba con su enorme panza entre el calor y el vapor de los motores encendidos. La conocían. Sabían su nombre. Si necesitaba descansar o ir al baño, lo que era cada vez más seguido por el peso de su vientre, se corría unas cuadras hasta la estación de servicio. Allí también se habían encariñado con ella. Le regalaban la comida —aunque tenía plata para el sándwich y la gaseosa—, la dejaban pasar al baño y siempre le hacían chistes que la ponían de buen humor.
Una tarde del mes de julio aparecieron por su parada unas señoras muy amables y bien vestidas. Estaban recorriendo las calles con termos de chocolatada y facturas. Se quedaban conversando con los chicos de las esquinas y con las familias que llegaban de Garín. Sentados en la vereda, en una plaza o en el andén, compartían la merienda y la charla. Esas visitas se repitieron durante muchos miércoles. Luego de varias semanas los invitaron a un templo de la zona a jugar, hacer la tarea de la escuela o aprender costura. Un día de lluvia y frío, con la plata ganada ya en su monedero, ella decidió ir. A partir de entonces, todos los miércoles iba al templo judío. No era que le gustara coser, pero las señoras la trataban muy bien y no preguntaban. La acompañaban a los controles en el hospital, le compraron la medicación para la sífilis, le enseñaron a hacerse ropa y hasta le habían conseguido un cochecito y una cuna nueva. Los miércoles la Sole se olvidaba de la tristeza.
Recordó todo esto cuando amanecía. Los dolores eran cada vez más intensos y se achicaban las pausas entre contracción y contracción. Mejor no despertar a su mamá y a sus hermanas. De ellas solo había recibido insultos y golpes en los últimos meses. Que era una puta, que por qué no se lo había sacado, que una boca más para comer, que el pibito la había infectado, que había que hacerlo plata. Juntó la poca ropa que tenía para Abril —así llamaría a su bebé—, algunos pañales, el monedero con los ahorros y un papel con los números de teléfono de las señoras del Templo para darles la noticia. Cargó su bolso hasta la estación. No había nadie a esa hora. Niebla sobre el campo, escarcha y oscuridad. Frente a la estación habían abierto una agencia de remís. El dolor ya no la dejaba respirar. Tenía la opción de tomar el primer auto destartalado que esperaba pasajeros en la puerta, o tener a su bebé en el andén, pero no hubo que pensar demasiado: el chofer, al verla, le agarró el bolsito y la ayudó a subir a un coche, tratando de calmarla. Ella no dejaba de gritar y llorar.
Entró a la sala de parto a las seis de la mañana. La Sole Ríos tenía quince años cuando nació Abril. La sostuvo, la olió, la acarició, le besó la cara, deteniéndose en los ojos, la nariz, la boca y las orejas; la apretó contra su cuerpo. La oyó llorar cuando se la llevaron. Un murmullo de voces, pasos rápidos y nerviosos la pusieron en guardia, pero el sueño pudo más.
Cuando despertó, le dijeron que su hijita había nacido muerta.
Esa misma tarde salió del hospital. Junto al puesto de diarios de la esquina vio a su madre contando unos billetes. Con las fuerzas que le quedaban, la Sole corrió hacia ella, gritándole que le devolviera a Abril. Pero entonces apareció el custodio del hospital, un tipo grandote que la agarró del brazo y le dijo que se fuera o llamaba a la policía. Soledad Ríos supo que estaban arreglados el hospital con la policía y su familia. Otra lucha empezaba. Cargaba el peso de su nombre, un futuro que parecía marcado en ella desde siempre y la ilusión de borrarlo alguna vez.
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Las dos grietas del poema XXIII
Pepe Llopis Manchón
La dulcísima mañana en que Washigton Irving escuchó el poema XXIII de Nazhūn bint al-Qa‘ala, glosado por el poeta Ibn al-Yayyab, después de una arrítmica lectura que no pudo envilecer el candor de sus palabras, la fugitiva historia de un amor encerrada en aquellos versos encontró de nuevo un corazón sencillo en el que descansar algunos años más.
Al llegar a una fuente algo accesoria, Irving se percató de una pequeña grieta en la base de la misma de la que fluía, constante, una sola gota de agua. Deslizándose por el mármol veteado, la larga gota iba a parar justamente al fondo de otra grieta, esta vez ubicada en un pálido azulejo. De la comunión de ambas ranuras, como un secreto verdecido, nacía un brote intimidado de una muy honda hermosura.
Empujado por su astucia de escritor, y después de haber descubierto (tras los numerosos cuentos) que cada cosa en la Alhambra tiene su porqué, Washington Irving interrogó a su grupo sobre qué podría significar aquel prodigio minúsculo de la naturaleza y la técnica del hombre en perfecta armonía. Fue Pablo Hodar (nacido Bawlus b. Ilyās al-Haddā) quien contestó, gozoso, a su pregunta.
Arabista total, Hodar había quedado ya prendado en Coimbra, siendo apenas un estudiante, de la obra de Nazhūn bint al-Qa‘ala. Entre otros motivos que no cabe investigar aquí, fue la figura mítica de la poeta andalusí la que lo trajo a la Alhambra, confiriéndole la posibilidad así de intimar con Irving, y de hacerle conocer la dulcísima y triste historia del poema XXIII.
Canta Nazhūn bint al-Qa‘ala —cuenta Hodar— al amor de dos mujeres ilustradas, que vivieron sobre aquellos mismos empedrados de la Alhambra, muchos años ha. La primera de ellas, astrónoma, gran conocedora de las estrellas y de todos los cuerpos superiores de la bóveda celeste. La segunda, mística, en contacto directo con Al-lāh y las fuerzas telúricas de aquel espacio sagrado en el que ahora se encontraban. Desde niñas —explica Hodar—, ambas mujeres habían cultivado el arte de la palabra, la poesía, la retórica; habían dominado la matemática, se habían dejado aliviar por los encantos de la música; pero ante todo, ambas habían sucumbido a los preciosos tesoros del amor. Siempre juntas, una y otra conocieron los secretos más oscuros de la arquitectura andalusí, accedieron a cámaras que nunca volverá a pisar un hombre en esta tierra, leyeron grabados que nunca volverán a ser encontrados por ojo alguno que los busque; y conocieron así mismo los secretos más cándidos del violento amor. No obstante —dice Hodar—, una felicidad y una dicha tan puras son difíciles de soportar por el mundo de los hombres. El sultán del reino nazarí, de la misma edad que las dos ilustres, se reveló obsesionado por una de ellas, así como enervado por la pureza de su amor. Pasó por su cabeza la posibilidad de acabar con la vida de su contrincante, pero pronto entendió que eso no sería sino acabar con la vida de las dos. Así pues, una tarde cualquiera, les hizo llegar un mensaje con su mandamiento: al alba, la buscada se convertiría en su concubina y la otra marcharía de la Alhambra, o las dos beberían de la copa de la muerte.
Cuenta Hodar que la angustia sobrevino a las dos jóvenes. Su amor, su más preciado tesoro, tan poderoso, tan fuerte, viéndose amenazado por el dedo codicioso del poder. Pensaron en huir juntas, pero nadie podía escapar del sultán en el reino nazarí. Pensaron en condescender sus deseos, pero qué era sería entonces la vida sino un amargo sufrimiento. Desesperadas, acudieron a las mil estrellas del firmamento, a Al-lāh y a todos los ancestrales poderes de la Alhambra.
Y al llegar a este punto, Hodar hace silencio.
—¿Y entonces, amigo Hodar? —pregunta Washington Irving.
—¿Y entonces? Las súplicas fueron escuchadas —dice Pablo Hodar—. Ahí las tiene, amigo Irving. Dos grietas, una al lado de la otra; que a través de una mísera gota siguen perpetuando por siempre el hechizo de su dulce amor.
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