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Elia Kazan, el delator - Zenda
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Elia Kazan, el delator

Lo que sí se me antoja más romano —tanto como aquello de despedir a los muertos deseando levedad a la tierra que ha de cubrirles— es aquella frase o expresión, atribuida al cónsul Quinto Servilio Cepio, allá por el año 140 (a. e. c.). Al presentarse ante él los asesinos de Viriato, prestos a cobrar...

Sostiene Bertrand Russell que, en contra de lo que suele pensarse, no fue la antigua Roma la que inventó el fascismo en su forma primitiva. A decir del sabio, fue un hallazgo de Esparta. Y bien es cierto que los hoplitas espartanos —educados desde niños para morir defendiendo al estado— pueden ser todo un precedente de esos camisas negras, dispuestos a tirarse por la ventana sin preguntar el motivo si Mussolini daba la orden.

Lo que sí se me antoja más romano —tanto como aquello de despedir a los muertos deseando levedad a la tierra que ha de cubrirles— es aquella frase o expresión, atribuida al cónsul Quinto Servilio Cepio, allá por el año 140 (a. e. c.). Al presentarse ante él los asesinos de Viriato, prestos a cobrar lo prometido por haber dado muerte al caudillo lusitano, el cónsul les soltó aquel célebre: “Roma no paga a traidores”.

"A Kazan le llegó el turno en abril de 1952, mientras se aplaudía en la cartelera su ¡Viva Zapata! Cuatro meses antes, en una primera convocatoria, se había negado a colaborar con el maccarthismo"

Afortunadamente para Elia Kazan, durante la inquisición maccarthista (vulgo “la caza de brujas”), el Comité de Actividades Antiamericanas sí pagaba las deslealtades: quien delataba a sus compañeros en la militancia comunista podía seguir trabajando en Hollywood. Fue entonces, cuando, como comentaba Orson Welles, la izquierda de la pantalla estadounidense “se traicionó a sí misma para salvar sus piscinas”.

Aunque Joseph Raymond McCarthy era un senador republicano por Wisconsin, a partir de 1950 supo hacer partícipe de su anticomunismo a las dos cámaras estadounidenses. De hecho, el Comité de Actividades Antiamericanas, que emplazaba para interrogarles a los guionistas, actores y realizadores era una iniciativa de la cámara de representantes.

A Kazan le llegó el turno en abril de 1952, mientras se aplaudía en la cartelera su ¡Viva Zapata! Cuatro meses antes, en una primera convocatoria, se había negado a colaborar con el maccarthismo. Fue militante comunista algo menos de dos años, a comienzos de los 30. Duró entre ellos lo que el partido tardó en intentar ordenarle cómo dirigir su compañía teatral.

Dos décadas después, las consecuencias de haberse negado a colaborar con los alguaciles de McCarthy comenzaban a abrumarle. De modo que se mostró dispuesto cuando el Comité volvió a emplazarle. Sus inquisidores querían saber si pertenecía o había pertenecido al partido comunista. Lo admitió, contestó que sí. Y, para quedar exonerado de su culpa, delató al dramaturgo Clifford Odetts, y los actores J. Edward Bromberg, Lewis Leverett, Morris Carnovsky, Phoebe Brand, Tony Kraber, Ted Wellman y Paula Miller. Esta última habría de ser la futura esposa de Lee Strasberg.

"Querían ser titanes, prestos al asalto de los cielos; sólo eran humanos que, cuando empezaban los martirios, o cantaban o moría"

En su descargo, el realizador aseguró que todos los que denunció ya eran conocidos como comunistas por el Comité. No convenció a nadie. De modo que rodó La ley del silencio (1954), otra de sus obras maestras, la que le valió su segundo Oscar. Todo un alegato a favor de la delación en un lugar —los muelles de Nueva Jersey— donde el sindicalismo, como en el resto de los Estados Unidos, según el cine y la literatura, está, directamente, en manos de la mafia.

Cuando eran detenidos por la policía de la “reacción”, la práctica totalidad de los militantes comunistas eran sometidos a torturas. Suplicios calcados a los que practicaban ellos con los contrarrevolucionarios cuando sus revoluciones triunfaban. No olvidemos que el fin último de todo revolucionario es ser policía, agente siempre alerta para la salvaguarda del nuevo orden que la revolución ha puesto en marcha. Pues bien, todos los comunistas sabían que, cuando un camarada caía, sólo era cuestión de horas que se detuviese a toda la célula. Querían ser titanes, prestos al asalto de los cielos; sólo eran humanos que, cuando empezaban los martirios, o cantaban o morían.

Los lectores de André Malraux recordarán que en La condición humana (1933), Kyo, el líder de los comunistas que se debaten durante tres días en el Shanghái de la guerra civil china (1927-1949), lleva encima una cápsula de veneno para ingerirla, llegado el momento de enfrentar las torturas de los verdugos del Kuomintang. Tarde o temprano, el suplicio formaba parte de la militancia. Era una de sus liturgias, la que les elevaba a la categoría de mártires de la causa. Tanto era así que los camaradas comprendían, no solían enfadarse con quien les había delatado.

"Art Smith, uno de los grandes intérpretes de reparto de las dos pantallas de su tiempo, llegó a escribirle una carta dándole noticia de cómo su denuncia le había arruinado su actividad profesional y su vida privada"

Pero a Kazan nunca le perdonaron. Quizás porque el cineasta no tuvo que enfrentar tortura alguna. A excepción del suplicio psicológico que debió ser para él imaginarse vetado en Hollywood. La mayor industria fílmica del planeta estaba rendida a sus pies por la excelencia de Un tranvía llamado deseo (1951), la cinta que puso en marcha el mito de Marlon Brando. Siendo como era Kazan un emigrante de origen griego —nació en la Constantinopla otomana en 1909— que, en su país de origen, ya pertenecía a una minoría étnica marginada y perseguida, el dilema debió de ser de aúpa: hablar o renunciar al cielo, que ya había asaltado y rendido en el comienzo de su filmografía. A este respecto —sobre la peripecia de un emigrante por llegar a su tierra prometida— nos brindó otra de sus obras maestras: América, América (1963), mi favorita.

A Elia Kazan nunca le perdonaron, bien es cierto. Art Smith, uno de los grandes intérpretes de reparto de las dos pantallas de su tiempo, llegó a escribirle una carta dándole noticia de cómo su denuncia le había arruinado su actividad profesional y su vida privada. Welles, otro de los incluidos en las listas negras de entonces, muchos años después, entrevistado por la Cinemateca francesa en 1982, comentó que Kazan podía haberse negado a colaborar con el Comité y, al verse vetado en la pantalla estadounidense —como fue el caso de Dalton Trumbo y los diez de Hollywood, quienes prefirieron la cárcel a la delación— emplearse como director de teatro en Broadway, donde el Comité de Actividades Antiamericanas apenas se metió, y también hubiera ganado mucho dinero. Pero lo cierto fue que el realizador de Esplendor en la hierba (1962) eligió seguir en Hollywood y denunciar a sus compañeros.

"En 2010 me invitó a comer un editor que, entre falsas promesas, me habló de un fabuloso proyecto: dar a la estampa unos poemas, los que Stalin publicaba con el seudónimo de Soselo, profusamente ilustrados con las acuarelas de Hitler"

Nunca le perdonaron, bien es cierto. En 1999, cuando la inquisición maccarthista ya parecía un mal recuerdo, Hollywood decidió volver a distinguirle. Esta vez con el Oscar honorifico a toda su filmografía. La gala fue el domingo 21 de marzo. Llegado el momento de recoger la estatuilla de manos de Martin Scorsese y Robert De Niro —protagonista este último de El último magnate (1976), la última maravilla de Kazan—, los actores Nick Nolte y Ed Harris, asistentes a la gala como nominados, decidieron no aplaudir en señal de protesta. Frente a ellos, Lynn Redgrave, Meryl Streep, Helen Hunt y Kurt Russell, también intérpretes, puestos en pie, aplaudieron y vitorearon al delator con entusiasmo. En la calle, dos manifestaciones de signo opuesto se enfrentaron. En una estaban los represaliados por la inquisición maccarthista que aún vivían, y sus hijos; en la otra, los anticomunistas recordaban que los comunistas de Hollywood, como los del resto del mundo a excepción de los trotskistas, apoyaron a Stalin. “Negarle a un cineasta del talento de Elia Kazan el Oscar honorífico sería una mezquindad notable”, declaró Charlton Heston.

En 2010 me invitó a comer un editor que, entre falsas promesas, me habló de un fabuloso proyecto: dar a la estampa unos poemas, los que Stalin publicaba con el seudónimo de Soselo, profusamente ilustrados con las acuarelas de Hitler. Me pareció una idea sublime. Algo así como volver a unir a quienes su actividad criminal ya había convertido en pares: los dos mayores depredadores del siglo XX. Lástima que, como todo lo de aquella cita, aquello también se quedase en nada. Qué buen pórtico a esa eclosión poética, que empezó a vivir el panorama editorial español en los años siguientes, hubieran sido aquellos versos del genocida que tanto inspiró a Pablo Neruda, Miguel Hernández y Rafael Alberti. Nada mejor que equiparar la creación literaria de uno con la creación artística del otro. Toda una alusión a esa sintonía que hubo entre ellos cuando se repartieron Polonia en 1939. Dos caras de la misma moneda, eso es lo que fueron. Como esa cabeza de Jano, que en la mitología romana era el dios de las puertas, de los comienzos y los finales… El dios de la dualidad, en definitiva, que, en el caso de aquel singular artista que fue Hitler y aquel singular poeta que fue Stalin, sería un duplo de la misma perversión. Una furia criminal que, dejando a un lado las diferencias de la infausta retórica política —radicalmente opuestas—, fue idéntica.

"Tengo el convencimiento de que no hay ninguna diferencia entre ser perseguido y silenciado en nombre de la patria o serlo en nombre del pueblo"

Boris Pasternak fue acusado de subjetividad en la Gran Purga, que el camarada Stalin puso en marcha a lo largo de los años 30. Aunque se salvó del Gulag, tuvo que dedicarse a las traducciones del alemán —Heinrich von Kleist, Bertolt Brecht— y de Shakespeare. Casi 20 años después, Doctor Zhivago conoció su edición príncipe en la Italia de 1957. En aquel tiempo, la inquisición maccarthista ya había comenzado a declinar en Hollywood. Pero los represaliados entonces —quienes como los estalinistas que en verdad eran estaban de acuerdo con la enconada persecución de la URSS a Pasternak—, aún se veían obligados a escribir bajo un falso nombre, y a hacerlo, además, cobrando menos. Eso cuando no habían tenido que buscar otro empleo. Tengo el convencimiento de que no hay ninguna diferencia entre ser perseguido y silenciado en nombre de la patria o serlo en nombre del pueblo —las “mayorías sociales” que se llama ahora—. Se trata en ambos casos de salvar la vida y escribir donde se pueda bajo falso nombre.

Fuera o no condenable la postura de Kazan, lo cierto es que sus adaptaciones de Tennessee Williams y sus enseñanzas en el Actors Studio provocaron una auténtica catarsis en la interpretación cinematográfica estadounidense.

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Javier Memba

Tintinófilo, escritor y periodista con casi cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978–, Javier Memba (Madrid, 1959) es colaborador habitual del diario EL MUNDO desde 1990. Estudioso del cine antiguo, tanto en este rotativo madrileño como en el resto de los medios donde ha publicado sus cientos de piezas, ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción–La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008). Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014), un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada, es su última publicación hasta la fecha. Blog El insolidario · @javiermemba

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