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Para los que esconden la mano - Zenda
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Para los que esconden la mano

Lo que cuenta El visionario es la crónica de una desgracia fortuita, casi convertida en muerte anunciada, si alguien se hubiese percatado a tiempo de las señales. Ay, las señales, siempre están ahí para los perspicaces, y cómo duelen cuando se han tenido en las mismísimas narices y no se han contemplado, por inverosímiles o...

Como suele ser habitual, los paratextos de Libros del Asteroide no desmerecen cada una de sus apuestas. En el caso de la novela que nos ocupa, El visionario, de Abel Quentin (Lyon, 1985), se recurre a una cita de Cicerón en la que el defensor durante la República de la Academia de Atenas dejó dicho que “la muchedumbre es un juez despreciable”. Se queda corto, desde luego. Abel Quentin, con su segunda novela tras Soeur (2019), no trata de enmendar al retórico romano con la historia tragicómica de Jean Roscoff, un académico fracasado y talentoso que ha dedicado treinta y cinco años de su vida a explicar los vericuetos de la Guerra Fría en la universidad, asimismo padre intermitente —como él mismo se define—, lamentable enamorado, egocéntrico, alcohólico, amante del jazz primitivo y mártir, además de futura persona non grata por la última de las hazañas que emprenderá justo después de jubilarse, cuando lo que queda es ir a visitar obras a media mañana, jugar al dominó, emborracharse o escribir un libro que le cambie a uno la vida. Lo consigue, lo consigue todo, a su pesar, y a qué precio.

Lo que cuenta El visionario es la crónica de una desgracia fortuita, casi convertida en muerte anunciada, si alguien se hubiese percatado a tiempo de las señales. Ay, las señales, siempre están ahí para los perspicaces, y cómo duelen cuando se han tenido en las mismísimas narices y no se han contemplado, por inverosímiles o simplemente por obvias en demasía. La cuestión es que Jean Roscoff, el malogrado protagonista de esta fábula, en un alarde de ingenio y con las fuerzas que otorga ese estado febril de la jubilación, decide emprender una investigación para rescatar del olvido la figura del ficticio Robert Willow, un artista que recaló en la bohemia parisina de postguerra, exiliado de Estados Unidos debido a las disparatadas cargas macartistas. Robert Willow (1927-1960) nació en un barrio negro de Durham, en Carolina del Norte, y se crió entre la burguesía negra de Washington DC, en el Shaw, el barrio negro de más relumbrón de América. Fue también un jazzman, un privilegiado de Harlem, un noble que frecuentaba los antros y los night clubs de la Gran Manzana, hijo de una mestiza haitiana y de un pequeño empresario africano-americano. Lo siguiente iba a ser la afiliación en el Partido Comunista, más tarde su huida a Francia, luego la conexión con los existencialistas y finalmente, o durante, o desde siempre, la poesía. Conectado con la flor y nata de la escena parisina, entre sus conocidos estaban Richard Wright, Edward Franklin Frazier, Jean-Paul Sartre, Boris Vian, Juliette Gréco, Albert Camus… Willow era la encarnación del rebelde para la vanguardia parisina, como lo fue el primer Juan Marsé para la burguesía de mala conciencia barcelonesa que tan bien retrataran Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo en sus poemas.

"La magia con la que Abel Quentin monta esta sátira acidísima sobre la vida en tiempos de retuiteo y heteropatriarcado guillotinado es parte del atractivo de El visionario"

Lo que no sabía el profesor Roscoff es que tras la publicación de su libro iba a vivir en carne propia eso que se ha venido llamando neurosis americana, la prueba de que el signo de los tiempos es otro y las claves para hacerse con él no están al alcance de cualquiera. Es más, que la clave última reside en que sólo pensando mal se llega a acertar. El libro en cuestión lleva por título El visionario de Étampes y no cabía sospecha del revuelo que se iba a formar tras su publicación. La primera pregunta que debemos hacernos es si es posible separar una obra de las circunstancias en que nace. La segunda pregunta, más peliaguda, es si un blanco privilegiado puede saber lo que siente un negro discriminado (cámbiese «negro» por cualquier colectivo maltratado por la historia) y si es legítimo afrontar una investigación desde un lugar que parece equivocado, dado que el escritor no participa de la condición de su investigado. Lo siguiente, como es de imaginar en estos tiempos donde la indignación se hace marea tsunámica, es un ataque en toda regla a la masculinidad tóxica, a la izquierda paternalista, a la opresión de los privilegiados, a la apropiación ilegítima de los desfavorecidos por la dictadura del hombre blanco burgués heterosexual del Primer Mundo.

En un mundo en el que reina la autocensura, en que el hashtag es la nueva ley, cuando la cultura de la cancelación se combina con las críticas por apropiacionismo cultural y los haters de Twitter son legión —cobardes anónimos, pero legión a fin de cuentas—, a uno sólo le queda romper la baraja de la que desconoce las reglas del juego que hasta entonces entendía. Si encima tienes una hija (Léonie) enamorada de una joven (Jeanne) que es TERF (Trans-Exclusionary Radical Feminist) y una exmujer (Agnès) que cree que, además de borrachuzo, la obsesión del protagonista por Marie Kondo radica en que es una fantasía de viejo verde sobre la virginidad y la pureza, añadida a una visión degradada de la mujer que representa al ama de casa perfecta, entonces el cóctel está servido (por cierto, Marie Kondo acaba de tirar la toalla respecto a su método de ordenación vital, como todos ya sabemos: algunos celebran su claudicación con regocijo).

"No todo es culpa tuya, querido lector, podría decirnos el visionario Robert Willow"

La magia con la que Abel Quentin monta esta sátira acidísima sobre la vida en tiempos de retuiteo y heteropatriarcado guillotinado es parte del atractivo de la historia de El visionario, con la que ha conseguido los premios Flore y Maison Rouge, así como finalista de los premios Goncourt, Renaudot y Femina. Quentin, abogado penalista de formación, conoce bien la dosificación de la información para que funcione dentro de un relato. Se aprovecha de esos adelantos de la trama para enganchar al lector y proponerle más de un giro argumental que no desmerecería en una novela de género tradicional. La prospección y la mirada atenta como excusa para hablar de lo que importa, la vida en pareja, el jazz, la educación universitaria, la cultura de la cancelación y las relaciones paternofiliales en un mundo que se desmorona para muchos, lo que quiere decir que se vienen cambios. ¿Qué es si no una crisis? Aquí hay muchas, para dar y vender. Pero sobre todo, lo que encontrará el lector es una duda razonable sobre si la vida que llevamos es la que debemos vivir o si hace falta darle un giro a tanto mensaje vano que nos aleja de lo que significa pasar por el mundo con plena conciencia. Hay quien, como dice alguno de los personajes de esta magnífica ficción, cree que “la clave está en no dejarse distraer por la vida”, y rellenar hora con lo más inane. Es la autoexploración como credo, el arte de la resiliencia que aboca al desastre cuando evitamos poner el foco en los responsables primeros y últimos de estos tiempos desquiciados. «No todo es culpa tuya, querido lector», podría decirnos el visionario Robert Willow. Lo corroboraría el profesor Roscoff y, casi seguro, el firmante de esta pieza necesaria, Abel Quentin. Habrá que seguirle la pista.

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Autor: Abel Quentin. Título: El visionario. Traducción: Regina López Muñoz. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Todostuslibros.

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Enrique Turpin

Sabadell, 1970. Filólogo y crítico musical. Secretario General de la Asociación Española de Críticos Literarios (AECL). Redactor de la ya extinta Cuadernos de Jazz y de Allaboutjazz.com. Editor y antólogo de narrativa hispánica. Su última edición es Besos a la luz de la lona. Historias de boxeo (Demipage, 2016). Ha ejercido la crítica literaria, entre otros medios, en El Periódico de Cataluña y La Vanguardia.

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