Todos los sábados y todos los domingos, llevo a Mi Hacker (mi hija mayor) y Mi Survivor (mi hija menor) a sus clases de patinaje artístico. Es un rato que aprovecho para hablar con ellas en el trayecto de ida, y otros minutitos en el trayecto de regreso. Y mientras ellas danzan, me siento a esperar a que terminen, en el coche, con mi ordenador portátil, a trabajar esa hora y media que pasan allí. No importa cuándo estés leyendo este artículo, yo lo estoy escribiendo desde mi asiento de conductor en el coche mientras mis salvajes hacen el Ángel, la Paloma, el Salchow, o cualquier otra pirueta de esas con las que se castigan en estiramientos y posturas que hace años que mi cuerpo se negó a realizar.
Mi hija mayor disfruta de la tecnología, pero le gusta mucho más el mundo de las empresas, la innovación, negocios y plataformas tecnológicas que ella ve, observa y descubre, incluso asesorándome a mí. Muchas veces me cuenta cosas que yo luego aprovecho y de las que saco partido en mi vida personal y profesional. Así que me dice que le gustaría estar en empresas que hagan tecnología moderna. Miento. Me dice que le gustaría ser la “jefa” de alguna de esas empresas para crear negocios chulos con la tecnología.
Por supuesto, lejos de matarle sus sueños o ponerle un techo en sus aspiraciones, la animo a ello, pero la reto a que se dé cuenta de cuán lejos está hoy en día de lograr eso. Por edad, por madurez, y por algunas otras cosas. Como buena portadora de mi ADN, lleva lo de ser peleona en la sangre, y por supuesto se enfada, discute conmigo y me replica.
«¿Por qué yo no voy a poder ser cómo tú, papá? ¿Cuál es la razón? ¿Qué te hace pensar que yo no voy a ser capaz de crear mis propias empresas y hacerlas un éxito?»
Por supuesto, todas ellas son preguntas capciosas de cosas que yo no he dicho, pero es su forma de rebelarse contra mi argumentación. Pero como padre, disfruto mucho con esta energía y ganas de hacerse su sitio.
Supongo que vosotros también habréis pasado mil veces por estas situaciones. Y claro, yo la pasé tiempo atrás, cuando mi madre me daba sus propios consejos, que se podían resumir en:
«Estudia, búscate un trabajo de oficina y no acabes en la obra, así no pasarás frío en invierno y calor en verano».
Si te has criado en una familia humilde como la mía, las aspiraciones suelen ser mucho más sencillas. Mi madre, que venía de servir de interna en casa de un notario de Madrid, quería que yo trabajara en una oficina o en un despacho para no pasar los fríos de las obras en invierno y los calores en verano. Ya había pasado la parte primera de vida cuando con doce años comencé a aprender el oficio de pintar y barnizar, para no ser una persona “sin oficio ni beneficio”.
Dos sencillas reglas que podríamos situar en los dos primeros niveles de la pirámide de Maslow con tener un oficio para poder comer, y a ser posible que exigiera estudios para mejorar la temperatura ambiental con la que se desarrolla. Para eso, mi madre, cuando me saqué los estudios, siempre me animaba a ponerme traje y corbata, llevar maletín, y buscar trabajo en oficina. Luego no sería así, pero lo cierto es que mi madre siempre me dijo eso de “Si otros pueden, tú también”, y yo me lo creí, así que esos consejos me vinieron muy bien.
Primero porque lo hice. Aprendí a pintar, a echar gotelé, a reparar una pared con manchas de humedad, a lijar, a dar temple, plástico, recortar o poner pintura “tiburón” en las calles para que los pasos de peatones aguantaran el tráfico de los coches. También a poner el tosco, a tirar líneas, a hacer pasta en el “chino”, o usar la cincha. Para no ser una persona «sin oficio ni beneficio”. También estudié. Todo. Desde el EGB al Bachillerato, la Universidad, el Máster y el Doctorado. Y me saqué el CAP. Y mecanografía. Y estudié contabilidad por la Comunidad de Madrid. Y muchos cursos de informática en la academia de mi barrio. En Rus. Y por último, porque me creí que si otros podían, yo también.
Así que, cuando hablo con mi hija de su futuro, intento darle los consejos que puedan ayudarla mejor. Por supuesto, mi situación a su edad no era la misma que la suya, y mientras que yo a su edad había hecho muchas chapuzas en muchos pisos de Madrid, ella disfruta de una calidad de vida y unos cuidados que yo, y muchos de los que estáis leyendo este artículo de mi generación, no hemos tenido. Y le digo:
«Cariño, tú nunca vas a ser cómo yo. Ni tienes que ser cómo yo. Yo fui un gato callejero porque es lo que me tocó y tú eres un gatito de angora que tendrá que aprender a vivir en el mundo. Que tendrá que aprender que las cosas no son siempre fáciles. Que las ventajas que tienes en tu vida tendrás que usarlas con cabeza. Podrás ser lo que quieras. Mucho mejor que yo, si te empeñas. Y tendrás que decidir cuánto te empeñas y te sacrificas para lograrlas o no. Pero nunca serás “como” yo. Eso no va a ser posible porque yo me hice así por necesidad y tú no la tienes».
Y no es que esté sintiéndome orgulloso de ser como yo. Ya me gustaría a mí haber podido disfrutar de más apoyos. De más conocimiento del mundo que tuve que descubrir yo solo. De cómo se hacían las cosas. De saber que si algo iba mal tendría un apoyo más grande. Yo tenía a mi mamá, eso es verdad, que siempre me va a querer y cuidar, eso sí. Pero no a alguien que me pudiera sacar las castañas del fuego. Que pudiera ayudarme con mi carrera profesional.
Para que os hagáis una idea, de mi paso por la obra y las chapuzas me moví al mundo de dar clases particulares. Con esto llegaba a ganar 100.000 pesetas al mes. Daba tantas clases particulares que no me quedaba tiempo para ir a la universidad a Santa Eugenia la mayoría de los días. Así que me quedaba estudiando en la cafetería de La Flecha de Móstoles, donde tantos años los camareros me cuidaron. Ellos, que curraban muchas horas, me cuidaban, y cuando empecé a salir por la tele y me veían, y decían que yo había estudiado en la universidad decían:
«Mentira, ¡que ese ha estudiado aquí, que yo le he puesto los cafés todos los días!»
Es verdad. De hecho, Luis, uno de los camareros de aquella época, me vigila a mi mamá muchos días y me la tiene cuidada.
Del mundo de dar clases particulares, cuando acabé mi época universidad, me puse a trabajar en una pequeña empresa. Era una startup de aquel entonces, pero y no lo sabía. Era una especie de beca para programar en sistemas GIS en Visual C, que para algo había hecho mi proyecto de fin de carrera en Geometría Computacional. Yo estaba aprendiendo cosas, así que más que agradecido de estar allí sin cobrar. Así que, además, barría la oficina y ponía los cafés a todo el mundo. No porque me lo pidieran, sino porque salía de mí. Estaba feliz de aprender, y como necesitaba dinero, daba aún algunas clases particulares.
Estuve un tiempo ahí, hasta que me ofrecieron entrar en una empresa para hacer formación, montar ordenadores, hacer reparaciones, o lo que saliera. Se llamaba DySoft Computer. Estaba en la Avenida de Burgos de Madrid y ahí estuve dos años haciendo de todo.
Hasta di una de las primeras formaciones online. A los alumnos se les entregaba un CD multimedia hecho con Macromedia Director y luego tenían un buzón al que podían escribir por e-mail para que un tutor —el que está escribiendo— respondiera las dudas. Y claro, como yo trabajaba en muchos sitios, lo que hacía era llevar un modem 33.600 que configuraba en ordenadores de los sitios donde estaba dando alguna formación, o en el de la empresa donde estuviera trabajando ese día. Entraba en Infovia, me descargaba el correo electrónico y respondía las dudas de los estudiantes. Era como el año 1998 más o menos, así que haceros una idea de cómo era el mundo de la tecnología en aquel entonces.
Y en 1999, yo con 24 años y mi amigo Rodol con 26, montamos nuestra propia empresa: Informática 64. Para hacer lo que saliera. Formación, programas, reparar ordenadores, montar redes, conectar a Internet a empresas, dar mantenimiento a centros de trabajo. Tú di qué, y lo hacíamos.
Pero claro, cuando empezamos en aquel año 1999, dos chavales de Móstoles que habían alquilado una oficina en la calle de Burgos de Móstoles, no teníamos ni idea de nada. Ni de cómo se gestionaba una empresa, ni de cómo se conseguían clientes. No teníamos contactos. No teníamos padrinos. No teníamos más que ilusión.
Pero… éramos gatos callejeros.
Con mucha hambre. Con mucha necesidad. Con muchas ganas de conquistar un mundo que no conocíamos. Sin conocidos que te pudieran dar referencias del mundo empresas. Sin saber cómo empezar. Pero eso no era un problema. Contratamos a algunos gatos callejeros de Móstoles, Alcorcón, Parla, Fuenlabrada y barrios de alrededor, y comenzamos a trabajar.
Como no teníamos clientes, y aún Internet estaba por desarrollar, el proceso para encontrar empresas y comenzar a trabajar no lo hacíamos por Internet. Y lo que hacíamos era bajarnos al bar a desayunar, cogíamos los periódicos que hubiera allí, y buscábamos los anuncios de empresas. Todo lo que nos sonara a Informática era nuestro objetivo. Así que con un papel y un bolígrafo apuntábamos el nombre de la empresa y el teléfono. Tan sencillo como eso.
Luego, había que conseguir materializar algo, así que otro de los Bronxtolita de aquella época llamado Igor Corrales —que tengo en mi equipo de Telefónica— y yo llamábamos a puerta fría. Competíamos entre nosotros. Yo llamaba primero e intentaba conseguir una reunión. Le contábamos qué éramos, qué hacíamos, y nos ofrecíamos para todo. Y luego, le pasaba el teléfono fijo a él para que hiciera lo mismo con el siguiente.
Por supuesto, nos colgaban, nos dejaban con la palabra en la boca, no nos tomaban en serio, o se reían de nosotros. ¿Y qué? Porque de ahí salían siempre reuniones, contactos, personas que luego serían nuestros clientes, nuestro siguiente paso, nuestra puerta hasta otras empresas, otros clientes, otros modelos de negocio. Pero todo partía de una llamada de teléfono a puerta fría que hacíamos mi compañero Igor o yo. No es que pensáramos si nos gustaba o no hacer ese trabajo, era simplemente que necesitamos conseguir clientes y lo hacíamos. Punto.
Yo les cuento todas estas cosas a Mi Hacker y Mi Survivor, porque es fácil para ellas llevarse una imagen distorsionada de lo que es el mundo si ven la foto de los últimos cinco o diez años de su padre. Es fácil creer que las oportunidades, el mundo profesional, el mundo que tienen que vivir ellas es más sencillo. Sus necesidades no tienen nada que ver con las que yo tuve a su edad. Yo tuve que ser un gato callejero, ellas viven como gatitos de angora.
Por supuesto, esto no solo lo veo al comparar a mis hijas conmigo.
Por mi trabajo y mi vida, he podido conocer a muchas personas de éxito. Grandes artistas, grandes ejecutivos, grandes personalidades. Y siempre que los conozco intento saber mucho más de su historia. ¿De dónde vienen? ¿Serán gatos callejeros? ¿Serán de los otros?
Y dejadme que os hable un poco de “los otros”.
Los otros son gatos que vienen de una situación mucho menos cercana a la necesidad. Podría pensarse que algunos vienen de entornos donde han podido ser gatitos de angora. Y es cierto que muchos vienen de buenas familias, o familias que con una situación buena. Pero, a diferencia de los gatitos de angora, “los otros” han sido criados con un nivel de exigencia durante toda su vida brutal. Han sido los números uno en todo lo que han hecho, porque con menos han sufrido reprimendas, castigos o más castigo. Son espectaculares en todo lo que hacen porque han sido forjados para ello. Son gatos fuertes, educados, inteligentes, brillantes.
Mis hijas no son así. Al menos ahora. No son gatos callejeros, y yo —lo confieso— disfruto cuando disfrutan de su vida. De patinar por el placer de patinar, de coleccionar Pokemons por el placer de coleccionar Pokemons, de escuchar música, bailar, y dibujar. No quiero que vivan su vida como la mía. Eso sí, que no esperen que les diga que van a conseguir todo lo que quieren fácilmente. Por eso, la frase que os dejé arriba.
«Cariño, tú nunca vas a ser cómo yo. Ni tienes que ser cómo yo. Yo fui un gato callejero porque es lo que me tocó y tú eres un gatito de angora que tendrá que aprender a vivir en el mundo. Que tendrá que aprender que las cosas no son siempre fáciles. Que las ventajas que tienes en tu vida tendrás que usarlas con cabeza. Podrás ser lo que quieras. Mucho mejor que yo si te empeñas. Y tendrás que decidir cuánto te empeñas y te sacrificas para lograrlas o no. Pero nunca serás “como” yo. Eso no va a ser posible porque yo me hice así por necesidad, y tú no la tienes».
No sé si esto que os he contado os servirá de alguna reflexión o no, pero cuando yo tengo que invertir en startups, o tengo que elegir a un ejecutivo para hacer un proyecto complicado, o cuando tenemos que seleccionar al CEO de una compañía, o cuando conozco a una persona con la que voy a colaborar en un proyecto para jugarnos el pellejo juntos en él, pienso… ¿es un gato callejero, es de los otros o es un gatito de angora?
No sé qué les deparará el futuro a mis hijas, y tampoco sé si lo que hago es lo correcto o no. Hago de padre lo mejor que puedo, y es un viaje en el que vas sin GPS. No sé si mi forma de educarlas es la que mejor les servirá para vivir, o la que más felices les hará, o la que más sueños que tengan les hará cumplir. No lo sé, de verdad. Lo único que deseo es que se equivoquen y yerren por sus decisiones. Que fracasen porque se equivoquen ellas. Que la caguen estrepitosamente por que tomaron decisiones malas en su vida. Nunca porque siguieron los dogmas de su padre a fe ciega.
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