Último acorde
Tuvieron que pasar décadas para que se hablara y se escribiese con cierta normalidad de la revolución de 1934, y algunas más para que el asunto trascendiera las lindes historiográficas o ensayísticas y se introdujera por los resquicios de la narrativa. El desconocimiento generalizado acerca del llamado «octubre rojo asturiano», las tergiversaciones con que el franquismo exageró o falseó —con gran fortuna— sus líneas argumentales básicas y la corriente revisionista que hace lo que puede por culpar a aquel levantamiento en las cuencas mineras del golpe de estado que desencadenaría dos años más tarde la guerra civil envuelven el episodio en una espesa nebulosa que no muchos autores se animan a desentrañar. De ahí que resulte encomiable el esfuerzo que hace una década comenzó a pergeñar La balada del norte y que ahora, tras algún que otro cambio en el plan inicial —empezó siendo una serie de dos volúmenes que se convirtió en trilogía hasta que su autor se percató de que la trama necesitaba un desarrollo mayor— llega a su fin con la publicación del cuarto y último tomo, quizá el más redondo y también el más triste, porque en él se completa el perfil de unos personajes que resultan inevitablemente familiares a los lectores de la saga y se apuntan las consecuencias dramáticas de una osadía por la que sus protagonistas pagaron un precio alto. No soy especialista en el tema y no sé si existe, en el ámbito de la novela gráfica española, un empeño similar al que ahora ha rematado Zapico. Además de urdir algo tan complejo como una ficción histórica en la que se ofrecen todas las claves que hacen falta para comprender unos sucesos tan poliédricos sin caer en la tentación de exhibir el plumaje documental, crea en sus márgenes un territorio imaginario a semejanza de otros grandes predios ficticios de la literatura y lo convierte en coartada desde el que ensamblar, dentro de la gran trama central, escenas y líneas argumentales que van del thriller al western, pasando por la novela romántica e incluso la indagación folletinesca. Ha tenido, además, el talento y la consideración de rematar su gloriosa epopeya de derrotas con un pequeño final feliz que es una especie de resarcimiento para los lectores, porque ni los personajes ni las razones que los empujaron a tomar las armas merecían el oprobio al que los condenó la historia.
Los juicios de Buenos Aires
No tuvo la dictadura militar argentina el mismo empaque que la Segunda Guerra Mundial ni se pueden enorgullecer los Estados Unidos del triste papel que jugaron en ella. De ahí que el proceso judicial que en 1985 sentó en el banquillo a los responsables de los crímenes de lesa humanidad que se cometieron en todo el país entre 1976 y 1983 no sea tan conocido como los famosos juicios de Núremberg que, de 1945 a 1946, depuraron las responsables de los jerarcas nazis en su delirio megalómano. Sin embargo, el caso argentino tuvo dos peculiaridades: la primera, y más importante, que fue la primera causa de la historia en la que el poder civil se arrogó la legitimidad que le correspondía frente a las fuerzas del ejército; la segunda, que el peso de la acusación recayó sobre un solo hombre, el fiscal Julio César Strassera, quien de un día para otro se vio cargando a sus espaldas el peso de una responsabilidad histórica: la de encarnar a un país que tenía que castigar la infamia de sus verdugos. «La historia no la hacen tipos como yo», dice su personaje, interpretado por el portentoso Ricardo Darín, en un momento de Argentina, 1985, la magnífica película en la que Santiago Mitre, ayudado en el guión por Mariano Llinás, recuerda aquellos días cruciales para el devenir de una democracia aún incipiente. Es una apreciación que parece exacta cuando atendemos no a la propia historia, sino al relato que se acostumbra a hacer de ella y que siempre aparece protagonizado por grandes prohombres y aguerridos combatientes, pero que se antoja falaz cuando se indaga en los engranajes que mueven el mundo y se advierte que en muchas ocasiones son las personas aparentemente pequeñas las que impulsan o hacen realidad los grandes cambios que terminan dejando impronta. Gente gris, o anodina, o vulgar, que pasa por la vida sin la menor intención de dejar huella hasta que el azar los sitúa en una encrucijada ante la que tienen que decantarse o les otorga una posición que los convierte en imprescindible para sacar adelante gestas que de ningún modo se habrían dado sin su concurso. Gutenberg estuvo a punto de arruinarse cuando alumbró un invento que fue crucial para la humanidad, y Colón no habría llegado a ninguna parte sin la colaboración de los marineros anónimos que impulsaron a través del océano su nao y sus carabelas. Nadie sabía nada de Rosa Parks antes de que se negara a ceder su asiento en el autobús a un hombre blanco, como tampoco hubo noticias de Harvey Milk hasta que consiguió sacar adelante la primera ley contra la discriminación de los homosexuales que se aprobó en California. Toda una eminencia como Borges, entonces ya candidato al Nobel, fue incapaz de dimensionar la miseria moral de los militares hasta que la expuso a la luz pública aquel hombre gris que fue Strassera, un tipo del montón que en el momento justo se atrevió a asumir el papel que le correspondía, y miró a la cara al horror, y le hizo frente.
Como Ícaro
Qué conocido es el cuento, con qué frecuencia se repite su argumento y, sin embargo, cuánto nos cuesta aprender lo que enseña. Pese a que su padre le aconsejó que no volara demasiado alto con las alas que le había fabricado, pues su consistencia era relativa, Ícaro desoyó la recomendación y ganó cada vez más y más altura hasta que se situó tan cerca del sol que la fuerza de éste terminó derritiendo el invento de Dédalo y precipitándolo al mar, donde murió ahogado. Lo perdió su ambición, igual que pierde a tantos que ansían aparentar lo que no podrán ser nunca y esperan que oropeles inanes los revistan de una autoridad o un predicamento del que carecen porque jamás se han ocupado de cultivar lo que realmente les podía garantizar ambas virtudes. Hace unos meses, en Dublín, me encontré con una vieja máxima en la que Swift advertía que un cuerpo humano adopta para trepar la misma posición que emplea para arrastrarse. Un compatriota suyo, George Bernard Shaw, pareció inspirarse en él para componer otra apreciación afortunada: «El hombre puede escalar hasta las cumbres más altas, pero no puede vivir allí mucho tiempo.»
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