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Con el pan (no) se juega - Zenda
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Con el pan (no) se juega

El chileno Nicolás Meneses (1992) parte de esta última idea en Panaderos (Barbarie Editora, 2022), novela corta que actúa como dolorosa oda generacional al compañerismo y a la sencillez del trabajo bien hecho, pero también como denuncia de la desigualdad hereditaria, la severidad de las condiciones laborales o la ansiedad frente a la automatización. Que...

Hoy, en realidades que vertebran nuestras vidas sin que nos demos cuenta, tenemos un invitado de lujo: el pan. Parte de la dieta mediterránea, recomendado por la OMS, distracción circense, objeto de impuestos superreducidos y de milagros bíblicos. Alimento básico, universal. Tan democrático que el aumento de su precio provoca unas ganas irrefrenables de afilar la cuchilla de la guillotina. Es más: hablando de panes y democracias, la etimología —disciplina a la que los desmemoriados habitantes del siglo XXI miramos a veces con asombro— revela que la palabra «compañero», procedente del latín cum panis, aludiría a aquel «con quien se comparte pan». Tal es el grado de importancia que esta mezcla prosaica de ingredientes reviste en nuestro día a día: define amigos y enemigos, ejerce de levadura en la compleja masa social y, sobre todo, nos ayuda a saber con quién podemos contar en lo hondo de la trinchera.

El chileno Nicolás Meneses (1992) parte de esta última idea en Panaderos (Barbarie Editora, 2022), novela corta que actúa como dolorosa oda generacional al compañerismo y a la sencillez del trabajo bien hecho, pero también como denuncia de la desigualdad hereditaria, la severidad de las condiciones laborales o la ansiedad frente a la automatización.

Que el nombre de nuestro protagonista —William Fuentes— resuene a héroe dramático o a personaje literario de hondura no le libra de ser un don nadie, un joven cualquiera que, ante el terrible accidente laboral sufrido por su padre, acepta un empleo temprano en la panadería de un supermercado. Su puesto de trabajo le permitirá desarrollar una relación de camaradería —por momentos, cercana al juego— con sus compañeros y sufragar los estudios de su hermana, pero también experimentar por vez primera los sinsabores de la vida adulta y, sobre todo, del mundo profesional —inclemente, ingrato, frío.

"Flota también en sus páginas una sensación de crudeza calmada, de rabia contenida ante la ingratitud de la ocupación a la que dedicamos tal porcentaje de nuestra existencia"

Porque pese al consuelo del hermanamiento frente a la adversidad, toda una colección de fantasmas muy reales atacan a William. Para empezar, la sospecha de que el trabajo no se basa en una preocupación genuina por el ser humano —cuyo fin sería proporcionarnos la debida ocupación y el mentado pan—, sino en una entelequia de gran poder estético. El protagonista vive este extremo de primera mano —perdonen la broma, ya lo entenderán cuando lean el libro— a través de la supuesta cultura del cumplimiento normativo en la que se basa la prevención de riesgos laborales. ¿Sirve para algo? ¿O es un mero maquillaje empresarial para evitar la multa de turno?

Flota también en sus páginas una sensación de crudeza calmada, de rabia contenida ante la ingratitud de la ocupación a la que dedicamos tal porcentaje de nuestra existencia. No deja de ser cruel hasta qué punto el trabajo define quienes somos y se convierte en las gafas a través de las cuales solemos filtrar el universo. Tanto el propio William como su familia, amigos y compañeros encarnan la falta de oportunidades que conduce a y se retroalimenta dela pobreza, y levantan la capa de apariencia con la que normalizamos los empleos ingratos.

Se da otra paradoja: una novela con mensaje político subyacente en la que, sin embargo, los personajes están aquejados de una total apatía frente al hecho político. La dureza del entorno socioeconómico los ha insensibilizado hasta tal punto que, más allá de matar el tiempo no laboral, no sueñan con ascensos, reclamar lo que les corresponde ni mucho menos empezar una revolución proletaria a lo tripulantes del Kanikōsen —el icónico pesquero japonés concebido por Takiji Kobayashi (1903-1933)—.

"El estilo de Meneses no precisa de rimbombancias ni de grandes giros de guion"

Con todo, no se trata de una obra pesimista, por cuanto esa fraternidad laboral próxima al orgullo de clase, el sacrificio por quienes más quieres o el acercamiento —casi zen— a la pureza del trabajo manual consiguen equilibrar la balanza. Además, el estilo de Meneses no precisa de rimbombancias ni de grandes giros de guion, aparte de la detallada terminología técnica asociada al pan, se basta y se sobra con el lenguaje de la calle, un slang chileno tan informal como atmosférico que recuerda a otros fenómenos como el de la canaria Andrea Abreu (1995).

Barbarie Editora —sello joven y prometedor, tanto por selección del catálogo como por el buen hacer volcado en cada título— se anota un tanto con la publicación de Panaderos. Porque la carne envasada que adquirimos, las aceras limpias por las que caminamos, las verduras ecológicas que compramos y el café del mediodía son fruto del trabajo de alguien, pero no solo eso; también son una consulta a pie de calle sobre el concepto y los límites de la dignidad, y Meneses es consciente de ello. Tenemos claro que con el pan no se juega… ¿o sí?

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Autor: Nicolás Meneses. TítuloPanaderosEditorial: Barbarie Editora. VentaTodostuslibros.

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Miguel Garrido de Vega

Miguel Garrido de Vega (1989) es escritor y abogado. Además de Zenda, colabora con medios como El Asombrario, Games Tribune Magazine o Kaibun. Su novela 'Meigallo' (2017) resultó finalista en los Premios Ignotus 2018. Sus relatos se han publicado en editoriales como Salto de Página, Pulpture u Orciny Press y han sido premiados por el Ayuntamiento de Ferrol, Bibliotecas Públicas de Madrid o Eurostars Hoteles, entre otros. Interviene en podcasts como *terror añadido, Vuelo del Cometa o Noviembre Nocturno y es parte del estudio de videojuegos Night Council Studio.

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