Cuando apago la alarma del móvil no sé si he dormido o si me ha secuestrado un conglomerado de recuerdos. La ducha me araña, después me inyecto las lentillas por intuición, parecen bebés de medusa, evito mirarme en el espejo y me lavo los dientes en el balcón. Un aluvión de pájaros aterriza en un árbol frondoso para piar en tono de protesta, mientras un camarero coloca las mesas y las sillas con la desgana de alguien que se acuesta con una persona que ya no ama.
La primera vez que pisé esta ciudad fue hace una década, acompañé a un profesor de estudios semíticos que llevaba a un grupo de estudiantes norteamericanos. Aquellos estudiantes caminaban con chanclas bajo la lluvia. La última noche salimos todos para cenar en un restaurante cerca de la plaza de San Nicolás, la luna estaba hinchada de una furiosa luz sangrante que conjuntaba con la Alhambra.
Una estudiante se emborrachó y nos contó entre lágrimas que no estaba enamorada de su prometido, pero se casaría con él cuando terminase el curso. A la mañana siguiente, cuando regresábamos en el autobús le pregunté qué tal estaba, me dijo entre risas que tenía una resaca brutal. No recordaba nada de la noche anterior. A veces envidio profundamente a la gente que no tiene memoria.
Durante la época de insomnio los sueños se envuelven con la luz del día formando extraños paquetes de regalo. Soy un pretexto para el recuerdo, él me elige. La imagen de la estudiante que iba a casarse con los pómulos barnizados en llanto me acompañó hasta el Centro de Lenguas Modernas. El edificio tiene un patio interior y una fuente con forma de concha. El sonido del agua ahuyentaba los miedos de los árabes que hace siglos cruzaron desiertos hasta que llegaron a la península. En el desierto no permanecen las huellas. Recojo en conserjería unas llaves enganchadas a un adoquín de madera y me dirijo hacia el salón de actos. Comienzo la charla diciendo que la tarea de la filosofía era hacer habitable la contradicción, lo decía Unamuno, que lo copió de Hegel.
He sobrevivido, ahora falta encarar la mitad del día. Sigo con la sensación de estar teledirigido, voy hacia la oficina donde está el programa que me ha contratado. Se encuentra en un palacio de estilo ecléctico, la terraza es alabeada y al entrar veo artesonados, azulejos y relieves de grutescos que simulan el dolor de un rostro agonizante que según crece se transforma en flores. Subo por las escaleras y me llama la atención un azulejo vidriado en el que aparece Pan tocando el tallo de una flor como si fuese una flauta. Me paro y lo toco, como si quisiera hallar su verdad.
Hace cinco años estuve viviendo en Granada, debatiéndome entre quedarme o regresar a Madrid, decidí esta última opción, pero antes de marcharme, como he hecho con otras ciudades, me llevo un pedazo de ellas comprando algo en un anticuario. La mayoría de las personas que venden antigüedades son antipáticas, supongo que ellos también viven sus propias contradicciones. Deben vender, pero desean poseer. Algo similar sucede con el insomnio. Hablé con el dependiente durante un largo tiempo y compré ese mismo azulejo, tuve la sensación de arrancar una extraña flor dionisiaca de su primavera orgiástica. Ese mismo azulejo estaba ahí, el otro está en mi escritorio, es uno más en mi pequeño museo de las vidas naufragadas que voy acumulando. Acababa de encontrar su procedencia original. Soy lo contrario al desierto, soy un anticuario.
Después de comer, me monto en un autobús dirección a Jaén. Intenté dormir, pero aún seguía en guardia. Repasé la siguiente charla con la sensación de ser incapaz de comenzar una frase. El autobús es una selva de rostros cansados. Al bajarme, compruebo algo que se repite en cualquier estación, en los alrededores siempre hay personas que transitan purgatorios existenciales encaramados a cartones de vino o litronas. Salgo a la avenida Madrid donde me espera una sórdida pensión regentada por un ser hiperactivo con tatuajes. La habitación apesta a humedad y la televisión rezuma polvo en la grosera antigüedad de su negro volumen. Cuando se duerme solo, las pensiones o las habitaciones de hotel son desiertos donde florecen huellas imborrables. Me gustaría dejar el grifo encendido esta noche.
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