Hace muchos años, investigando sobre los orígenes de la novela de espionaje, me topé con un hecho que no conocía: Giacomo Casanova, el ínclito y casi mitológico seductor, fue uno de los principales culpables de la aparición de este género allá por el siglo XVIII. Y es que el veneciano escribió mucho y, dicho sea de paso, muy mal, pero de toda esa profusa obra hay una que merece que nos detengamos con atención: Histoire de ma vie. En ella se reflejan las arquetípicas prácticas de Giacomo Casanova, que se resumen en utilizar su encanto para conseguir información. Una de las escenas se desarrolla en Barcelona, donde el seductor se ve envuelto en una trifulca con el conde de Ricla a través de su amante, Nina Bergonzi. El asunto acabará con los huesos del veneciano en la cárcel, por culpa de un arrebato de celos condales. Pese a que abandonó la ciudad española ciertamente humillado, cuentan que llevó a París estratégicas informaciones sobre las reformas de Carlos III, además de un mechón de pelo de la bella Bergonzi. Estas andanzas y otras, como decía al inicio del párrafo, servirán para que ya en el siglo XIX su figura apuntalase los cimientos de las novelas de espías.
Esta semana hemos conocido la noticia de que un policía se ha infiltrado en ciertos grupos relacionados con movimientos independentistas catalanes, y que ha recurrido a la seducción amatoria para conseguir información. No hace falta trasladarnos al XVIII de Casanova para concluir que esta es una práctica tan antigua como el hilo negro. Ahora bien, lo que ya no es tan antiguo es la reacción que el hecho suscita: varios estamentos oficiales han intentado politizar el asunto aún más de lo que ya se politiza por sí mismo, intentando colar referencias a las nuevas leyes de violencia de género, a la sempiterna aspiración indepe, y utilizando el episodio como un elemento electoral más de cara a este año que se presenta trufado de urnas y papeletas. La secretaria de Igualdad habla de «violencia contra las mujeres», y el consejero de Interior catalán acusa de «represión política» al Estado.
Nadie me hará dejar de pensar que debajo del tinte político y, sobre todo, politizante del asunto se halla algo mucho más cotidiano, una pequeña porción humana que nunca podrá ser horadada por el panfleteo ideológico de siempre. Hombres y mujeres que en algún punto se aman, y que por un instante deciden buscar en el prójimo el secreto de las preguntas a las que nunca responderemos. Ni violencia de género ni represión españolista: sólo seres, como decía Byron, que deliran porque se enamoran. En mi interior, inocentemente, pienso en cómo hay un instante, cuando las obligaciones doctrinales obliguen a unos a cortar carreteras y a otros a dar parte en el despacho del inspector, en que dos cuerpos sienten platónicamente que donde reina el amor sobran las leyes. Mas mucho me temo que como siempre en este país acabará imponiéndose el cerrilismo político, buscaremos en las leyes la posibilidad de simplificar las relaciones humanas, y lo fiaremos todo a los dicterios de nuestras preferencias gubernamentales. Casanovas modernos que colocarán un programa electoral donde siempre hubo corazón. Con lo fácil que hubiera sido dejarse abrazar.
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