Otro 22 de febrero, el de 1942, hace hoy 81 años, Stefan Zweig está en Petrópolis (Brasil) y tiene la sensación de asistir a algo vivido previamente: cree ser testigo de un mundo a punto de derrumbarse. Es como si estuviera al borde del abismo de la nada por el que la humanidad entera, con todos sus momentos estelares, se dispone a caer. Pero esta vez no hay estímulo para el ánimo del escritor: ¿de qué sirve la literatura cuando el mundo está al borde del Apocalipsis?
Aquella Viena, en la que abrió por primera vez los ojos Stefan Zweig, aún era la capital del imperio austrohúngaro, cuyo declive se venía prolongando desde 1866, con la derrota frente a Prusia en la guerra austro-prusiana. Pero también era la Viena del desarrollo demográfico y las reformas urbanísticas. La Viena de las grandes avenidas, los teatros y los cafés, que 150 años después siguen siendo la admiración de la ciudad.
Hay constancia de que Hermann Bahr, el crítico y dramaturgo que decidía quién pertenecía y quién no a la tertulia del Café Griensteidl, tuvo trato con Zweig. Pero por edad —el autor de Momentos estelares de la humanidad (1927) sólo tenía 16 años cuando el establecimiento fue demolido— quizás sea más apropiado llamar a Zweig acólito antes que miembro del grupo. Acólito como, en algunos aspectos, también lo fue Robert Musil.
Fuera o no la suya aquella generación, el autor de Carta de una desconocida (1922) pertenece a ese mundo finisecular experto en aplazar los desastres presentidos íntimamente. Como en los años de la Joven Viena, Zweig vuelve a sentirse ajeno a la realidad social y al final de un mundo siempre cambiante, siempre fugitivo. Siente lo que sintieron Hugo von Hofmannsthal, Paul Wertheimer o Arthur Schnitzler —este último muy admirado por Sigmund Freud, pues aquella también fue su Viena—, por citar sólo a tres de los miembros más destacados de la tertulia del Café Griensteidl. Aquello fue todo un presagio de la Gran Guerra, que los jóvenes vieneses —la modernidad literaria y artística de entonces en la escena germano parlante— ya presentían catorce años antes a la vista del fulgurante ascenso del nacionalismo germanista. Entonces quisieron superarlo mediante el cosmopolitismo y la imaginería del simbolismo francés.
Pero el desmoronamiento anímico que abrumaba a Stefan Zweig, tal día como hoy, no puede salvarse ni con esteticismos ni con ese arte de la despedida, que la capital del imperio austrohúngaro descubrió en esas seis décadas largas que duró su derrumbamiento. Dicen las amenidades referidas a esa época, que, cuando el imperio quedó a merced de Prusia tras la derrota en la batalla de Sadowa (1866), los vieneses se consolaron escuchando El Danubio azul, el célebre vals que Johann Strauss (hijo) compuso ese mismo año. Cuando se impuso olvidar las quiebras y la ruina que trajo 1873, se popularizó El murciélago, una opereta bufa que Strauss (hijo) estrenó el año siguiente.
En lo que a Zweig respecta, cuando presintió íntimamente el desastre por primera vez, internacionalista y europeísta como era, se inclinó por el “cosmopolitismo comprometido”, que lo llama alguno de sus biógrafos. Como la práctica totalidad de la elite intelectual de la ciudad, fue hijo de la burguesía hebrea, tan acaudalada como ilustrada. Uno de sus editores, al que además le unió la amistad, fue uno de los impulsores del sionismo político moderno: Teodor Herzl. Pero Zweig siempre miró más allá de los hijos de Sion.
Después de haber viajado por toda Europa y pasado periodos en Inglaterra, Italia, Bélgica y Francia —tras contactar con el simbolismo francés tradujo a Rimbaud, Verlaine y Baudelaire—, ya en 1910 visitó la India, China y África; Norteamérica en 1912. Ese mismo año dieron comienzo sus amores con la escritora Friderike Maria von Winternitz, quien acabaría dejando a su marido por el escritor, con quien se casó en 1919. Unos años antes, la que habría de ser su residencia más larga quedó fijada en Salzburgo en 1913. Allí habría de permanecer durante casi veinte años. A excepción del final de la Gran Guerra, que pasó en el exilio suizo.
En efecto, después de ser movilizado y de ser declarado no apto para el combate, sirvió como burócrata en las oficinas de la retaguardia. Finalmente, en 1917 consiguió trasladarse a Zúrich. Pero a Stefan Zweig no se le recuerda por pacifista, se le recuerda y se le honra por la calidad y el largo aliento de su obra. Todavía era estudiante de Filosofía en Viena, cuando publicó sus primeros versos, Cuerdas de plata (1901). Demasiados ecos de Rilke para que la crítica fuese a celebrar su publicación. Pero el aliento del autor habría de ser tan prolífico como diverso. A la crítica habría de faltarle elocuencia para alabar su obra.
El verdadero Stefan Zweig, el que ha de leer con avidez la posteridad, es el que se pone en marcha tras el regreso a Salzburgo. En 1922 da a la estampa Amok, una de sus ficciones más celebradas, meses más tarde, entre otras muchas, llega La noche fantástica. Veinticuatro horas en la vida de una mujer lo hace en 1927.
Si hubo algo que Stefan Zweig amó más que los viajes, eso fue la vida misma. Especialmente la de aquéllos que admiraba. De este afán nacen sus trípticos: Tres maestros: Balzac, Dickens, Dostoievski (1920); La lucha contra el demonio: Hölderlin, Kleist, Nietzsche (1925); Tres poetas de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstoi (1928). A veces concebidos de un modo independiente, como el vienés es uno de los autores más leídos del panorama internacional, el mercado editorial le alienta a reunirlos en tomos, resultan así deliciosos tochos escritos con el mismo procedimiento que las miniaturas históricas reunidas en los Momentos estelares de la humanidad.
El 28 también fue el año que Zweig viajó a la Unión Soviética y visitó a Einstein en Princeton (Nueva Jersey). Cautivaba a cuantos le conocían. En su casa se daban cita desde Toscanini hasta Thomas Mann. Nunca se olvidó de su Viena natal. Colaboró en el Almanaque del psicoanálisis hasta 1931. Sin embargo, en 1934 decidió abandonar Salzburgo, movido por esa capacidad suya para presentir íntimamente los desastres. También fue en el 34 cuando viajó por primera vez a Sudamérica. En el 36, sus libros fueron prohibidos en Alemania por los nazis; en el 38, los fascistas italianos hicieron otro tanto.
Y la barbarie fue empujando al sabio hacia el abismo de la nada. Hasta que tal día como hoy, recién terminada su Novela de ajedrez, de publicación póstuma, Stefan Zweig decidió poner fin a sus días en su residencia brasileña. El maestro y su segunda esposa, su antigua secretaria, la joven Lotte Altman, resuelven marcharse mediante la ingestión de barbitúricos, lo que los llevará a la muerte sin sentirla. Todo es literatura. Y es tan largo el aliento de escritor del viejo joven vienés que, entre las cartas que han de leer quienes encuentren sus cadáveres, hay una que da instrucciones para los cuidados del perro. El otro de los grandes textos finalizados unas horas antes de su suicidio lleva un título harto elocuente: El mundo de ayer. Será publicado en Estocolmo por la editorial Bermann-Fischer Verlag AB unos meses después. Así se escribe la historia.
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