Me entero tarde del futuro reservado a los coches. Aunque tengo carnet, nunca he poseído un vehículo, y lo que va a pasar en 2035 con el parque automovilístico europeo me anima a ir ahorrando para comprarme el coche de mis sueños: un Ferrari. Ahora mismo sólo pienso en disponer de unos 300.000 euros en el banco para poder circular en un Ferrari de motor de combustión en 2036. Me da igual lo bonito que sea (no he elegido aún el modelo), el color (rojo, seguramente), la velocidad (dejemos de poner paréntesis) o la comodidad. Lo único que le pido a mi anhelado Ferrari en 2036 es la exclusividad de contaminar.
Pero el estrambote viene con la letra pequeña de esos acuerdos o dictámenes gigantescos que hace la Unión Europea. Se podrán seguir fabricando y, por tanto, adquiriendo coches contaminantes si su producción no excede las mil unidades anuales. Esto es así porque en Italia aman sus marcas de lujo circulatorio como en Francia sus vinos o quesos. Los diputados italianos, seguramente sin la menor ayuda, ánimo o compensación por parte de Ferrari, han maniobrado para que un coche de lujo sea una especie en extinción, una artesanía, arte primitivo, el acueducto, los gamusinos, botijos de 200.000 euros y, visto así, había que proteger esos botijos.
Yo lo primero que he pensado al enterarme (ya digo, muy tarde: la cosa se remonta al verano anterior) de esta carismática excepción ha sido en Cristiano Ronaldo. Qué suerte tiene. La ley no va con él, simplemente por ser tan listo de comprar coches de 200.000 euros y no vulgares BMWs o Mercedes. Cuando todo el mundo circule por las autopistas sin hacer ruido, en plan silent rave de dos carriles, él podrá aparecer por el horizonte haciendo tronar su motor de X caballos, emitiendo dióxido de carbono como si no hubiera un mañana. Lo hay, porque hemos salvado el planeta todos los demás dejando de quemar rueda.
La, así llamada, “enmienda Ferrari” es todo lo que puede decirse sobre la moral de nuestro tiempo. El problema no es quién contamina más, sino cuánta gente que apenas contamina hace falta para que aquellos que contaminan más puedan, de hecho, seguir contaminando. Es una aritmética sencilla. Mil Manolos y mil Pepas con un único vehículo que sólo sacan del garaje los sábados por la tarde deben renunciar a él para que un futbolista prosiga su rutilante colección de coches de lujo con un nuevo utilitario exclusivo que contamina cien veces más que un Seat Ibiza. Por lo que sea, a nadie se le ha ocurrido empezar a perseguir la contaminación por los que contaminan más, prohibiendo sin ir más lejos tantos coches para un solo conductor y, desde luego, los coches con los motores más ampulosos y humeantes. Tampoco se les ha ocurrido prohibir los jets privados, sino favorecerlos en las propias cumbres contra el cambio climático, donde vuelan todos a la vez en una bonita filigrana estelar de contaminación indecorosa. Lo que hay que conseguir es que Manolos y Pepas cojan menos aviones, subiéndoles los precios en EasyJet.
Esta filosofía me gusta, porque preserva el mal en el mundo. Imaginen un mundo que se haya olvidado de la contaminación del tráfico rodado, de los aviones, de las drogas o de las putas. Todo eso está a salvo en las clases privilegiadas, que mantendrán las viejas tradiciones corruptas en la memoria de los tiempos.
Por ahí ha ido siempre la vida, por la comisaría donde el expediente del hijo de un ministro se pierde (o “el atestado”), por las multas que no se ponen cuando el conductor delincuente baja la ventanilla y resulta ser, ya es mala suerte, otra vez el hijo del ministro. Los ricos saben algo que los demás ignoramos, y es que la ley sólo se ha hecho para nosotros. Nosotros vivimos dentro de la ley, de la espera de la cola para un trámite, del precio inamovible de las cosas, y no podemos ver, como dicen los anglos, fuera de la caja. Hay una cima social donde todo esto no existe, y su evolución es entre monstruosa y fundacional. Una nueva civilización es lo que están fundando.
En un monólogo de Chris Rock se estimaba que el problema de las armas en Estados Unidos tenía fácil solución: que cada bala costara 5.000 dólares. La gente no se mataría una a otra porque no podría permitírselo. El monólogo, o el bloque de aquel monólogo, no rizaba el rizo comentando que sí habría quién podría permitirse balas a 5.000 dólares, y por tanto unos pocos podrían seguir matando. Es exactamente la lógica que hay detrás de la “enmienda Ferrari”. Unos pocos pueden hacer el mal como lo han hecho siempre, sólo que aliviados porque muchísimas personas no podrán ya aspirar a una maldad comparable. El 1% más rico cometerá el 100% de los delitos, de las contaminaciones, de los abusos. Y legalmente, además.
Así, dándoles al fin la justificación de mi titular, el sexo de pago correrá pronto la misma suerte. De pronto, nos haremos conscientes de lo intolerable que es la prostitución, y se prohibirá en toda Europa, de forma efectiva, radical, subvencionada y sin miramientos.
Con todo, un grupito de eurodiputados encontrará una excusa para que unas pocas mujeres sigan prostituyéndose, como que ganar más de 40.000 euros al mes no es prostitución, sino emprendeduría. A lo mejor inventan el matrimonio sexual poliamoroso, vínculos exclusivamente carnales entre varios hombres y una misma mujer, extrayendo a la susodicha de la categoría de prostituta para salvarla en una nueva denominación singular. Y listo. Si una mujer cobra 4.000 euros por hora puede seguir ejerciendo. Sólo prostitutas caras. Sólo el 1% de hombres más rico del mundo podrá pagar por sexo. El mal prevalecerá.
Esta filosofía es una extraña convergencia de la long tail de Chris Anderson y la mandonería de los cerdos de George Orwell. La long tail dice que la suma de las ventas de los productos de la misma gama que venden menos (todos los libros, por ejemplo, frente al puñado de best sellers) es mayor que la suma de las ventas de los pocos que más éxito tienen. Así, la suma de la maldad de varios millones de personas es superior a la maldad mayúscula de una minoría. Es decir, tú, por no ser capaz de contaminar más, contaminas muchísimo más que Cristiano Ronaldo, porque eres acreedor de la contaminación de todos los que, como tú, contaminan muy poco. O sea, en el fondo contaminar poco es contaminar mucho.
Suena a Orwell porque los cerdos en Rebelión en la granja son los que tienen las ideas más graciosas y, cómo no, contradictorias. La igualdad es como la ley: sólo vale para una mayoría amplísima de futuros esclavos. Obviamente los esclavos han de cumplir la ley y obviamente los esclavos son todos iguales en derechos y deberes.
El amo llega en el Ferrari lleno de prostitutas.
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