Conocí de joven a un viejo comisario retirado que le gustaba contarme sus antiguas hazañas: en sus años mozos arrestó a un sujeto notable que había vendido varias veces el Obelisco. Con su labia persuasiva el sujeto en cuestión les hacía creer a personas ingenuas que él era el verdadero propietario, pero que por diversas razones estaba cansado y dispuesto a sacarse el monumento de encima: era una ganga y una oportunidad irresistible de quedarse con el emblema de Buenos Aires. No pocos le pagaban al contado. La fascinación por los más hábiles estafadores no solo no ha mermado, sino que con el tiempo hasta se ha transformado en un prolífico género cinematográfico: hoy llueven películas y series sobre diversos tramposos, magos de la mentira infame que no solo han embaucado a ciudadanos de a pie, sino principalmente a todo el sistema, algo que por supuesto tiene morbo y no es nuevo. “Muchos han comerciado con ilusiones y falsos milagros, engañando a la estúpida multitud”, decía Leonardo Da Vinci en el siglo XVI. En 1920, un italiano de muy bajos recursos llamado Carlo Ponzi les hizo pensar a miles de norteamericanos que, por el tipo de cambio, era un buen negocio invertir en ciertos cupones, y fue recogiendo dinero en cantidades industriales de pequeños ahorristas y también apuestas fuertes de compañías y hombres de fortuna, y fue pagando por el camino buenas utilidades: el problema es que jamás invertía en nada, abonaba a los primeros con los fondos de los segundos y terceros, huyendo hacia adelante y generando una burbuja insustentable que alguna vez explotaría. Mientras tanto, Ponzi se compró una mansión y experimentó gozosamente los lujos y las extravagancias de un magnate. Su bancarrota fue tan estrepitosa y dejó un tendal tan cuantioso de damnificados, que a partir de entonces el timo se denominó “esquema Ponzi”: se estudia en todas las escuelas de negocios del mundo, y es precisamente por eso que llama mucho la atención que fuera ésta, y no alguna otra trapisonda más original o sofisticada, la que finalmente explicaría el prolongado y espectacular engaño de Bernard Madoff. «El monstruo de Wall Street» —así se denomina el escalofriante documental de Netflix— se convirtió en una portentosa celebridad desde su legendario piso 19, no solo por su “infalible” olfato y porque sedujo a los más importantes inversionistas de Estados Unidos y Europa, sino por sus aires filantrópicos y porque ayudó a moldear las mismísimas reglas del capitalismo financiero. En el piso 17 funcionaba, en paralelo, un aguantadero de facturas truchas operadas por vivillos de cuarta. Lo curioso entonces radica en cuán horrorosamente burdo era todo y en cuántas décadas logró salirse con la suya, sobre todo en un ámbito lleno de linces. Y también el desgano con que la Comisión de Bolsa y Valores lo auditó y la tardanza del FBI en descubrir una maniobra que era evidente para cualquier matemático avezado. El escandaloso caso Madoff, que se destapa finalmente no gracias a la perspicacia de los sabuesos sino a la crisis de 2008 y que provoca entonces múltiples y dolorosas quiebras en cadena, obliga a reflexionar sobre la psicología del estafador y la “complicidad” de sus socios y víctimas. Es obvio que el éxito del fraude se basa en la personalidad carismática y manipuladora del tramposo, y en la codicia del “cliente”, pero también en su enorme necesidad de creer; un tercer factor es la connivencia del establishment, que toma su porción de la torta y mira para otro lado. En el fondo, hay una convergencia entre los convencidos, los crédulos y los cínicos: es el mismo maridaje con que se forman también las más eficientes ficciones colectivas. Se me permitirá ahora utilizar como analogía, más allá de las distancias legales correspondientes, esta lógica compuesta para intentar explicar lo inexplicable: una facción política y prácticamente hegemónica gobierna durante años una nación y la sumerge en recurrentes crisis y en una decadencia de fácil comprobación aritmética. No se cansa de fracasar y no se cansa de ser entronizada por algunas de sus propias víctimas; su “doctrina” es un reconocido fraude ideológico y su metodología principal consiste en una adulteración de la historia y de las cifras, en una negación de los datos ciertos e incluso en una llamativa reivindicación del camelo patriótico como picardía criolla, fenómeno social que es celebrado incluso por sus más duros objetores. Los estafadores políticos han logrado aquí el máximo refinamiento: un profundo lavado de cerebro que induce a la dependencia psíquica y que espanta cualquier cuestionamiento de fondo; a sus denunciantes se los considera ultras y verdaderos herejes, y las pruebas a la luz del día de sus quiebras y la cantidad de damnificados que producen sus impericias nunca son suficientes como para dar por cerrada su etapa histórica. Pueden perder de vez en cuando elecciones, pero en realidad no hay catástrofe que pueda con ellos. Y en sus peores momentos, no solo son respaldados por los propios —los que están en la militancia y en el curro, y en el puro modus vivendi—, sino por presuntos ajenos e independientes que corren presurosos en su auxilio: periodistas, empresarios, cientistas políticos, gente que no se considera ni siquiera simpatizante y que aun en medio de este naufragio comienza a remar para que el pueblo olvide los pesares y enconos, y les dé una nueva oportunidad. A estos “peronistas involuntarios” se agregan banqueros y empresarios amigos del ministro de Economía, que invierten en medios y en panelistas y politólogos. Todos ellos —los peronistas por convicción, los adherentes por adicción, los pelmazos por costumbre, los progres por complejo, los asociados por interés y los mercenarios por el vil metal— han puesto en marcha la operación El Peronista Deseado. Se trata de la última vela que prenden los justicialistas deprimidos e inquietos, y el clamor ingente de una parte del “círculo rojo” para que Sergio Massa —un “republicano” y además un “eficiente gestor”— sea el candidato presidencial de este conglomerado tan exitoso. El “republicano” deseado aportó sus tres diputados para perpetrar un golpe institucional contra la Corte Suprema de Justicia —asunto repudiado esta semana por Human Rights Watch y por la mismísima Casa Blanca—, y luego mandó a sindicalistas pesados a intimidar a los formadores de precios: el principal de todos ellos se apellida Borda, en involuntario honor a esta política de neuropsiquiátrico. Reprime este articulista los deseos de aludir también a los “camisas negras” de Il Duce, que felizmente les quedan grandes a estos personajes de opereta, y mucho más cuando asoma en la remera del principal patovica la marca Nike, coronando así el carácter farsesco de toda la movida. Luego el “peronista deseado”, que ni siquiera es economista, resulta que se ha convertido en un águila de la macroeconomía, milagro del marketing personal que ha logrado repartiendo gracias y vituallas, vendiendo humo, alargando la mecha de la bomba, engordando la deuda pública, impulsando oscuras maniobras para frenar al dólar, con una inflación que da vergüenza y que está clavada en el top five del planeta, y con una pobreza real (con su indigencia creciente) que realmente mete miedo: la canasta alimentaria se incrementó un 100% durante esta ejemplar administración. No hay nada que hacerle, compañeros: Massa tiene la creatividad, la audacia, el atrevimiento, la destreza y el sentido común. Tiene el toque mágico, es el hombre providencial y debe dar un paso al frente. Algunos voceros informales de Massa serían capaces de vender varias veces el Obelisco y al contado. Pero el problema excede largamente a esos comedidos de salón y a esos pícaros de sobre. Las razones profundas por las que después de tanto estropicio y evidencia hay todavía una ley gravitacional a favor del peronismo y un mercado electoral ciego y necesitado de creer en esa clase de timos que llevan décadas, no podrían ser explicadas cabalmente ni en seis temporadas largas de Netflix. El elemental “esquema Ponzi” de la estafa argentina está a la vista de todos, pero pocos quieren verlo.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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