Más de veinte años después de su publicación, Ética en acción de Peter Singer sigue inspirando a nuevas generaciones de activistas con su retrato de Henry Spira y el movimiento por los derechos de los animales. Con un nuevo prefacio del autor, esta edición celebra la importancia que siguen teniendo los movimientos sociales y ofrece un camino para lograr cambios positivos en nuestro mundo.
Zenda ofrece un fragmento de esta obra editada por Plaza y Valdés.
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Si hemos aprendido algo de los movimientos de liberación animal, debería ser lo difícil que resulta tomar conciencia
de las formas en las que discriminamos hasta que nos obligan a verlas. Un movimiento de liberación exige una expansión de los horizontes morales que lleve a que prácticas que anteriormente veíamos como naturales e inevitables pasen a considerarse intolerables.
Peter Singer, «Liberación animal»
La extensión lógica
A los cuarenta y cinco años, Henry apenas pensaba en los animales. Nunca había tenido un gato o un perro. Comía carne sin preguntarse de dónde venía. Sin embargo, en 1973, dos hechos coincidieron para cambiarlo todo. Para empezar, Henry se hizo con una gata:
Alguien que se trasladaba a Europa me había dejado su gata. Yo ni siquiera era la primera opción para adoptarla, solo era el plan B o el recurso de emergencia si fallaba otra persona que había aceptado hacerse cargo de ella. Finalmente, esa persona no pudo quedarse con el gato, y me la acabaron endosando. Yo tenía cosas más importantes que hacer que jugar con esa gata, pero el animal me sedujo en cuestión de minutos, y esa adoración por los gatos me ha acompañado desde entonces.
Poco después, Henry leyó lo siguiente en una columna de Irwin Silber publicada en The Guardian, un periódico de izquierdas estadounidense:
«Yo tenía cosas más importantes que hacer que jugar con esa gata, pero el animal me sedujo en cuestión de minutos…».
LIBERACIÓN ANIMAL
Es muy probable que los lectores del New York Review of Books pensasen que el artículo principal de un reciente número de la prestigiosa publicación intelectual era una gigantesca broma. Ciertamente, comienza autoproclamándose «un manifiesto por un movimiento de liberación animal».
El propio autor, Peter Singer, indica que es consciente del problema, y admite que «El término “liberación animal” suena más a una parodia de los movimientos de liberación que a un objetivo serio».
Sin embargo, si algo queda claro en las cuatro páginas, y los varios miles de palabras del escrito es que Singer no solo va en serio, sino que se opone apasionadamente al trato de segunda clase que considera que todas las sociedades humanas dispensan a los integrantes del reino animal. Como cabría esperar, su argumento principal se basa en la moral. Previsiblemente, Singer invoca la analogía con la opresión de negros y mujeres para «lanzar un reto a todos los seres humanos para que reconozcan que su actitud hacia los seres no humanos es una forma de prejuicio no menos censurable que el racismo o el sexismo».
Singer denomina a este prejuicio «especismo».
Su programa es sencillo y directo: vegetarianismo; fin de los experimentos científicos con animales; supresión de todas las ropas y productos obtenidos de la piel animal; abolición de «deportes» como la caza de ciervos o de patos; prohibición de la pesca, etcétera.
¿Cómo nos debemos tomar todo esto? Por supuesto, lo más tentador es observar que el colapso social del capitalismo provoca un cierto colapso del intelecto de algunos sectores de la intelectualidad burguesa y detenernos aquí. Sin embargo, esta curiosidad cultural podría mostrarse en cierto modo instructiva en otros ámbitos, ya que sirve para dejar al descubierto la quiebra moral e intelectual de ese tipo de liberalismo que se basa en los principios abstractos de la «justicia» o la «verdad», en lugar de apoyarse en el mundo real históricamente evolucionado en el que vivimos.
El blanco de las mofas de Silber era mi primera obra publicada sobre la ética en nuestra relación con los animales.2 El ensayo estaba construido alrededor de una reseña de Animals, Men and Morals, una recopilación de ensayos editada por Stan y Roslind Godlovitch y John Harris. Conocí a Stan, Ros y John en Oxford, donde entonces estudiaba un posgrado en Filosofía. Formaban parte de un reducido grupo de vegetarianos éticos y me retaron a pensar críticamente acerca de cómo tratamos a los animales. Yo trabajaba en los ámbitos de la ética y la filosofía política y, como todo el mundo, pensaba que todos los seres humanos eran iguales, pero no había reflexionado a fondo sobre lo que ello significaba. Nunca se me había ocurrido que, cuando decimos que todos los humanos son iguales, hacemos algo más que incluir a todos los seres humanos en la esfera de la igualdad moral: también excluimos a los animales no humanos de esa esfera, con lo que concedemos a todos los miembros de nuestra especie, incluidos los psicópatas, los bebés y las personas con una discapacidad intelectual profunda, una condición moral superior a la de los perros, los cerdos, los chimpancés y los delfines. Mis amigos me retaron a justificar los motivos de esta situación. ¿Por qué era justo comer animales no humanos o experimentar con ellos cuando nunca se nos ocurriría hacer lo mismo con otros seres humanos?
Como diligente estudiante de Filosofía, respondí al reto buscando respuestas en las obras de filósofos más viejos y sabios. No encontré ninguna que resultase nada persuasiva. Muchos filósofos sencillamente ignoraban la cuestión. Se limitaban a declarar alegremente que todos los humanos son iguales y nunca se planteaban por qué los animales no deberían también ser iguales. Y lo hacían a pesar de que los argumentos con los que apoyaban la igualdad humana, como por ejemplo que todos los humanos tienen intereses que pueden salir bien o mal, son manifiestamente aplicables a muchos animales no humanos. El hecho de que los animales fueran tan invisibles era significativo por sí mismo. Otros filósofos que al menos se preguntaban por qué el estatus de los animales era tan inferior, daban respuesta a la pregunta recurriendo a nobles ideales que pedían a gritos una revisión profunda. Afirmaban que todos los humanos poseen una «dignidad» o un «valor intrínseco» de los que carecen los animales, pero pasaban al siguiente tema sin detenerse a explicar el motivo por el que todos los seres humanos, independientemente de lo moralmente monstruosos o lo incapaces de pensar o sentir que pudieran llegar a ser, deberían poseer una dignidad o un valor que quedaba fuera del alcance de cualquier otro animal. Otro grupo de filósofos apelaba a algo más específico como la capacidad de razonar, la autoconciencia, la capacidad para planificar nuestra propia vida o la posesión de un sentido de la moral, sin abordar ni por un instante el hecho obvio de que algunos seres humanos carecen de estas capacidades o sentidos. ¿Significaba eso que podíamos comérnoslos o experimentar con ellos como hacemos con los animales? Una pregunta más que quedaba sin respuesta.
Los únicos pensadores que parecían ofrecer una explicación coherente acerca del motivo por el que los animales quedan excluidos de la esfera de la protección moral eran quienes afirmaban que los humanos gozan de un estatus especial porque son los únicos hechos a imagen de Dios y poseen un alma inmortal. Como yo no creo en Dios ni en el alma inmortal, tampoco podía aceptar esa respuesta, pero, al menos, tenía sentido. Empecé a pensar que nuestras ideas preconcebidas sobre el estatus moral superior de los seres humanos eran el legado obsoleto de una era en el que la visión religiosa del mundo impregnaba las ideas de la práctica totalidad de las personas.
Finalmente, fui incapaz de dar respuesta al reto que me habían planteado mis amigos. No había ninguna justificación ética que explicase la concesión de un estatus moral a todos los humanos por encima del resto de los animales. De hecho, llegué a la conclusión de que deberíamos otorgar el mismo peso a los intereses de todos los seres vivos, en tanto que podemos establecer comparaciones a grandes rasgos entre distintos seres, independientemente de la raza, el sexo o la especie del ser en cuestión. Esta conclusión teórica tenía consecuencias prácticas. Los animales criados en el marco de las técnicas modernas de cría intensiva de animales no se pueden mover con libertad, estirar las extremidades o socializar con otros miembros de su especie. Se ignoran sus intereses más fundamentales. Por este motivo, deberíamos dejar de prestar apoyo a este sistema de ganadería. Como la forma más directa en que lo apoyamos es comiendo sus productos y sabía que me podía nutrir perfectamente bien sin comer carne, me hice vegetariano.
Animals, Men and Morals se publicó en Gran Bretaña en 1971. Mis amigos y yo teníamos la esperanza de que inspirase un debate público a gran escala acerca de estos temas, pero pasó desapercibido. No lo reseñó ni un solo periódico de gran tirada. Probablemente lo consideraron un libro más sobre el bienestar animal, un tema que solo interesaba a solteronas que vivían con gatos. En 1973, el libro de mis amigos estaba destinado a las estanterías de las «librerías de viejo» británicas. La única chispa de esperanza era la edición que estaba a punto de publicarse en los Estados Unidos. Para intentar evitar que corriera la misma suerte que la británica, escribí a la revista intelectual con más lectores de la época, el New York Review of Books, y les ofrecí un ensayo reseñando el libro.
«Liberación animal» apareció en el New York Review of Books el 5 de abril de 1973. En el texto, resumía la postura ética que yo defendía en los siguientes términos: «Si un ser sufre, no puede existir justificación moral alguna para negarse a tener en cuenta ese sufrimiento, y si podemos establecer comparaciones a grandes rasgos, cabe compararlo con el sufrimiento de cualquier otro ser». Apoyándome en los ensayos de Animals, Men and Morals, pasé a demostrar lo lejos que están de esta postura nuestras prácticas de experimentación con animales y cría intensiva de ganado.
La columna de Silber fue la primera reacción al artículo que apareció publicada. No resultaba muy alentadora, pero quedó demostrado que es preferible que te ridiculicen a que te ignoren. Silber expuso lo suficiente de mi argumentación para que Henry pensase que quizá no era tan absurda como era obvio que opinaba el propio Silber. Se hizo con una copia del New York Review y lo leyó. Más tarde, escribió sobre el momento en el que empezó a convivir con una gata:
Todavía no enfocaba el bienestar animal como un problema político, aunque […] pronto empecé a cuestionarme si era adecuado mimar a un animal mientras clavaba un cuchillo y un tenedor a otros.
Entonces leí el ensayo de Peter Singer. […] Singer describía un universo donde más de cuatro mil millones de animales morían cada año solo en los Estados Unidos. Su sufrimiento es intenso, generalizado, expansivo, sistemático y aceptado por la sociedad. Y las víctimas son incapaces de organizarse para defender sus propios intereses. Sentí que la liberación animal era la extensión lógica de todo aquello entorno a lo que giraba mi vida: la identificación con los indefensos y vulnerables, las víctimas dominadas y oprimidas.
Por aquel entonces, no sabía nada de las reflexiones de Henry acerca del ensayo, pero nuestros caminos seguían un rumbo convergente. En aquella época, yo trabajaba como profesor asociado en el University College de Oxford, un trabajo temporal que terminó en junio de 1973. Mi siguiente trabajo fue en la Universidad de Nueva York, cuya Facultad de Filosofía me había invitado a ocupar un puesto de profesor visitante. Por ese motivo, en septiembre me mudé a Nueva York con mi esposa y nuestro primer hijo. Además de las clases que impartía en la facultad, la Escuela de Educación Continuada me preguntó si estaría dispuesto a dar un curso para adultos por la tarde. Acepté, en parte porque estaba desarrollando mis ideas sobre la liberación animal en un libro y las clases me ofrecían la oportunidad de recabar algunas opiniones sobre el primer borrador. Así pues, en 1974, la Universidad de Nueva York anunció que Peter Singer iba a impartir un curso de educación continuada titulado «Liberación animal», que consistía en un seminario semanal de dos horas por la tarde programado para durar seis semanas. Los temas por tratar incluían la ética de la liberación animal, una breve historia del especismo, la cría intensiva de animales, los experimentos con animales, argumentos a favor del vegetarianismo ético y objeciones a la liberación animal. Cada uno de estos temas se convirtió en un capítulo de mi libro Liberación animal.4
El curso atrajo a unos veinte alumnos, la mayoría de los cuales ya trabajaban en favor de los animales de uno u otro modo. Como el formato dejaba mucho tiempo al debate, todos llegamos a conocernos bastante bien. Un hombre destacaba del resto. Estaba claro que no se trataba del típico «amante de los animales». Para empezar, su aspecto era muy distinto al resto, y hablaba con un marcado acento de la clase trabajadora de Nueva York. Expresaba las cosas de una forma tan directa y tajante que, a veces, tenía la impresión de estar escuchando a un personaje de una película de gánsteres. Llevaba la ropa arrugada y el pelo revuelto. En general, me pareció un tipo de persona que era poco probable que se matriculase en un curso para adultos sobre la liberación animal. Sin embargo, allí estaba, y no pude evitar que me gustase el modo tan franco que tenía de decir las cosas. Se llamaba Henry Spira.
Si a mí me gustaba la forma de ser de Spira, a él también le agradaba la mía:
Singer me causó una enorme impresión porque su preocupación por los otros animales era racional y defendible en un debate público. No dependía del sentimentalismo, ni de la belleza de los animales o su popularidad como mascotas. Desde mi punto de vista, él simplemente decía que está mal hacer daño a los demás, y que por pura coherencia no debemos acotar quienes son los demás; si distinguen entre el dolor y el placer, tienen el derecho fundamental a que no les causen daño.
Otro de los asistentes al curso sería crucial para el trabajo posterior de Henry. El Dr. Leonard Rack era un psiquiatra con un bagaje científico y preocupaciones éticas relativas a la experimentación con animales. Rack, que se graduó en la universidad a los dieciséis años, impactó a Henry, que lo consideraba «Lo más parecido que había visto a un genio. […] Era capaz de ver veinte facetas a un tema que nadie más era capaz de identificar». Rack participaría de lleno en las primeras campañas de Henry, a las que aportó los conocimientos biomédicos de los que Henry carecía.
El curso ayudó a Henry a consolidar la idea de que los animales ocupan el peldaño más bajo de la escalera, son los más oprimidos y explotados y, por lo tanto, son quienes más necesitan nuestra ayuda. «Ese semestre, entre las clases y las conversaciones, comenzó a fraguarse todo».6 Durante el curso, se hizo vegetariano gradualmente. Empezó por abandonar la carne roja; después, el pollo y acabó dejando el pescado. Había solucionado el dilema personal que le provocaba mimar a un animal y comerse a otro, pero no pensaba detenerse ahí:
Supongo que la mayoría de las personas creen que es bueno poseer conocimientos por el simple hecho de saber más. En mi opinión, si ves que algo está mal, debes hacer algo al respecto, y en la última sesión del curso pregunté a los demás si querían que nos siguiésemos reuniendo, no para seguir debatiendo cuestiones filosóficas, sino para ver si querían actuar para resolver el problema.
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Autor: Henry Singer. Título: Ética en acción. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: Todostuslibros
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