Todo año nuevo tiene su momento de reflexión. No sé si podría decirse que fue una suerte, pero en 2022 viví profesionalmente de la traducción literaria. Digo que no sé si se podría considerar una suerte porque, aunque sea gratificante ver mi nombre en los libros en los que he trabajado, quema mucho el proceso. Ser traductora en el mundo editorial actual es ir a contrarreloj todo el tiempo. También ha sido siempre un trabajo solitario, en silencio, y apenas ha recibido el reconocimiento que merece. Sin embargo, es difícil producir una traducción con el ritmo que nos obligan a mantener: para la mayoría de las traducciones que he realizado, la fecha de entrega se fijó en dos meses. Estoy segura de que, si los traductores tuviéramos algo más de tiempo para reposar el texto, la calidad sería mayor, y el libro como producto final, que pasa por correctores y editores que también trabajan con fechas ridículas, sería casi excelente. Es ir contrarreloj desde que aceptas la traducción hasta que la entregas. Y ojalá, en muchos casos, pudiera dedicar un día entero a pensar la elección de una palabra para mi traducción, esa idea y práctica tan romantizada que apenas puede darse por culpa del poco tiempo que disponemos.
Un ejercicio que me ha abierto los ojos cada vez que lo he hecho, gracias a Mariela Fernández Sánchez, traductora y docente de Traductología en la Universidad de Granada, y Ben Clark, poeta, traductor y editor, es nombrar a más de cinco traductores que están en mi biblioteca personal. Si no los recuerdo de memoria, esto significa buscar sus nombres entre los cientos de páginas de un libro, escribirlos, investigar en internet en qué obras han trabajado. A veces es casi imposible encontrar dicha información porque parece que las grandes editoriales esconden el oficio de sus traductores y se niegan a nombrarlos, a darles el espacio que deben ocupar. Como traductora, pero sobre todo como lectora, me he hecho con traducciones por un traductor en específico (como, por ejemplo, Poemas y testimonios de Safo, en la versión de Aurora Luque, Cumbres Borrascosas de Emily Brontë con la traducción de Carmen Martín Gaite, Desmorir de Anne Boyer, con la de Patricia Gonzalo de Jesús, o La vida nueva de Dante, traducido por Julio Martínez Mesanza), y estoy segura de que no soy la única. Comprar un libro por el traductor es un acto de confianza que se daría más si no fuera por el dicho traduttore, traditore, que está más que presente en el subconsciente lector.
Consuelo Berges, traductora de autores como Stendhal, Proust y Flaubert y mujer de la generación del 27, fue también una ávida lectora, que es una de las mejores formas de aprender a traducir: leyendo. La biblioteca de Consuelo Berges se destacó en la exposición Las Sinsombrero, que estuvo hasta hace un par de semanas en el Centro Cultural de la Villa Fernán Gómez, en Madrid. Gracias a su labor «recolectora», coordinó la primera enciclopedia de mujeres escritoras hispanoamericanas en los años 50, y pudo representar a sus compañeras de Latinoamérica, así como a sus amigas que se encontraban exiliadas. Sin embargo, y pese a sus décadas dedicadas a la traducción, pidió a los 84 años una beca de traducción al Ministerio de Cultura para poder seguir adelante. En la entrevista que le hizo Maruja Torres, publicada en El País en los 80, comentó que: «(…) Con toda la tremenda obra que tengo detrás… Que si algo hay que premiar es la difusión de la cultura, ¿no? Y el medio millón me servirá para sobrevivir, no nos vamos a engañar». Con los derechos de autor de sus traducciones, que ahora se da tan por sentado que tengamos mis compañeros de oficio y yo, consiguió convocar el Premio Stendhal de traducción. La última vez que se otorgó fue en 2011.
En España contamos con dos premios principales de traducción literaria: el Premio Nacional de Traducción y el Premio Nacional a la Obra de un Traductor. Nuria Barrios, en el ensayo ganador del XIII Premio Málaga de Ensayo La impostora: Cuadernos de traducción de una escritora expone que, según los datos de la Asociación Colegial de Escritores y Traductores de España, el 74 % de los traductores colegiados son mujeres. Y en el momento de la escritura del libro de Nuria Barrios, solo trece traductoras obtuvieron el Premio Nacional de Traducción y solo ocho el Premio Nacional a la Obra de un Traductor. Estas cifras son tremendamente significativas, sobre todo porque la gran mayoría de estudiantes del grado de Traducción e Interpretación, en cualquier facultad en nuestro país, son mujeres. ¿Hasta qué punto se silencia a gran parte de la profesión si no obtenemos cierta visibilidad que sí debería darse?
Creo, al igual que muchos compañeros de profesión, que una de las pocas soluciones para que empiece a mejorar la situación es que nuestro nombre aparezca de forma visible en los proyectos en los que hemos trabajado. En el caso de la traducción literaria, en la cubierta de los libros. En el transcurso de la lectura de un libro no debemos notar que hay un traductor detrás del texto, pero esta figura de traductor fantasma no debe seguir traspasadas las páginas de un libro. No es un fantasma el que prepara las facturas, el que ve que se atrasa la publicación de un libro en el que ha trabajado sin que se le haya notificado, el que siente alegría una vez que recibe los ejemplares justificativos. Tampoco es justo que el traductor sea el único que promocione sus obras a través de las redes sociales y no la editorial, o que aparezca el nombre del prologuista de una obra en la cubierta y no el suyo. ¡Hasta dónde hemos llegado!
¿Es este pequeño artículo una queja al aire? Puede que sí, pero tengo la esperanza de que algún compañero o compañera lea estas palabras y comparta las mismas ideas que yo; y que, en algún momento, las condiciones mejoren para todos los traductores y no solo para unos pocos. O, al menos, que el traductor deje de ser considerado como un traidor indigno de toda confianza para poder dedicarnos a este oficio con la pasión y la entrega que merece.
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