De vez en cuando uno siente eso que Richard Francis Burton llamó «el diablo interior» y tiene que salir a conocer mundo para sofocarlo. Eso le sucede, según su propia confesión y atribuyéndole el mal al amigo al que acompaña, a Martín Ibarrola (Bilbao, 1992), que en este relato, La selva herida, da cuenta de su paso por una región de Perú alejada de lo que conocemos como civilización. La civilización, deducimos, tiene que ver con el orden: allí donde hay civilización guardamos las formas y nos atenemos a las normas que nos permiten movernos sin llegar al caos; en la civilización se respetan los semáforos y no se escupe al suelo. Pero con frecuencia la civilización nos impide vivir a ras de dicha y por eso necesitamos algo que, a falta de una palabra más adecuada, llamaremos aventura. Aquí la aventura consiste en adentrarse en un territorio sin ley, lo cual nos lleva a ser exploradores. Pero al darnos cuenta de que no somos los únicos, ni los primeros, seremos algo así como re-exploradores. Y más en este caso, en que Ibarrola sigue a un amigo que es para él una leyenda, del que dice que perseguía la gloria en su sentido más victoriano y ansiaba reflejar «la autenticidad de Percy Fawcett, el espíritu aventurero de Alexandra David-Néel, la sed de fama del doctor Livingstone, la nobleza del capitán Scott, el amor por la adrenalina de Amelia Earhart».
Ibarrola nos ofrece un relato sobre la última oportunidad que tenemos de ver lo que sería lo auténtico: las tribus perdidas del Amazonas y los asentamientos donde se impone lo salvaje, poblaciones donde el crimen es constante e impera la ley del machete. En realidad, las dificultades que se encuentra al verse dentro de la creación del hombre, las poblaciones, las ciudades, le resultan mucho más violentas que las trabas y el desconocimiento del lugar que impone la naturaleza feroz.
Nos adentramos en ese rincón del planeta a través de un intento de comprender a los nativos, y salimos de allí conociendo la sobreexplotación, el acoso al débil, la miseria de unas vidas que no valen nada. Ambos son territorios sin ley, es decir, sin orden, sin civilización, pero la agresividad del territorio conquistado a la naturaleza es menos comprensible, mayormente porque supone la tortura del más débil, del desfavorecido. Mientras que al encontrarse con la selva amazónica y sus pobladores, a uno se le ha permitido sentirse viajero y así intentar formar parte de la extraña vida del río. A la hora de la verdad, hoy en día es casi imposible encontrar a un viajero, pues si el turismo destaca por algo es por las huellas que quedan a su paso y resulta imposible caminar sin dejar rastro. Pero la intención de Ibarrola es sana y mantiene el buen juicio.
Existe, eso sí, el riesgo a presentarnos una mirada neocolonial cuando uno trata de librarse de la maldición de lo colonial: «Al final de nuestro viaje comprendí que para estas tribus, la sacralización de la selva no era solamente una reivindicación cultural, se había vuelto una cuestión de supervivencia». Aunque este no sea un defecto que se le pueda achacar a la obra. Tal vez sí el que se vean demasiado las costuras, pues Ibarrola intenta integrar los recursos que son tan propios a los actuales libros de viajes, como todo lo que es fruto de la documentación o la incursión en el terreno de la crónica. No es nada sencillo encadenar con naturalidad esos párrafos al eje del texto, que es el viaje propio, y por lo tanto no cabe sugerir que esto es un defecto en un libro que, por lo demás, nos llevará con una alta motivación a una región que de otra manera no nos atreveríamos a visitar.
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Título: La selva herida. Autor: Martín Ibarrola. Editorial: Pepitas. Venta: Todostuslibros.
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