¡Matadme! ¡Matadme ya! No dilatéis el tiempo de esta vida sin valor. ¿Por qué me miráis así? — dijo, mientras sostenía impertérrita la mirada del que iba a ser su verdugo— ¿Qué te sorprende? ¿Acaso pensáis que una mujer debe comportarse como un tierno cervatillo ante la perspectiva de la muerte? ¿A qué os asusta la ausencia de miedo en una mujer? No estáis acostumbrados, ¿verdad?
—Calla, mujer —el bofetón que le propinó sonó tan fuerte como el chocar de dos carros en plena batalla.
Polixena no se amedrentó, se levantó de la arena, donde la había empujado la mano vengativa de su verdugo. Se sacudió la tierra de su quitón y dio dos zancadas que la colocaron tan cerca de él que sintió el calor de su aliento sobre su frente.
—¿A qué esperas, patán? Para eso me habéis traído hasta aquí. Clava tu espada sobre mi pecho, aquí —dijo, dándose golpes sobre sus senos semidesnudos—. Destroza este corazón que dejó latir en el mismo momento que vi caer a mi hermano sobre la arena.
—Esperamos al que tu llamas mi señor. Él es el que debe dar la orden de este sacrificio.
—Es verdad, se me había olvidado. No soy una esclava que va a morir por una riña doméstica, soy una mujer, una princesa, una heroína para los míos y una traidora para los vuestros que va a morir por la acción más justa y valerosa que pudiera cometer una mujer a la que los enemigos le han arrebatado todo.
—Calla, traidora. Te enorgulleces de haber sido la causa de la muerte de Aquiles y va a ser él mismo el que aún muerto reclama venganza.
—Como ves no temo ni a los fantasmas. Aquiles… Lo que hace el amor ¿verdad? Solamente yo me enteré de su debilidad. Aunque sus promesas supieron a miel en el lecho nupcial, no pudo cumplirlas, antes le llegó la venganza y la muerte. ¡Qué débiles os volvéis los hombres ante la mujer adecuada! Nadie lo sabía ¿verdad? Su inmortalidad no era tal y vosotros lo venerabais como un dios.
—Calla, que estás agotando mi paciencia y ya has probado un beso de mis manos, ¿quieres otro?
Polixena dio un paso hacia atrás, pisando a conciencia con su pie izquierdo la tumba de Aquiles. Allí yacía él, uno de los causantes de la desgracia de su familia y de su pueblo. Era un tímido acto de insumisión después de haber llevado a cabo el mayor acto de venganza: su muerte. Una venganza que se había fraguado en el yunque de la espera y ella había sabido esperar. Cuando acompañó por primera vez a su padre Príamo al campamento enemigo para pedir a Aquiles que le devolviera el cadáver mancillado de su hermano Héctor, se dio cuenta de que su presencia no le había sido indiferente, enamorarlo le costó menos de lo que pensaba. A veces los hombres más duros no se enamoran de un rostro bello y de un cuerpo perfecto, sino de una mirada tierna y comprensiva y de la ternura de una voz. Y ella supo cómo utilizar su mirada y flexionar su voz para cautivarlo. No pasó mucho tiempo desde que se conocieran a que la volviera a llamar ante su presencia. No pasó mucho tiempo desde el dolor de la muerte de su hermano al dolor de un matrimonio indeseado pero necesario. Aquiles pidió su mano como compensación —dijo— al perjuicio que le había supuesto deshacerse del cadáver de su enemigo, en realidad por las ganas, ganas de tenerla a su lado, ganas de contemplarla, ganas de poseerla.
Y su familia la lanzó a las fauces de su enemigo sin pensárselo dos veces, no sin antes encomendarle que debía vigilar de cerca los pasos de Aquiles e informarles de las decisiones adoptadas por el caudillo de los mirmidones y por las futuras acciones de los griegos, pues una de las condiciones que se habían impuesto a su matrimonio fue el fin de la guerra y la partida de aquellos.
Aquiles no solo no tardó en desnudar su cuerpo ante ella, sino también su alma y sus secretos más ocultos y, sobre todo, aquel que había guardado con recelo desde que fue consciente del peligro que suponía su revelación. Cuando ella supo que la mortalidad de él residía en su talón, salió del campamento mirmidón con la excusa de hacer unos sacrificios y llegó hasta el templo de Apolo, donde se hallaba, disfrazado, su confidente y hermano, Paris. Tras revelarle el gran secreto de Aquiles, trazaron un plan. Ella sería la encargada de atraer con cualquier excusa a Aquiles a aquel mismo templo, donde le esperaba la venganza. Llegó el día pactado, y a la hora acordada una flecha voló silenciosa desde el arco de Paris al talón de Aquiles, que cayó en tierra y comenzó a convulsionar. La muerte no tardó en llegar.
La esperanza de Polixena de volver al hogar pereció, como perecen los cervatillos en el altar de sacrificio, con un corte en el cuello y la salsa mola derramada por la cerviz. Quedó encadenada como esclava a la casa de Aquiles y del padre pasó a ser propiedad del hijo, hasta que el padre volvió. Aquiles resucitó entre los muertos con apariencia de fantasma para exigir la muerte de quien había sido causa de la suya y ahora ahí estaba, ante su verdugo, esperando la llegada del que debía dar la orden: Neptólemo.
Neptólemo llegó con aire circunspecto junto al acantilado. El sol comenzaba su descenso cuando dio la orden. El sacerdote pasó su cuchillo de sacrificio por el tierno cuello de la joven y vertió salsa mola sobre su cabello enmarañado. Ella, la hermosa Polixena, la última hija de Príamo, por orden del fantasma de Aquiles, debía servir como ofrenda ante la tumba de su padre y como ejemplo para cualquiera que quisiera vengarse de un mirmidón. Neptólemo recogió la sangre espesa en una negra crátera y la espació sobre la tierra, donde ya las plantas salvajes habían comenzado a crecer. De sus labios salieron las palabras del sacrificio, mientras el cuerpo exangüe de Polixena yacía insepulto en tierra. Con esto no solo vengaba la muerte del padre y aplacaba a su fantasma, sino que se aseguraba el feliz retorno de las naves a casa.
El nombre de Polixena se perdió en el recuerdo de los hombres, pasando desapercibido durante siglos, aun habiendo sido la causante de la muerte de un semidiós, un hombre inmortal: Aquiles.
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