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Quentin Tarantino, el cine a quemarropa - Zenda
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Quentin Tarantino, el cine a quemarropa

Recuerdo haber escrito en términos muy semejantes hace 40 años. Entonces era el gran François Truffaut quien iba a dejar el cine cuando el vídeo desplazase al celuloide —acetato de celulosa para ser exactos— como soporte de las filmaciones. Al final fue La Parca la que le retiró en 1984, llevándose prematuramente al autor de...

Si Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963) mantiene lo dicho en numerosas ocasiones acerca de abandonar la realización cinematográfica al cumplir los 60 años o incluso antes, una vez que las proyecciones digitales se hubiesen generalizado, no debe de quedarle mucho tiempo para el retiro. Los 60 inviernos los cumple la primavera que viene y, desde que en 2010 empezó a imponerse la digitalización en todo el mundo, deben de ser muy pocas las salas comerciales donde aún se proyecta en el ya legendario 35 mm. En España, salvo error u omisión, no queda ninguna. Ahora, las películas, en puridad, ya no lo son. Aunque conservan el nombre, ahora los filmes, como casi todo, son un archivo de datos.

Recuerdo haber escrito en términos muy semejantes hace 40 años. Entonces era el gran François Truffaut quien iba a dejar el cine cuando el vídeo desplazase al celuloide —acetato de celulosa para ser exactos— como soporte de las filmaciones. Al final fue La Parca la que le retiró en 1984, llevándose prematuramente al autor de La noche americana (1973) al cementerio de Montmartre. Sólo contaba 52 otoños. Fue algo repentino y la cinefilia internacional, que tuvo en el gran Truffaut a uno de sus primeros mentores, de un día para otro, quedó sumida en el estupor. Luis Eduardo Aute, en memoria de François Truffaut, escribió Cine, cine, una de sus canciones más célebres de los años 80.

"Cinéfilos antes que cineastas, Truffaut y Tarantino fueron dos heterodoxos ante quienes se rindió la ortodoxia"

Los editores de Meditaciones de cine (Reservoir Books), el segundo libro de Tarantino, llegado en estos días a las librerías, comparan al cineasta estadounidense con el maestro francés. Publicado tras Once Upon a Time in Hollywood: A Novel (2021), la versión literaria de su última cinta, bien es cierto que se verifican varias analogías entre ambos realizadores. Aún sin haberla leído, por lo que sé a través de sus noticias y lo que su propio título indica, esta nueva entrega del Tarantino escritor equivaldría a Las películas de mi vida (1975), el libro en el que Truffaut reunió los artículos publicados, no sólo en Cahiers du Cinéma, donde fue el crítico más combativo, también en Le Parisienne, Arts, Radio, Cinéma y Le Bulletin de Paris  Las películas de mi vida hoy es todo uno de los textos canónicos de la literatura cinéfila.

Esa supuesta proximidad del fin de su filmografía, suposición que también parece sugerir su nuevo libro —son harto sabidas sus declaraciones acerca de dedicarse a la literatura tras estrenar su décima película— señala la oportunidad de volver ahora sobre la obra de este antiguo empleado de un videoclub de Manhattan Beach (Los Ángeles), que habría de merecer un par de Oscars, una Palma de Oro en Cannes, tres premios Bafta y toda una lista de prestigiosas distinciones.

"Es el gran Godard, el otro heraldo de la Nouvelle Vague, rupturista hasta que se quitó la vida hace unos meses, aquel a quien Quentin admira con todo ese entusiasmo que le caracteriza"

Cinéfilos antes que cineastas, Truffaut y Tarantino fueron dos heterodoxos —el estadounidense además alucinado— ante quienes se rindió la ortodoxia. A Truffaut se le premió en Cannes, un año después de haberle prohibido la asistencia al festival por la virulencia desplegada en sus artículos contra las cintas presentadas a concurso; a Tarantino, se le llevó del cine independiente estadounidense, en el que rodó Reservoir Dogs (1992), para elevarle a la cima de Hollywood. Ahora bien y sin que ello signifique menoscabo alguno para la obra del francés —al que particularmente admiro mucho más, infinitamente más, que a Tarantino—, cumple reconocer que el estadounidense nunca se ha plegado a los cánones de la ortodoxia, en tanto que el afán rupturista —la heterodoxia siempre es rompedora—, con el que la Nouvelle Vague irrumpió en la cartelera internacional, en el gran Truffaut se extingue en Jules et Jim (1962).

Lo más seguro es que ese romanticismo ortodoxo, al que tiende el cine de Truffaut desde comienzos de los años 60, sea la causa de que el autor de Los cuatrocientos golpes (1959) nunca aparezca en las diversas listas de “mejores películas”, y otros actos de exaltación cinéfila, que el autor de Malditos bastardos (2009) viene dando a conocer desde que se le recuerda. Desde Peter Bogdanovich y Martin Scorsese, Tarantino ha sido el más cinéfilo de los realizadores estadounidenses.

"Cifro la heterodoxia de Quentin Tarantino en torno a dos cuestiones: hacer cine de géneros desde la perspectiva inequívoca del cine de autor y buscar la risa del espectador donde, antes que él, pocos habían osado provocarla"

Es el gran Godard, el otro heraldo de la Nouvelle Vague, rupturista hasta que se quitó la vida hace unos meses, aquel a quien Quentin admira con todo ese entusiasmo que le caracteriza. El mismo día que vio El soldadito (1963), el alegato de Godard contra la guerra de Argelia, después de haber recelado de su autor como el noventa por ciento de los espectadores, quedó tan fascinado con el heterodoxo por excelencia de la gran pantalla, que por la noche asistió a la proyección de Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960). Tarantino es tan godardiano que hasta su productora se llama Banda aparte, todo un tributo a la cinta homónima, una de las más bellas del Godard mítico. Aquella de 1964 en la que Anna Karina bailaba el Madison y atravesaba el Louvre a la carrera, flanqueada por Arthur (Claude Brasseur) y Franz (Sami Frey) en ambos casos.

Cifro la heterodoxia de Quentin Tarantino en torno a dos cuestiones: hacer cine de géneros desde la perspectiva inequívoca del cine de autor y buscar la risa del espectador donde, antes que él, pocos habían osado provocarla. Si leyésemos una sinopsis literal de Reservoir Dogs, sin interpretación ni paráfrasis alguna de su argumento, en el primer filme de Tarantino —la crónica de un atraco que ha salido mal, narrada a través de los diálogos de quienes lo han perpetrado mientras permanecen escondidos en un almacén y torturan a un policía para saber quién es el agente infiltrado entre ellos que ha desbaratado sus planes— no habría nada que provocase la hilaridad de nadie. Sin embargo, una de las principales características de Reservoir Dogs es su singular buen humor, una manera alucinada de hacer gracioso algo tan serio como una violencia que, retratada por cualquier otro realizador menos dotado para conducir a su antojo la mirada del respetable, podría haber resultado tan hiriente como lo es, para tantos espectadores, ver una tortura mostrada sin paliativo alguno.

"Quienes ya intuyeron en Reservoir Dogs que la nostalgia musical iba a ser otro de los pilares de su cine, se ratificaron en esa misma idea en Pulp Fiction"

Sí señor, Tarantino fue todo un pionero en la hilaridad de las cosas que, en principio, son graves. Cuando el éxito de Reservoir Dogs transcendió la cartelera de su tiempo para convertirse en un verdadero hito de la cultura finisecular —hasta la editorial española de Meditaciones de cine, Reservoir Books, parece tomar su nombre del primer largometraje de su autor—, le surgieron muchos imitadores. Pero lo cierto es que el realizador estadounidense fue el primero. Y antes de él, Godard. Es en ese derribo de Godard, de las fronteras que separan el drama de la comedia, donde debemos buscar el origen de la hilaridad de la tragedia que nos propone Tarantino. En el Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) que se vuela la cabeza con cartuchos de dinamita en Pierrot, le fou (1965) y la audiencia se ríe.

En el mejor de los casos, el de Tennessee hubiera seguido vendiendo esporádicamente guiones muy violentos —como John Milius por poner un ejemplo— si el actor Harvey Keitel no hubiese creído firmemente en Reservoir Dogs. Eso sí, una vez estrenado su primer largometraje, Tarantino, con la gran industria rendida a sus pies empezó a poner en marcha esa revisión de su mitología, una auténtica liturgia que ha sido el principal argumento de su filmografía. El primero de estos tributos se lo dirigió a la revista Black Mask, un mito en la ficción criminal que inspiró Pulp Fiction (1994): tres historias entrelazadas en una cronología fragmentada que dieron lugar a un filme comercial que a la vez es un título de culto. Quienes ya intuyeron en Reservoir Dogs que la nostalgia musical —pop, soul, rock & roll— iba a ser otro de los pilares de su cine, se ratificaron en esa misma idea en Pulp Fiction.

Hubo dos canciones, que en la voz de B.J. Thomas pasaron a integrar el repertorio de esa música de fondo que se escuchaba en los vestíbulos de los hoteles de los años 70 —el lounge internacional—, que, además, tocaron tangencialmente al spaghetti western. La más conocida, que no la primera, fue Raindrops Keep Fallin’ on My Head. Original del gran Burt Bacharach y Hal David, era la pieza que musicalizaba la secuencia de la bicicleta de Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969).

"Recuerdo cómo en el verano de 1992, los vecinos de Madrid que tenían una terraza en la acera de su casa, se quejaban de tener que escuchar Hooked on a feeling noche tras noche"

Suprimido en 1967 el Código Hays, que desde 1930 venía imponiendo la moral en Hollywood y tenía entre sus primeras reglas impedir que las películas suscitasen en los espectadores simpatía alguna por el crimen, se rodaron las primeras aventuras cínicas, por así llamar aquellas cintas en las que los villanos tradicionales eran presentados como héroes. La primera de estas producciones fue Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967). La segunda, Dos hombres y un destino que, además, fue la respuesta de Hollywood al spaghetti western. Los americanos, que se habían inventado el género, no querían dejar que fuera capitalizado por los italianos y sus grandes malotes galopando por el desierto de Almería. De modo que recuperaron la figura de dos de sus últimos forajidos, Butch Cassidy y Sundance Kidd, e hicieron de ellos dos personajes tan románticos como los que recrean Paul Newman (Cassidy) y Robert Redford (Sundance). Para añadirle comercialidad al asunto, allí donde Sergio Leone sublimaba los duelos con primerísimos planos —close up— y el score de Ennio Morricone, en Hollywood añadieron una secuencia plena de poesía para todos los públicos: la de Buch con la bella Etta Place (Katherine Ross) en el manillar de su bicicleta y B. J. Thomas entonando Raindrops Keep Fallin’ on My Head.

Por ese insospechado derrotero de las cosas, hubo un éxito anterior de Thomas —Hooked on a feeling, de 1968 más concretamente—, que en una versión de Blue Swede de 1974, habría de ganarse al mayor apologeta del spaghetti western que ha conocido Hollywood, Quentin Tarantino. Recuerdo cómo en el verano de 1992, los vecinos de Madrid que tenían una terraza en la acera de su casa, se quejaban de tener que escuchar Hooked on a feeling noche tras noche. A raíz del inusitado éxito que conoció Reservoir Dogs, el tema se convirtió en la canción de la temporada.

Desde Pulp Fiction, esa revisión sublimada —a menudo hasta la alucinación— de los géneros que integran su mitología personal, ha sido el objetivo del trabajo de nuestro cineasta. En Jackie Brown (1997) fue el blaxploitation; en las dos entregas de Kill Bill (2003, 2004), el cine de artes marciales; en Death Proof, los programas dobles; en Malditos Bastardos, el cine bélico; y finalmente, en Django desencadenado (2008) y Los odiosos ocho (2015), el spaghetti western. Y todo ello desde unas perspectivas mucho más próximas al cine de autor que al Hollywood de las coproducciones en el que Tarantino ha desarrollado su filmografía. Ya he tenido oportunidad de decir en estas mismas páginas que yo me rendí ante él, como este heterodoxo rindió a sus pies a la pantalla comercial estadounidense, cuando le vi valerse de la función suprema de la ficción: la enmienda de la realidad, al salvar la vida a Sharon Tate en Érase una vez en Hollywood (2019). Sólo le queda una película, si mantiene lo dicho durante todos estos años.

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Javier Memba

Tintinófilo, escritor y periodista con casi cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978–, Javier Memba (Madrid, 1959) es colaborador habitual del diario EL MUNDO desde 1990. Estudioso del cine antiguo, tanto en este rotativo madrileño como en el resto de los medios donde ha publicado sus cientos de piezas, ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción–La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008). Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014), un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada, es su última publicación hasta la fecha. Blog El insolidario · @javiermemba

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