Tras vivir durante más de un año surcando la ola formada por mi novela Últimos días en Berlín, después de muchos kilómetros, de viajar a cientos de ciudades y pueblos, incluso de saltar el charco rumbo a otros continentes, ahora toca recogerse, retirarse del mundanal ruido, de la realidad que me rodea para conectar con la fascinante realidad que aporta la ficción. Toca encerrarse en la cueva en busca del material precioso que dé forma a una nueva historia, la que será mi novena novela.
Si echo la vista atrás, no sabría decir bien cuándo empezó. Sí sé que fue hace unos meses, entre presentaciones y entrevistas, entre un encuentro y un club de lectura, en un tren, en un avión o en un coche trasladándome de un lugar a otro. En alguno de esos momentos la curiosidad volvió a surgir en mi cabeza, de nuevo brotó esa necesidad de entender cómo personas como yo, normales y corrientes, gestionaron sus vidas, sus emociones, sus acciones y decepciones, en un pasado concreto, con unas leyes determinadas, distintas a las que ahora nos rigen, con unas costumbres diferentes a las que ahora nos mueven, con unos principios morales que nada tienen que ver con los que ahora condicionan nuestras vidas, nuestra capacidad de decidir o de actuar.
Ese es el origen de todo para mí: el proceso comienza con la curiosidad por entender, por comprender un pasado para saber de dónde venimos y por qué somos como somos.
Una vez focalizada la época en la que se ubicarán mis nuevos personajes (a los que aún no conozco ni de lejos) empieza la búsqueda incansable de material para penetrar en la mentalidad y la vida cotidiana del periodo en el que los pondré a vivir. Libros de ensayo, artículos, novelas, diarios de personajes históricos y de personas anónimas, trato de leer todo lo que se haya publicado y que tenga que ver, aunque sea de soslayo, sobre el tema y la etapa que me ocupa. Películas, documentales… Todo lo acumulo y comienzo a devorar, a todas horas, varios libros a la vez, de forma ordenadamente caótica (no sé explicarlo mejor, pero es así). Tomo apuntes, muchos apuntes, aunque reconozco que pocas veces vuelvo a ellos, pero el solo hecho de hacerlo me da cierta seguridad. Hay libros que no me aportan nada, otros que me sirven y mucho en toda su extensión, y hay otros de los que solo saco provecho de un capítulo, pero que son de gran ayuda. Lo que más me interesa son las novelas. En la ficción contada por autores que han vivido el tiempo en el que pretendo moverme con mis nuevos personajes encuentro esas historias a pie de calle, esa vida cotidiana, familiar, anónima pero que constituye la base fundamental para entender por qué una sociedad vivió lo que vivió, por qué aceptó o no la circunstancias que le tocaron en vena, cómo se afrontó desde lo más cotidiano, las tragedias y horrores acaecidos y sufridos en su tiempo. Este proceso puede durar meses. Tengo la sensación de que voy escalando un muro o ascendiendo una montaña hasta que siento (no sé explicar la razón, es como un pálpito) que estoy al borde de un precipicio. El vacío que se presenta ante mí, ese horizonte brumoso y confuso, es el proceso de escribir, de enfrentarme a la página en blanco y empezar a pergeñar la historia que ya me bulle en la cabeza como una nebulosa inconsistente. Y en ello me encuentro, caminando de un lado a otro con el abismo a mis pies, la adrenalina contenida como cuando estás a punto de lanzarte al vacío en un tobogán, pero con esa mezcla entre el miedo y el ansia de saltar, y vuelvo a la lectura, y a buscar, y afianzar, con la esperanza de prepararme mejor para que el salto no sea fallido, para que no se deshaga el vuelo y me obligue a volver al principio… En ese miedo estoy, al borde del precipicio… Cuando me decida a dar el salto y dejarme llevar, volveré por aquí a contarlo a quien le interese mis sentires, mis inseguridades, mis temores, mis ansias y mis anhelos, y mi profunda fascinación por este oficio extraño, atrayente y mágico que es la escritura.
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