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Cartas de Betelgeuse - Zenda
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Cartas de Betelgeuse

La humanidad no me necesita a mí ni yo tampoco a ella; su única utilidad es construir ciudades pintorescas para que yo disfrute de ellas un siglo o dos más tarde. Javier ha escogido el mejor momento para presentarnos a Lovecraft: todavía un joven escritor de poemas y artículos, con dolor de cabeza, que escucha...

La humanidad no me necesita a mí
ni yo tampoco a ella; su única utilidad
es construir ciudades pintorescas
para que yo disfrute de ellas un siglo
o dos más tarde.

Tengo a mi derecha los cinco tomos de las cartas selectas de Lovecraft, editados por Arkham House entre 1965 y 1976. El total abarca cerca de mil cartas entre las más de veinte mil que se conservan (otra cosa es la cantidad completa que escribió, posiblemente más de cien mil, según las estimaciones de L. Sprague de Camp aceptadas por la H. P. Lovecraft Historical Society: a uno se le parte el alma al pensar en esas ochenta mil que se perdieron). Sólo en el quinto tomo hay cerca de doscientas de una extensión apabullante: la media ronda en torno a las veinte páginas, todas ellas transcritas en su integridad a partir de los originales —con algunos errores de comprensión, tampoco demasiado importantes—, que parecen dibujos en virtud de la bella caligrafía de Lovecraft. Ya el hecho de pensar en tomar un solo tomo y desprenderlo de cien o doscientas cartas, recortar lo que pueda considerarse prescindible y tratar de darle al conjunto una coherencia a la altura de su autor me paraliza de pura impotencia, y —lo digo sin exagerar— al borde mismo del llanto. He aquí un consejo a Clark Ashton Smith. He aquí una tímida protesta ante Elizabeth Toldridge, tras haber reescrito “A través de las puertas de la llave de plata” (una secuela de Hoffmann Price “a mi vieja Llave de plata”) al comprobar que el cuento de su amigo era del todo “falso al espíritu del original”. He aquí unas palabras, fechadas el mismo día, al propio Hoffmann Price, en las que pasa por alto el problema de la llave y se detiene a reflexionar, no amargamente sino con algo parecido a un encogimiento de hombros, y al hilo de su descubrimiento de Hope Hodgson (“en el que todavía me solazo”), acerca de cómo “el rechazo a En las montañas de la locura ralentizó toda mi carrera como escritor”, y se lamenta de los errores que comete en sus escritos y de aquellos que ya nunca más cometerá. ¿Cómo hace uno para desprenderse de todo eso? Ahora pensemos que Javier Calvo, editor y traductor de esta selección (primera, esperemos, de muchas), no sólo se las ha tenido que ver con los cinco tomos de Arkham House sino también con parte de la edición en proceso de Derrick Hussey, S. T. Joshi y David E. Schulz en Hippocampus Press, incluidas las galeradas de un material todavía por publicar. Yo miro mis dos tomos con su letra abigarrada de la correspondencia entre Lovecraft y Howard y los otros dos entre Lovecraft y Ashton Smith (más de mil quinientas páginas de pura ensoñación: pero qué otra cosa se puede decir de un hombre que vivió básicamente una vida de interior), y de nuevo al imaginar la pesadilla de tomar las tijeras siento que me podría echar a llorar. Una vez más: ¿cómo hace uno para desprenderse de tantas cosas encantadoras? ¿Y cómo hace uno para que en el resultado final —un tomo de más de quinientas páginas, con preciosas ilustraciones de época y otras hechas por la propia mano de Lovecraft, y con una introducción impecable no sólo a una monumental correspondencia sino también al propio autor— sea tan espléndido como para que un lector que, como yo, ha pasado tres cuartos de su vida acurrucado a los pies de Lovecraft no eche nada de menos?

"Las cartas, además del único diálogo que podía mantener un recluso, eran también para Lovecraft un taller en el que sembraba y recogía las virutas de sus historias y poesías futuras"

Javier ha escogido el mejor momento para presentarnos a Lovecraft: todavía un joven escritor de poemas y artículos, con dolor de cabeza, que escucha embelesado a otro escritor también con dolor de cabeza, Lord Dunsany. Después es ese joven entrando y saliendo de metros y tranvías, encerrado en su mente, leyendo un tomito prestado de Los dioses de Pegāna. Conviene leer pausadamente y reconocer la extrañeza que tenemos aquí: Lovecraft en metro (algo que en cuestiones de rareza sólo puedo comparar con cierta foto de Kafka en bañador, sonriente y enjuto, sentado como un indio sobre la arena de una playa). En menos de un mes, el joven de los tranvías y los dolores de cabeza ya ha terminado el primer cuentecito a la manera de Dunsany. Esto lo sabemos por la siguiente carta, del 3 de diciembre de 1919, y por una más, fechada ocho días más tarde, también sabemos que ha concluido “en rápida sucesión “La nave blanca”, “La calle”, “La maldición que cayó sobre Sarnath”, “El testimonio de Randolph Carter”, “El terrible anciano” y “El árbol”, tras nueve años de silencio, desesperado por su “capacidad de escribir nada que tuviera la elegancia de Poe”. Dunsany, y un paseo junto a su tía por el cementerio de Swam Point, que le llevó hasta “una lápida en ruinas con una calavera y unos huesos tenuemente grabados en su superficie de pizarra” (y donde aún se leía la fecha: 1711), resucitaron su “infancia perdida” como escritor de relatos de lo extraño, de autor encandilado por la pura diversión. Hacia el final de esta carta aparece ya un Lovecraft que muy pronto nos acostumbraremos a reconocer: el que escribe por el placer de hacerlo (“toda la diversión reside en la escritura. Urdir un argumento y evocar con el lenguaje adecuado una imagen horrible o fantástica, ese es ahora mi pasatiempo favorito”), y que siente un aristocrático —y no del todo cierto— “desprecio por el público”. También iremos viendo al Lovecraft que escribe prolijamente a un cónclave de amigos cada vez más alarmados por su abrumadora correspondencia: como explica Javier en su introducción, muchos de ellos dejaban pasar semanas sin responderle para evitar distraerle de la escritura de novelas y relatos. Pero las cartas, además del único diálogo que podía mantener un recluso, eran también para Lovecraft un taller —como lo fueron las suyas para Keats— en el que sembraba y recogía las virutas de sus historias y poesías futuras.

"Otra carta abre la puerta del taller y nos permite asistir al proceso de escritura de Lovecraft, a la transición desde lo etéreo a una materialidad que en su resultado final, sin embargo, no dejará de ser dudosa"

La selección que ha hecho Javier es particularmente brillante, habida cuenta de las dificultades a las que se enfrentaba, y arroja algo más que una alargada sombra de la personalidad de Lovecraft sobre nosotros sus lectores (los que sólo conocen sus narraciones y los que hemos frecuentado un poco más su trato). Aquí tenemos un retrato de sus opiniones sobre la literatura moderna —con apaleamientos a T. S. Eliot y Walt Whitman incluidos—, sus crecientes desvelos económicos, su absoluta falta de sentido práctico, sus famosos criterios raciales, que durante años han sido (y siguen siendo) maliciosamente descontextualizados o entrañablemente mal comprendidos, su no menos famosa convicción de formar parte de otro siglo, y sobre todo una amplísima y robusta visión del arte, el propio y el ajeno, que se desgrana en pensamientos sorprendentes, cuando no profundos, cuando no memorables. Un ejemplo, tomado al azar, aparece en la carta del 13 de mayo de 1923, dirigida a Frank Belknap Long, autor de Los perros de Tíndalos (que también cuenta con una excelente edición de Javier Calvo). Aquí se nos aparece el Lovecraft amigo de los ángulos muertos que gusta de enseñar las pezuñas hendidas mediante la sugerencia:

¿Goya? Sí, hijo mío, tengo que descubrirlo. No hay duda de que es afín al tipo de terror que me gusta, aunque el arte pictórico está más lejos de mis centros de conciencia que el arte literario. Y bien pensado, no estoy seguro de si me gusta ese terror de brocha gorda de los maestros realmente decadentes. Por alguna razón no me emocionan tanto los osarios o cónclaves de demonios visibles como la sospecha de que existe una bóveda llena de huesos debajo de un castillo inmemorialmente antiguo, o de que cierto anciano participó hace cincuenta años en un cónclave demoníaco. Anhelo lo etéreo, lo remoto, lo sombrío y lo dudoso; cada vez detesto más la vida y todo lo relacionado con ella, y ansío esos reinos nebulosos del espíritu que saben evocar Machen o Dunsany.

“Anhelo lo etéreo, lo remoto, lo sombrío y lo dudoso”: este pasaje, tan eufónicamente traducido por Javier, podría valer por cualquiera de los versos de Hongos de Yuggoth (treinta y seis sonetos, dicho sea de paso, escritos en apenas ocho días), y hasta cierto punto su eco se deja oír en el soneto XXX, titulado Background. Otra carta, fechada el 19 de diciembre de 1929, abre la puerta del taller y nos permite asistir al proceso de escritura de Lovecraft, a la transición desde lo etéreo a una materialidad que en su resultado final, sin embargo, no dejará de ser dudosa. En el pasaje alude al relato titulado “El túmulo”, una historia de Zealia Bishop que reelaborará como fantasma —calificarlo de “negro” como poco le hubiera descolocado— y que no aparecería publicado hasta después de su fallecimiento, en la revista Weird Tales (1940):

Como ya sabe usted, mi relato trata de un mundo subterráneo de antigüedad increíble situado debajo de la región de montículos y aldeas del sudoeste americano y de la visita que allí hizo entre 1541 y 1545 uno de los hombres de Coronado, Pánfilo de Zamacona y Núñez. Se trata de un lugar iluminado por un resplandor azul resultado de la fuerza magnética y de la radiactividad, y poblado por los protohumanos primordiales que se trajo de las estrellas el Gran Cthulhu: una raza olvidada y decadente que cortó sus lazos con el mundo superior al hundirse la Atlántida y Lemuria. Pero había una raza de seres en la Tierra infinitamente más ancianos que ellos… Acerca de esta idea “interplanetaria” mía, empezaría como un fenómeno onírico que se cierne sobre la víctima en forma de pesadillas recurrentes, como resultado de su concentración mental en un oscuro mundo transgaláctico. Finalmente los sueños lo envuelven del todo y dejan su cuerpo vegetando en coma en un manicomio mientras su mente deambula desolada e incorpórea para siempre sobre las piedras penumbrosas de una civilización de Cosas alienígenas muerta desde hace eones en un mundo que ya estaba en ruinas antes de que nuestro sistema solar evolucionara a partir de su nebulosa primordial. [Aquí, por cierto, se ve la buena mano de quien también ha traducido a Foster Wallace.] Dudo que le dé un tratamiento de fantasía, sino más bien de lúgubre y macabra pieza cuasirrealista. Intentaré conseguir eso mismo que todos los demás escritores interplanetarios rechazan de forma despreocupada y deliberada, a saber: la sensación de enormidad completa, sobrecogedora y casi enloquecedora que hay implícita en la noción misma de ser transportado a otro mundo, ya sea en cuerpo o en mente. Prácticamente todos los autores pasan por alto esta cuestión en un grado que no puedo evitar considerar ridículo.

"Un lector prejuicioso nunca entenderá a Lovecraft, eso desde luego, ni sabrá lo que se pierde al dejar de leerlo; pero no es menos cierto que un lector prejuicioso siempre será un mal lector"

Este largo pasaje que cito, y que podría ser mucho más largo si yo tuviera el mismo desapego de Lovecraft hacia los lectores y me olvidara de que también ellos tienen una vida que vivir, lo traigo aquí principalmente por dos motivos: uno, para que veamos, con la puerta del taller medio abierta, el proceso de la mente de Lovecraft trabajando con sus planes previos pero también discurriendo sobre la marcha; y dos, para disfrutar de la tersura de su prosa (una prosa que en las cartas sorprende por su casi total ausencia de añadidos y tachaduras) y de la no menos tersa traducción de Javier, que consigue una pasmosa transparencia. También lo traigo para que aquellos que suelen torcer el morro cuando sale a colación el nombre de Lovecraft, con sus dioses impronunciables (afortunadamente), sus locos semivegetales en manicomios apartados, sus libros traducidos por árabes misteriosos y su comercio con vegetales de verdad, o lo que sean esas cosas procedentes de otros mundos, se sientan con todo el derecho de seguir torciéndolo… a pesar de que las tierras y los dioses soñados por Lovecraft no dejan de ser tan reales o irreales como la Troya antigua o la Ohio en llamas (véase DeLillo) de hace cuatro mañanas. Un lector prejuicioso nunca entenderá a Lovecraft, eso desde luego, ni sabrá lo que se pierde al dejar de leerlo; pero no es menos cierto que un lector prejuicioso siempre será un mal lector, así que no sé qué estamos haciendo preocupándonos por él.

Lovecraft vivió una vida más breve de lo que sus lectores hubiéramos querido; más larga, probablemente, de lo que hubiera querido él. Escribió medio centenar de obras que no son sólo un monumento a la imaginación y un vínculo con una antigua tradición literaria que muchos le niegan: también son una puerta abierta —como las que aparecen en “Las ratas de las paredes”, y en todos esos sótanos enrevesados a los que se llega levantando una losa con argolla en “La búsqueda en sueños de la ignota Kadath”— a un universo indiferente y devastador cuyos extraños dioses podrían, de un modo horrible y desesperado, explicar el nuestro. Descreía, sin embargo, de las realidades vislumbradas a través de los desgarros de su propio cosmos con la misma pasión con la que hacía oídos sordos a los elogios o desdeñaba sus propios escritos. Fue un gran soñador, un gran escritor, y ahora sus lectores podrán saber también que —como Byron o Flaubert, otros dos perfectos odiadores y prolijos corresponsales— fue un no menos grande escritor de cartas. Se le debía, desde hace años, una edición a la altura. Pese al inmenso trabajo realizado por tantos editores y traductores como lo han mimado, desde Rafael Llopis hasta Francisco Arellano, desde Francisco Torres Oliver a Juan Antonio Molina Foix, las cartas de Lovecraft seguían quedando olvidadas, tras las continuas reediciones de sus cuentos, como una de las grandes deudas pendientes del mundo editorial español. Una deuda que ya empieza a verse saldada gracias al fantástico hacer de Javier Calvo (te perdonaremos, aunque sea con los dientes apretados, eso de que Ashton Smith “no ha resistido el paso del tiempo”) y al cuidado característico de una editorial que crece cada año que pasa sobre su propio catálogo.

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Autor: H. P. Lovecraft. Edición y traducción: Javier Calvo. TítuloEscribir contra los hombres: H. P. Lovecraft, Cartas, I. Editorial: Aristas Martínez. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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Lorenzo Luengo

Lorenzo Luengo (1974) ha publicado las novelas La reina del mediodía (2002), El quinto peregrino (2009), Amerika (2009) y Abaddon (2013), la colección del relatos El satanismo contado a los niños (2014) y la primera edición completa en español de los Diarios de Lord Byron.

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