Las vidas que no fueron
Hay una especie de paralelismo inverso entre las figuras de Gilda Love, el último transformista del Raval barcelonés, y Rambal, el homosexual que en las décadas de 1960 y 1970 se disfrazaba de mujer para diversión de vecinos y noctámbulos en el barrio gijonés de Cimavilla. A ambos los movía una motivación muy similar, si no idéntica, y los dos tuvieron que soportar los estragos de una época poco o nada propicia, si es que alguna lo ha sido realmente, a asumir o comprender sus posiciones vitales. Gilda Love tuvo más suerte, dentro de lo que cabe: habitaba en una ciudad en la que existía una mínima estructura con la que pudo profesionalizar, aun dentro de la precariedad, sus quehaceres cotidianos, y ha conocido la democracia —aún sigue actuando, aun con las limitaciones que le imponen sus noventa y muchos años— por la que, al menos, puede transitar sin necesidad de esconderse. Rambal se movía en un entorno desprovisto de espacios en los que llevar a cabo sus actuaciones con la dignidad que habrían requerido y sólo pudo manejarse en las tinieblas propias de la dictadura, dado que lo asesinaron cuando ésta mantenía prendidos sus últimos rescoldos. Hablo de todo ello con el cineasta Enric Ribes a propósito de su película Cantando en las azoteas, y concluimos cómo ambos personajes son fruto de un tiempo muy concreto y unos lugares muy determinados, los barrios que acogían a las clases humildes y se convertían en una suerte de gueto donde terminaban hacinándose los perfiles menos homologables en una sociedad de estamentos impermeables. Los contornos del viejo barrio chino —que alimentó la leyenda de una Barcelona canalla que es hoy un recuerdo cada vez más lejano— marcaban el perímetro que separaba a la gente de bien del lumpen, exactamente igual que en el Gijón de entonces el puñado de calles donde se alojaban cigarreras y pescadores constituía una suerte de fortaleza vetada a quienes no estaban en posesión de ciertos códigos. Mientras todo lo inconfesable sucediera dentro de sus límites y sus ecos no penetraran en los distritos que se tenían por decentes —los que acogían a la burguesía comercial, a las clases medias incipientes, por descontado a la vieja aristocracia que mantenía su abolengo y sus privilegios, aunque fuese de un modo simbólico—, no existía el menor problema. La misma premisa que los convertía en espacios marginales daba cabida en ellos a una libertad inimaginable en otros territorios y configuraba unas atmósferas donde la resignación se contrarrestaba con una alegría que no dejaba de ser una venganza contra quienes exiliaban a sus habitantes de la respetabilidad, un corte de mangas dirigido a una época que los castigaba con la injusticia del desaire y al que ellos respondían haciendo de la necesidad virtud y convirtiendo en seña de identidad el desparpajo, la osadía, ese transitar por el filo de la navaja. A Gilda Love y Rambal los separan las particularidades de los barrios en los que transcurrieron sus vidas, pero al mismo tiempo, y paradójicamente, hay un abismo que los une: el que separa las vidas que tuvieron de las que habrían podido tener si no hubiese sido el suyo un mundo tan inhóspito.
En el pueblo del misterio
Hay un diablo sujetando una pila de agua bendita y una pequeña torre cuya atalaya se asoma a un paisaje tan imponente como indómito. Hubo un sacerdote de gustos y costumbres extravagantes y unos parroquianos que asistían entre atónitos, curiosos y divertidos a las rarezas que terminarían por perpetuar su memoria. Y queda, sobre todo, lo que se acabaría erigiendo sobre esos cimientos tan precarios: un monumental fraude histórico que ha provocado que cientos o miles de buscadores de tesoros vengan fijando su mirada, desde mediados del siglo pasado, en una aldea perdida entre las montañas del sur de Francia. El de Berénger Saunière es uno de mis enigmas favoritos desde que lo descubrí en mi adolescencia temprana, gracias a una novela gráfica de Martin Mystère y a un libro de bolsillo que atesoraba mi padre en la sección esotérica de su biblioteca, y también uno de mis vicios culpables: no evito echar el ojo a cualquier cosa que lo traiga a colación. Más que el misterio en sí, me fascina la manera de la que un encadenamiento de ficciones —tan involuntarias como casuales— tergiversaron hasta el delirio una realidad más bien prosaica y terminaron por configurar un mito que terminó por suplantar a la verdadera historia en el imaginario colectivo. Tuvieron que darse, en primer lugar, los rumores que se extendieron por el pueblo acerca del dineral que derrochaba un cura cuyas ganancias se suponían exiguas. Luego, esas maledicencias se aliaron con la capacidad de fabulación de un hostelero avispado que se hizo con los bienes del religioso tras su fallecimiento y comenzó a contar a sus clientes una historia, tan falsa como atractiva, según la cual el buen pastor había dado con un tesoro enterrado en un lugar que sólo localizarían quienes supiesen resolver el jeroglífico que el religioso había urdido y cuyas claves se encontrarían en ciertas esculturas de la iglesia, en la disposición de determinadas tumbas del cementerio y en las plantas y los alzados de los edificios que él mismo se empecinó en construir. El círculo se cerró cuando hizo su aparición Pierre Plantard, un personaje tan siniestro como pícaro que tuvo la elocuencia suficiente para convencer a un escritor de que el verdadero secreto del abad Saunière no tenía que ver con el hallazgo de un tesoro, sino con el descubrimiento de una genealogía que probaría que la estirpe del mismísimo Jesucristo había pervivido en Francia y se prolongaba en una suerte de ramificaciones cuyo último eslabón era el propio Plantard, heredero legítimo por tanto de un trono que convenía recuperar en nombre de la tradición y la coherencia histórica. Cuando Gérard de Sède publicó El oro de Rennes, el ensayo en el que ponía todo esto en negro sobre blanco —aquél que mi padre tenía en su biblioteca y que leí yo subyugado, con la ingenuidad de mis trece o catorce años—, toda esa fantasía en torno al pequeño pueblo empezó a extenderse y dio pie a un cúmulo de teorías que hallarían su cénit en El enigma sagrado, un libro que vio la luz en la década de 1980 y a partir del cual urdiría Dan Brown su best-seller más famoso. Me he entretenido estos días en Retorno a Rennes-le-Château, de Enric Sabarich —que viene a ser una suerte de recapitulación de cuanto ya se había contado en dos obras anteriores, el Compendium Rhedae y el Prohibido excavar en este pueblo de Óscar Fábrega—, y he vuelto a disfrutar retrotrayéndome a mis estupores juveniles y a mis andanzas más maduras: he estado dos veces en Rennes-le-Château, la primera con mi ejemplar de El oro de Rennes bajo el brazo, y siempre sonrío al recorrer los hitos del peregrinaje herético al que se encomiendan quienes llegan allí atraídos por la sombra de un sacerdote que, pese a sus prácticas nada limpias, se preció de mantener a toda costa su fidelidad a la más rancia ortodoxia. La pequeña aldea que siglos atrás debió de ser una capital poderosa languidecería hoy en el olvido de no haberse convertido en un parque temático concebido para el gusto y solaz de los buscadores de tesoros, que andan por allí como abstraídos en pos de algo que no existe, y el paisaje que se atisba desde lo alto de esa colina es en verdad impresionante. No haría ascos a volver algún día por allí. Fuera de los viejos dominios del cura Saunière, en la soledad de un parque que se abre a la vera de la Torre Magdala, reposa a la intemperie una pila neolítica que seguramente sea, con mucho, lo más valioso del lugar. Ninguno de los expedicionarios mitómanos que andaban por las callejuelas le hacían el menor caso en las dos ocasiones en que visité el lugar. No sé si se podrá encontrar ahí una explicación de algo.
La memoria de las cosas
También las cosas tienen memoria, aunque no puedan compartirla. Conservan los edificios entre sus paredes el recuerdo de quienes los habitaron, y no siempre se da a éstos la oportunidad de compartirlo. Lamentamos a menudo que no estén a nuestro alcance las pequeñas historias que, al modo en que los granos de arena configuran una playa o un desierto, conforman el sedimento sobre el que se asienta el relato de la gran historia, que se articula siempre desde el poder e ignora las pequeñas gestas sobre las que se sustentaron las hazañas definitorias —Bertolt Brecht escribió un poema muy conocido al respecto— y que tenían lugar a pie de calle, en los talleres y las cocinas y las fábricas, allí parecía no ocurrir nada importante y, sin embargo, sucedía lo que propiciaba la existencia de todo lo demás. Han cambiado los tiempos y el paso de los años ha dejado en pie ruinas que son vestigios, naves abandonadas y factorías silenciosas por cuyos interiores vacíos resuena el eco de un trajín que en muchos casos ya sólo podemos imaginar y en otro queda a expensas de que alguien rescate el recuerdo de quienes lo conocieron de manera directa, porque formaron parte de él y él constituyó el medio para sustentar sus vidas. Seríamos muy necios si perdiéramos de vista que esa memoria no es en absoluto ajena, sino propia, en tanto que radica en ella la definición de las circunstancias que, mejor o peor llevadas, determinaron el tiempo en que vivimos. También es personal lo colectivo, y también tiene vida lo que aparenta no tenerla, el silencio que queda cuando se apagan las luces y desciende el telón, y aún resuenan los ecos últimos de la representación, ésa que aún pueden recitar quienes fueron sus protagonistas para que se los escuche y se conserve lo que de otro modo se acabará convirtiendo en un olvido denso e irreversible, en una refutación del presente.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: