Cada vez que Sabina reaparece sobre un escenario, cosa que hizo “Contra todo pronóstico” —la gira se llama así, que conste— en San José de Costa Rica el sábado 25 de febrero, se manifiesta en mi psique un instinto irreprimible, eléctrico y marujo que, citando a Robe, “me empuja, me eleva y me lleva” a Google o a Youtube para bichear qué hay de nuevo en el repertorio del ubetense, hacia dónde sopla su viento. Se trata de un voyerismo íntimo y, hasta cierto punto, vergonzante: lo ideal sería conjugar el verbo “esperar” como Cronos manda y así, cuando llegue el momento, zambullirse plenamente en la sorpresa, paladear sin spoilers lo inesperado, resistirse al inmediatismo febril de lo digital. Y sin embargo…
Comparte Sabina con Lope, Lorca y Leonard Cohen ese duende que, maridando rigor literario y cultura popular, entronca con el tuétano basal del alma, o como se llame, del Homo sapiens. Su cancionero, una antítesis del supermercado contemporáneo de identidades, clava sus agujas de acupuntor en ese máximo común divisor que nos hace hombres y mujeres, en esa carta universal de pasiones que mueven, remueven y conmueven a la tropa desde que un fulano acadio escribiera, hace más de cuatro milenios, el Poema de Gilgamesh: la mentira, la melancolía, la soledad, el rencor, el despecho, el amor y, sobre todo, el desamor y el deseo. Eros y Tánatos chapotean, felices e infelices, con magisterio y sin resistencia, terriblemente humanos, al ritmo de J. J. Cale por “Ganas de”, por la luminosa y, en el fondo, fatalista “Ahora que”, por la gélida revolución caducada de “Leningrado”. Su eclecticismo salvaje, la rabiosa variedad de su obra, invitan al eufórico a desgañitarse con “La del pirata cojo” o con “Pacto entre caballeros”, y al triste, al que no tiene ganas de vivir cuando llueve como nunca (Vallejo), a refugiarse en los soportales de «Siete crisantemos» o de “Amor se llama el juego”, etcétera.
En “Sintiéndolo mucho”, Sabina canta, con la ternura de un velocirraptor domesticado, que “por fin ayer llegó la hora tan temida / de hacer balance de mi vida / y terminar esta canción”. El paso del tiempo ya asomó en sus letras por los 80, en aquellos versos en los que recordaba que “Cuando era más joven” viajó en sucios trenes que iban hacia el norte, e hizo bulto en la década siguiente con las fantásticas “Tan joven y tan viejo” y “A mis cuarenta y diez”. Descascarillada ya la máscara de Peter Pan, liberado de la desidia compositiva en la que se sumió durante la maldita pandemia, anda el bardo obsesionado con envejecer sin dignidad, o eso cuenta, y cocinando con Leiva nuevas canciones, y recorriendo la Hispanidad entera —“Se llevaron el oro y nos dejaron el oro” (Neruda)— con su banda. Desmintiendo a sus sepultureros. Avinagrando a sus, como dicen los modernos, haters. Y alegrando a los suyos, que es lo que importa. Quienes tenemos hambre de su arte no vemos la hora de disfrutarlo en directo. Bendita suerte la mía: me saciaré en Buenos Aires. Ya les contaré.
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