Cuando Tom supo que su mujer tenía un nuevo amante no reaccionó mirando para otro lado, a pesar de que eso siempre le había dado buenos resultados. Por supuesto, no era la primera vez que sucedía y siempre del mismo modo: Virginia conocía a un hombre, dejaba de tener sexo con Tom, se inventaba motivos para una crisis a la cual achacar esa falta de sexo, machacaba a su marido haciéndole creer que era un monstruo por tener una personalidad que provocara estas crisis, se divertía unos meses con otro amante y después terminaba sin más. Vuelta a la placidez del hogar, vuelta al establo. Tom ya no era entonces un monstruo sino, más bien, todo lo contrario, la mala era ella, no es por ti es por mí y todas esas cosas que dicen las mujeres cuando dejas de importar definitivamente.
Supo por un amigo dónde trabajaba y los bares que solía frecuentar. Tom no tardó en esperarle en el primero de ellos. No pensaba entrar en contacto con él y mucho menos iniciar una pelea tabernaria. Solo mirar, a ver qué se encontraba. Y el amante entró en ese universo especular. Se trataba de un chaval joven, alto, y atlético, aunque no muy agraciado. Una especie de albañil recién llegado de Polonia, rubio ceniza, fuerte pero no musculado. Podría haber sido lanzador de peso por Bielorrusia o un pescador de salmones noruego. Ese era el perfil, recordaba a un actor porno de los 70 si no fuera porque en los 70 este chaval no era ni un proyecto. Tendría ahora unos 20 años. Tom pensó que juventud y fortaleza física eran sinónimos de vida sexual activa, de ser un gran follador, un atleta de la infidelidad. Virginia, en ese aspecto, ganaba con el cambio. Por muy bien que se conserve, un hombre de 40 como Tom no es un chico de 20. Se la tenía que estar follando bien el muy cabrón.
Pero con eso no era suficiente. Tom quería saber qué tenía ese tipo además de testosterona adolescente, por qué en concreto él y no cualquier otro. Así que decidió seguirle durante unos días. Le diseccionó, le analizó hasta el último detalle. El leñador resultaba sin duda una persona manipulable, un tipo domesticado, un ser sumiso, como todos los que llegan al amor sin arrugas en el alma. Esa tendencia a la servidumbre es síntoma de debilidad, una genuflexión de la voluntad, un roto para un descosido, por lo que los posibles problemas que pudieran surgir de la confluencia de dos amantes con mucha personalidad, estaban resueltos y ganaba la mano. Es decir, ella. No encontraría enfrente nunca a un hombre con poso, con bagaje, un hombre que se plantara, que la mandara a la mierda, que exigiera —que sé yo— que se metiera el Mediterráneo por el culo. No, lo que tenía enfrente era un minero sin inquietudes más allá, un habitante de los pisos bajos de Maslow. Era pasota, desinteresado, superficial. Actuaba como sabiendo que no merecía la pena discutir. Y Tom pudo además enterarse por su médico que era estéril. El macho alfa jamás tendría hijos: un problema menos. Había algo mejor: el amante era huérfano de padre y madre y no tenía hermanos, por lo que no habría testigos del maltrato, no habría espectadores del uso que de él haría Virginia, no habría opinadores, no habría público ni tampoco comidas familiares. Era perfecto, un consolador de metro noventa sin problemas adosados, un regalo del cielo. Virginia era el centro de su universo, él dependía de ella y ella podría hacer lo que quisiera con él, como una marioneta silente y hormonada.
Después de analizar al amante, Tom comprendió perfectamente lo que Virginia quería en realidad de un hombre. Y le asaltó un doble sentimiento. Por una parte, se avergonzó de haber sido durante tantos años el actor titular del papel de idiota que ahora interpretaba —brillantemente, todo hay que decirlo— el amante. Pero, por otro, se sintió aliviado por no ser capaz de atraer más a esa mujer. Porque para Tom, eso implicaba que él era un hombre, un hombre de verdad, con cicatrices de espejo, no un siervo, no un amo, solo un hombre, un hombre con inquietudes y no rendido a una mujer cualquiera, que es lo que era Virginia, una más, one-in-a-million, cuarto y mitad de histeria, un ripio de Bécquer.
Pero la quería, joder. No la amaba con ese romanticismo de balada de Alejandro Sanz, pero la quería y la quería cerca. En solo unos meses, Tom llegó a saber tanto del amante que, de modo instintivo y nada premeditado, comenzó a adoptar su personalidad, le estaba imitando y hasta era capaz de pensar cómo él. Un freudiano diría que si ella era el símbolo de lo bueno y el amante era lo que ella quería, el amante era lo bueno y, por lo tanto, Tom, como un niño traumatizado por una madre que no lo quiere, adoptó sus ademanes, sus ademanes anovillados, su escasa personalidad y su manera frugal de estar en la vida y en los bares. Se odiaba un poco por ello, pero esa y no otra era la verdad. Tom se convirtió, como Gregorio Samsa en La Metamorfosis, en el amante polaco, en la desmesura del amor fou, en el bombero de espaldas kilométricas. Y cuando eso sucedió, Virginia se fue para siempre, como todas, como siempre.
—«Me voy, Tom. No entiendes nada, nunca entenderás una mierda. Si busco a un amante como Leonard es por lo contrario a lo que piensas. No es porque me falte algo, no es porque él me complete una carencia, sino porque sé que nunca podría enamorarme de él. Porque sé que es imposible quererle, admirarle. Porque nunca me iría con él a ninguna parte. Porque él no eres tú, Tom. Y ese es su pesar, pero también su salvación. Adiós».
—«Puede que digas la verdad, Virginia», respondió Tom. «Quizá elegiste a Leonard porque nunca te podrás enamorar de él pero, ¿por qué no te atreves a aceptar que quizá a mí me elegiste un día por lo mismo?».
Tom encontró el patrón, miró de frente el jeroglífico que es una mujer vulgar y halló el código para interpretarla. Tom cogió todo lo que necesitaba del amante y todo lo que necesitaba de ella. A cambio, Virginia tomó todo lo que quiso de Tom, mientras le sirvió. Al final, no quedó nada, a ninguno les quedó absolutamente nada, solo tierras quemadas, bolas de sal, hogueras mojadas y campos yermos. Arrasaron con todo. Fue una relación fantástica.
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