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Confesión, de Lev Tolstói - Zenda
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Confesión, de Lev Tolstói

Cuando alcanzó los 50 años, Lev Tolstói llegó a la conclusión que tanto sus logros literarios como su propia existencia carecían de sentido, y empezó a pensar seriamente en el suicidio. Confesión es la crónica escrita de su puño y letra sobre aquella época y, acaso igual de importante, sobre la búsqueda de la verdad...

Cuando alcanzó los 50 años, Lev Tolstói llegó a la conclusión que tanto sus logros literarios como su propia existencia carecían de sentido, y empezó a pensar seriamente en el suicidio. Confesión es la crónica escrita de su puño y letra sobre aquella época y, acaso igual de importante, sobre la búsqueda de la verdad que le llevó a transformar su vida para siempre.

En Zenda publicamos las primeras páginas de Confesión (Navona), traducida por Marta Rebón.

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1

Fui bautizado y educado en la fe cristiana ortodoxa. En los principios de esta fe me instruyeron desde niño, durante toda mi adolescencia y en mi juventud. Pero, cuando a los dieciocho años abandoné la universidad en segundo curso, yo ya no creía en nada de lo que me habían enseñado.

A juzgar por algunos recuerdos, nunca creí de verdad, solo tenía confianza en lo que mis mayores me enseñaban y profesaban ante mí; pero esa confianza era muy vacilante.

Recuerdo que un domingo, cuando tenía unos once años, recibimos la visita de un chico que estudiaba en el liceo, Volodinka M., muerto ya hace mucho tiempo, quien nos anunció como una gran novedad un descubrimiento que había hecho en el liceo. El descubrimiento era que Dios no existía y que todo cuanto nos enseñaban no era más que pura invención (esto sucedió en 1838). Recuerdo cuánto se interesaron mis hermanos mayores por esta noticia; incluso me llamaron para que participara en el coloquio. Todos, me acuerdo, estábamos muy excitados y acogimos la noticia como algo muy interesante y del todo posible.

Recuerdo también que cuando mi hermano mayor, Dmitri, estaba en la universidad, con la pasión propia de su naturaleza abrazó de repente la fe, y comenzó a asistir a los oficios religiosos, a hacer ayuno y a llevar una vida pura y moral, todos, incluso los más mayores, no dejábamos de burlarnos de él y por alguna razón lo apodamos Noé.

Recuerdo que Musin-Pushkin, a la sazón supervisor de la Universidad de Kazán, nos invitó a un baile y trató de convencer a mi hermano, que se negaba, diciéndole en tono de burla que incluso David había bailado delante del Arca. Yo compartía entonces las burlas de los mayores y la conclusión que saqué es que era preciso estudiar el catecismo, ir a misa, pero que no hacía falta tomárselo demasiado en serio. Recuerdo también que, a una edad muy temprana, leí a Voltaire, y que sus burlas, lejos de escandalizarme, me divertían mucho.

Mi desarraigo de la fe se produjo del modo habitual entre la gente que ha recibido nuestro mismo tipo de educación. Me parece que en la mayoría de los casos sucede así: la gente vive como vive todo el mundo, y todo el mundo vive basándose en principios que no solo no tienen nada que ver con la fe, sino que, las más de las veces, son contrarios a ella. La fe no participa en la vida, no regula en modo alguno nuestras relaciones con los demás ni es preciso que la confirmemos en nuestra propia vida; la fe se profesa en algún lugar lejos de la vida y al margen de ella. Si nos topamos con la fe, será solo como un fenómeno externo, no ligado a la vida.

Por la vida de una persona, por sus actos, hoy igual que ayer, es imposible saber si es creyente o no. Si existe alguna diferencia entre los que profesan abiertamente la ortodoxia y los que la niegan, no es en beneficio de los primeros. Ahora, como entonces, el reconocimiento público y la profesión de la ortodoxia se encuentran, en gran medida, entre personas estúpidas, crueles e inmorales, que se consideran muy importantes. La inteligencia, la franqueza, la honradez, la bondad y la moralidad se suelen hallar, por el contrario, entre los hombres que se reconocen como no creyentes.

En las escuelas se enseña el catecismo y se manda a los alumnos a la iglesia; a los empleados públicos se les exigen cédulas de comunión. Pero el hombre de nuestra clase social que ha acabado sus estudios y no ha entrado al servicio del Estado, aún en nuestros días y todavía más en el pasado, puede vivir décadas sin recordar ni una vez siquiera que vive entre cristianos y que él mismo es considerado un miembro practicante de la fe cristiana ortodoxa.

Hoy, igual que ayer, la doctrina de la fe admitida sobre la base de la confianza y sustentada por la presión externa se extingue poco a poco bajo la influencia del conocimiento y de las experiencias de la vida contrarias a esa fe, y, muy a menudo, el hombre vive largo tiempo imaginando que la fe que le inculcaron en su infancia permanece intacta en él, cuando en verdad no queda ni rastro de ella.

S., un hombre inteligente y sincero, me contó cómo dejó de creer. Tenía veintiséis años cuando un día, durante una expedición de caza, haciendo noche en un albergue, se puso a rezar según la vieja costumbre adquirida de niño. Su hermano mayor, que estaba con él de cacería, yacía sobre el heno y le miraba. Cuando S. hubo terminado y se disponía a acostarse, su hermano le preguntó: «¿Todavía haces eso?». Y no se dijeron nada más. Desde ese día, S. dejó de arrodillarse para orar y de ir a la iglesia. Y hace ya treinta años que no reza, no comulga, no va a la iglesia. Y no porque hubiera descubierto las convicciones de su hermano y las compartiera, ni porque hubiera decidido algo en su alma, sino únicamente porque las palabras de su hermano fueron como la presión de un dedo contra una pared que estaba a punto de caer por su propio peso. Esas palabras le mostraron que allí donde él pensaba que había fe hacía tiempo que había un lugar vacío y que, por tanto, las palabras que pronunciaba, las cruces y las genuflexiones que hacía mientras oraba eran, en esencia, acciones desprovistas de sentido. Al percatarse de su absurdidad, no pudo continuar haciéndolas.

Lo mismo le ha pasado y le sigue pasando, creo yo, a la inmensa mayoría de la gente. Hablo de personas con nuestra educación, de personas sinceras consigo mismas, y no de los que hacen del objeto de la fe un medio para alcanzar cualquier fin efímero. (Estos últimos son los ateos más radicales, porque si la fe es para ellos un medio para alcanzar algún fin mundano, a buen seguro que no se trata de fe). La gente con nuestra educación se encuentra en una situación en la que la luz del conocimiento y de la vida ha derretido el edificio artificial, y, o bien se han dado cuenta ya y han liberado ese espacio, o aún no se han percatado.

La fe que me fue transmitida en la infancia me abandonó de igual manera que a otros, con la única diferencia de que, como yo comencé a leer y a pensar mucho a una edad temprana, mi abjuración de la fe se dio muy pronto y con total discernimiento. A los dieciséis años abandoné la oración y por iniciativa propia dejé de acudir a la iglesia y de ayunar. Ya no creía en lo que me habían transmitido en la infancia; creía en algo, pero no hubiera podido decir en qué. Creía en Dios o, más bien, no negaba a Dios, pero no podía decir qué clase de Dios era ese. No negaba a Cristo ni sus enseñanzas, pero tampoco podía decir en qué consistían esas enseñanzas.

Ahora, recordando esa época, veo con claridad que, aparte de los instintos animales, la fe que guiaba mi vida, mi única, mi verdadera fe, era la fe en el perfeccionamiento. Pero no habría podido decir en qué consistía ese perfeccionamiento ni cuál era su objetivo. Trataba de perfeccionarme intelectualmente. Aprendía todo cuanto podía, todo lo que la vida ponía en mi camino.

Intentaba perfeccionar mi voluntad, me fijaba reglas que me esforzaba en cumplir; me aplicaba en perfeccionarme físicamente desarrollando mi fuerza y mi destreza mediante toda clase de ejercicios, cultivando la resistencia y la paciencia con todo tipo de privaciones. Consideraba todo eso perfeccionamiento. El punto de partida fue, por supuesto, el perfeccionamiento moral, pero pronto fue sustituido por el perfeccionamiento general, es decir, el deseo de ser mejor, no a mis propios ojos o a los de Dios, sino a ojos de otros hombres. Y ese deseo de ser mejor a ojos de otros se convirtió muy pronto en el deseo de ser más fuerte que los otros, es decir, más célebre, más importante, más rico.

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Autor: Lev Tolstói. Título: Confesión. Traducción: Marta Rebón. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

BIO

Considerado uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, Lev Tolstói (Yásnia Poliana, 1828-Astápovo, 1910) es el autor de las famosas novelas Guerra y paz y Anna Karenina, consideradas obras maestras de la literatura rusa. También filósofo y reformador social, influyó espiritualmente en generaciones posteriores de intelectuales.

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