Tan solo diez relatos, de entre los 915 presentados a concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos del séptimo concurso de #cuentosdeNavidad, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, será anunciado el viernes 13 de enero. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
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NO FALTÓ NINGUNO
Shirley Caballero Sahonero
Llegaron los becerros de ojos húmedos, las ovejas sudorosas, los caballos cenizos y naranjas. Llegó la luna y su séquito de estrellas deslumbrantes.
Nadie se había dado cuenta de su presencia, por supuesto. Pero, como siempre, el hambre permanente de los cerdos llevó a uno de ellos a pillar en el hocico la cola cilíndrica como zanahoria de la desprevenida serpiente, que fiel a su naturaleza, se giró para dar un doloroso mordisco en el cuello del porcino, y a continuación su chillido desató el terror en todos los demás asistentes al nacimiento del niño divino, y más todavía al ver que una larga figura se agitaba y se hacía soltar del hocico, perdiéndose entre cientos de patas. Corridas, cornadas, resbalones, pistones y mordidas por todos lados, como chispas de una hoguera bajo el efecto de una batidora.
La serpiente se vio desvalida como una lombriz, de modo que huyó para adelante dejándose llevar por la estampida, y se refugió junto al pesebre de piedra donde reposaba el recién nacido. Por cierto, sus padres y los pastores habían quedado vencidos y zarandeados por la fuerza de ovejas y burros, en su intento de detener a las bestias y proteger al pequeño y a sí mismos.
La serpiente quedó enroscada sobre su sombra, atisbando casi sobre el hombro del bebé, tan risueño y ajeno. La estampida pasó por encima y por el lado de ambos, levantando en un cegador vendaval trozos de paja, nubes espesas de polvo, pelos de todos colores y olores, y hasta hubo algunos trozos de cuernos despedidos como dardos. Pero al niño y a la serpiente solo les tocó ensuciarse, la estampida los evitó por completo.
Y en medio del paisaje pisoteado y roto, con los magullados pastores enloquecidos, corriendo tras sus animales, quedaron los dos únicos ilesos, y nadie supo si al niño Dios lo protegió el miedo o el amor.
Aunque para los resultados, era lo mismo.
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MAMÁ NO SE ENTERA
José Ramón Pardo Congel
Por primera vez desde que llegó a esta Tierra, tiene hambre. Se culpa de ello, ha sido por bajar un poco los brazos. Estaba cansado de luchar al límite y decidió darse un respiro. Pensaba que tenía derecho a unos días de ligereza y que la existencia sería olvidadiza. Fue un deseo traicionero (1). La pereza le ha pasado al cobro la factura, con sus ínfulas de abatimiento y su desmayo físico. Camina con lentitud tan sólo porque un orgulloso rescoldo de dignidad le incita a no arrastrarse. Después de avanzar unos metros, topa con un contenedor de cartón que no ha sido capaz de engullirlo todo. Le hace compañía otro de vidrio, también abrumado. Delatan los restos de una fiesta y los síntomas de una desidia. Hay cristales rotos, una botella pringosa de cava y cajas de cartón destrozadas, unas con el anodino color marrón del embalaje industrial, otras con los colores chillones que exacerban la curiosidad infantil. Le llama la atención una de esas coronas de pacotilla que se incluyen en las cajas de los roscones. Titubea un poco, con cierta malicia, pero se acaba decidiendo. Se agacha, la toma entre sus manos y la cierra, ajustando uno de sus extremos a la ranura del otro. Se la coloca sobre la cabeza, imaginando su aspecto cómico y resignado.
A unos metros, en otro banco, una mujer joven lee un libro y levanta la vista de vez en cuando. No mucho. Debería prestar más atención a su hija, una pequeñuela rubia de ojos glaucos que acaba de conocer a un niño muy moreno, desaliñado y vivaz.
—Mi madre me ha dado un bocadillo- sonríe la niña mientras le quita, poco a poco, el papel de aluminio que lo envolvía.
—¿De qué es?- pregunta el chaval. En su tono hay una gula lasciva, casi tangible.
—Creo que es de jamón serrano con foie-gras —contesta, divertida— A mi mamá le gustan las verduritas y esas cosas asquerosas pero esto es mucho mejor.
—Ah, la lechuga y esos hilos verdes, puaj, sí… Claro que lo tuyo está más bueno, dónde va a parar…
Ríen los dos con ganas. El niño traga saliva y está a punto de asaltar el bocadillo con un mordisco inesperado. De repente, ella enmudece, toca el hombro del zagal y estira el brazo señalando el lugar donde quiere que su amigo mire. Lo hace de un modo enérgico, con el descaro de un ángel. El gira su cabeza en esa dirección. Ve al hombre cabizbajo en el banco y luego vuelve a mirar a la chica. Ambos comprenden.
—Está cansado— concluye él.
—Claro— rubrica ella.
Al cabo de unos minutos, la noche empieza a cerrarse. Hace frío. La madre cierra el libro, hay que recogerse. Se levanta, mira a su alrededor y localiza a su hija, que está donde la había visto por última vez. Tiene unos muñecos en la mano e intercambia historias inventadas con su compañero de juegos.
—Es hora de irnos, Elisa. ¿Ya te has comido la merienda?
Se miran los dos enanos, muy serios. Una complicidad que la madre detecta, intrigada.
—Se la he dado a Baltasar— acaba admitiendo la niña.
—¿A quién?
—Al rey mago…
—¿Al rey…? La madre mira alrededor. Distingue a unos metros la silueta de su majestad.
Respira. Reflexiona un instante. Decide ganar tiempo con una nueva pregunta.
—¿Cómo has sabido que era el rey?
—¡Mamá, por Dios!
El rostro de la niña es el enojo absoluto, la paciencia derrotada. No soporta a su madre cuando parece estar en la inopia (3).
———
(1) Una nota característica de este autor es su gusto por el pleonasmo.
(2) Algunos críticos denuncian su abuso de las personificaciones. Un recurso trasnochado, según algunos.
(3) ¿Los Reyes Magos son los niños?
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SE ACABARON LOS REGALOS
Rubén de Salas Corregidor
Castello volvió a casa pasada la hora de la cena. Se quitó los zapatos y fue directo a la cocina a por un botellín de cerveza. El fluorescente parpadeaba sin encenderse del todo. Buscó a tientas el abridor y pegó un buen trago antes de dejar la pistola y la placa junto al frutero donde solo había un plátano ya negro. Volvió a abrir la nevera y maldijo acordándose de la pierna de cordero que había encargado y que no había pasado a recoger, así que le tocaba cenar en Nochebuena con sobras del día anterior recalentadas. Sonó el teléfono mientras metía el plato en el microondas. Era la forense con más información del cadáver que habían encontrado esa tarde.
El cuerpo se encontraba tirado entre los columpios y hundido en una pequeña capa de nieve. Todavía no había llegado el juez así que buscó su pequeña libreta y empezó a estudiar la escena de lo que era claramente un asesinato.
La víctima era un hombre mayor, rondando los setenta, de piel blanca y ojos claros, barba muy espesa y canosa, vestido con un llamativo jersey navideño y desprendiendo un fuerte olor a incienso. Presentaba una herida de arma blanca en el cuello. Castello siguió el rastro de sangre sobre la nieve. Había muchas pisadas alrededor, estaba empezando a anochecer y la zona del parque estaba mal iluminada, así que pidió a un agente que le ayudara con una linterna. Un brillo dorado junto a un tobogán destacó entre la luz blanca. Parecía la empuñadura de un cuchillo, la hoja estaba hundida en la nieve y al sacarla se extrañó porque era una especie de daga antigua hecha de oro y gemas de llamativos colores.
—¿Habéis encontrado alguna cartera o algo que le identifique? —preguntó a los policías que dieron el aviso.
—En el bolsillo del pantalón tenía un monedero con un poco de dinero y un mapa de la ciudad. Nada más, ni carnés ni tarjetas de crédito.
Los vecinos que lo encontraron dijeron que no les sonaba ver a ese hombre por el barrio.
Castello frunció el ceño y descartó el robo como móvil del asesinato. Se preguntó si podría ser algún ajuste de cuentas, pero la zona era de clase alta y nunca había pasado nada parecido. La llegada de Catalina, la forense, y el juez le sacó de sus pensamientos. Ya está vestida para cenar con su familia, pensó rascándose la barba de tres días y recordó todos los lunares de su cuerpo. Instintivamente echó la mano hacia el bolsillo de la gabardina donde llevaba la cajetilla de tabaco pero encontró dos Chupachups en su lugar, mala semana para dejar de fumar. Estaba cansado, hacía un frío del carajo y no entendía nada del caso: un anciano vestido con ropa navideña, degollado en un parque infantil en una zona de lujo en la que nadie le conoce. Será mejor que me vaya a casa, se convenció, pero antes quería hablar con ella:
—Cata, avísame en cuanto sepas algo de la autopsia. Me voy a la comisaría a preparar el informe y luego a casa, por si te quieres pasar y contármelo en persona —le dijo en voz baja por su espalda.
Ella se dio la vuelta y sonrió:
—Esta noche mejor te llamo. —Le quitó el Chupachups de la boca, lo saboreó girando el palo con el pulgar y el índice y se lo devolvió de nuevo a la boca. —Feliz Navidad.
Un par de horas después, mientras se preparaba la cena en el microondas, el teléfono empezó a sonar. Se acercó al salón con el botellín en la mano y descolgó esperando oír la voz de Cata:
—Creo que la autopsia te va a ayudar poco hoy. Te resumo, el hombre no estaba fichado ni sus huellas coinciden con ninguna de la base de datos, la muerte vino provocada por el corte del cuello y lo raro es que presentaba una gran cantidad de mirra extendida por la cara, cuello y manos.
Sin soltar el auricular, miró hacia el pequeño árbol de Navidad de plástico adornado con cuatro luces que tenía montado junto al sofá. Oyó el timbre del microondas y contestó a Cata:
—Siento mucho que hoy no vayas a tener ningún regalo.
Colgó sin despedirse. Se terminó de un trago el botellín y maldijo:
—A ver cómo me las apaño para detener a los putos Reyes Magos.
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DOS VECINAS
Julia de Cruz Pérez
Carmela mira sus manos esperando a que dejen de temblar. Observa la labor que se amontona en el respaldo del sillón y, niega con la cabeza. Hace años que no necesita trabajar con el hilo. Hace años que resulta más costoso remendar la ropa, que comprarla de nuevo. Pero, piensa, que a los viejos solo les queda la rutina de los años vividos. Y ningún jersey nuevo, vale abandonar su caja de galletas debajo del armario. Así que agarrando con fuerza las agujas, se dispone a retomar la tarea.
Las calles se han llenado de familias que debaten sobre la mejor forma de pasar las fiestas, y Carmela, se resiste a caer en la nostalgia, y se levanta cojeando. Hoy es Nochebuena. Para ella, un martes cualquiera.
Camina encorvada y arrastrando los pies, su casa está prácticamente a oscuras, pero aprendió a caminar sujetándose en los mismos muebles, y sabe de memoria todas las muescas de las paredes. Tantea sin miedo hasta la cocina, donde sabe, por el olor, que ya hay brasa suficiente para encender el brasero.
Dijeron en las noticias que era malo aquel brasero. Mucha gente había muerto ahogada, porque el tufo les dejaba atontados y, para cuando alguien entraba, ya era tarde.
No era el brasero, pensaba Carmela, era la soledad lo que había matado a aquellos viejos. El saberse solos durante días.
Con las piernas encogidas, y notando el calor debajo de las faldas de la camilla, respira aliviada. Sabe que nunca se sentirá tan cómoda como en aquel sillón de orejas. De cuero marrón, viejo y desgastado. Los muelles del mismo fallaron hace tiempo, y siempre se hunde temiendo no poder salir después, pero, ¡ay! se siente tan recogida y arropada…
El café ha quedado frío, pero a ella le gusta así, y devora con fruición la magdalena que quedó preparada.
Sonriendo, agarra el mando, dispuesta a seguir su novela, cuando la oye.
Se trata de Herminia. Sigue llamándola para sí, “la nueva vecina”, aunque hace tres años que se mudó a la casa de al lado, con su marido, el mismo que había fallecido hacía un mes. Si las casas de adobe no aislaban del frío del invierno, mucho menos de los sonidos vecinales. Oía sus sollozos a diario.
—No llora por el marido muerto —se dice reflexiva— sino por la vida perdida a su lado, los años que ya no van a volver.
Y se apena, porque debe de ser terrible sentirse así. Ella amó, y fue amada. Lo tuvo todo y ahora ya no. Pero siempre le quedará el recuerdo, y no necesita más.
Enciende la tele para que se vayan los pensamientos, pero no logra desterrar la culpabilidad.
Carmela vive aislada en su casita del pueblo. Se relaciona lo justo cuando sale a comprar, cuando va por el campo buscando hierba para las gallinas. Ni más, ni menos. La gente es poco buena, habla a sus espaldas, y dejó hace mucho de tolerar que le hablaran con ese ritmo lento y pausado, con el que se le habla a los viejos. La exaspera.
Y de repente se enfada, por sentirse mal de haber escogido algo que la mantiene tranquila, algo que no se valora suficiente hoy en día.
Oscurece, y apenas se ve nada en el exterior, pero definitivamente algo está pasando. Las gallinas cacarean nerviosas, y Carmela teme por la llegada del zorro. Se levanta apresurada, y sale al corral. Con las prisas, tropieza con el mango de la escoba y cae al suelo. Apenas puede moverse. Finalmente, y tras valorar el tiempo que queda de luz, y el frío que la envuelve con su manto, grita.
Herminia aplasta los ajos contra la madera. Observa de reojo el pan, que no está suficientemente duro, pero sin duda servirá, y se levanta a buscar el cuchillo. Un alarido parte el anochecer en dos.
—Carmela —lo sabe de inmediato.
Se apresura a ponerse el chal y sale a la calle. El viento frío la encoge, pero sigue andando. Abre la puerta y frena en seco, pues no hay luz. Pero Carmela sigue pidiendo ayuda, y se aventura valiente por el pasillo. La voz de su vecina la guía.
—¡Ya vengo Carmela!
Y la encuentra, tendida en el suelo pero, por suerte, sin signos de mayor gravedad que un buen golpe, que mañana dolerá, de eso no hay duda. Le pregunta cómo está, qué ha ocurrido, pero Carmela solo responde con un hosco “bien» y casi rehúsa de la mano de su vecina.
Esta le ayuda a levantarse y ambas entran en casa. Sin embargo, ante el gesto de Carmela de volver a la cocina, Herminia insiste en seguir hacia adelante.
—¿Y dónde está la luz en esta casa? —replica mandona.
Tímidamente, Carmela la enciende y se deja guiar por el pasillo hacia la calle. Herminia extiende su chal y la arropa. Le ayuda a subir las escaleras y Carmela rechina los dientes. La maldita artrosis.
Ya en casa de Herminia, se acomodan en la camilla de la cocina, ambas sin hablarse. Nunca lo han hecho.
Herminia le pasa el pan, y Carmela agarra el cuchillo y la tabla.
—No está suficientemente duro —gruñe.
—Pero servirá —sonríe Herminia.
Y mientras la sopa borbotea en el puchero sobre la lumbre, Herminia le limpia los rasguños de la cara, y Carmela se deja hacer.
Hay algo maravilloso en la vulnerabilidad de la vejez. El tiempo ya no cura nada, la escasez del mismo nos da ese espacio para perder la vergüenza y dejarnos querer. Pese a la vida misma, esta Nochebuena, encontraron la felicidad entre sus arrugas.
***
LA LUZ DE BALTZ-AAR
Emilio Martínez Cardona
Un rayo azul-celeste se detuvo sobre aquellos lugares desolados, como un astro que hubiera frenado su carrera en la esfera de la noche. Desde su altura, irradió una luminosidad difusa y en medio del campo se vio caminando a tres figuras altas, de andar lento y ceremonioso.
Primero espiaron por las ventanas y luego un hombre se atrevió a perfilarse en la puerta, sujetando su cayado. Pero algo le decía que no había amenaza en aquellos visitantes. Por fin, se allegaron lo suficiente para ver sus ropajes extraños, mayormente dorados y con piezas metálicas, incrustadas de una brillante pedrería.
Los tres lucían sendas barbas e iban tocados con cascos, sombreros o turbantes de alguna región alejada. A esa distancia, al hombre le pareció que sus movimientos eran demasiado lentos, casi como si su andar fuera una especie de danza. Vio que entre sus dedos largos llevaban objetos aún más refulgentes que sus trajes.
Dentro de la casa, el recién nacido rio sobre el regazo de su madre y los posaderos se retiraron prudentes hacia un ala del lugar, para seguir observando. Los visitantes pasaron junto al hombre del cayado haciendo una reverencia y se detuvieron a varios pasos de la cuna.
Nadie los vio mover las bocas para proferir palabras, pero horas después la madre juraría haber escuchado sus nombres. El más alto, que se llamó Baltz-aar, cantó para ella unas estrofas de una tonada desconocida, que decía:
Un Árbol crece frondoso
en medio del desierto.
Caen sus hojas y de ellas
nacen los primeros hombres,
que extrañan un jardín
y no saben
que fueron el Árbol.
El segundo, Melz-quioor, continuó el canto:
En el Jardín Antiguo
Adán nombraba
con palabra exterior
y sonido inanimado.
Pero en el Árbol anidaban
los nombres reales
de las cosas
aquellos que las impulsan
al cielo como pájaros.
Por último, Giaz-paar entonó las estrofas finales:
Hija de la Caída
la poesía es también Sofía
la llave
para remontarla.
El viejo mandato era
no comer un solo fruto del Árbol
sino todas las manzanas
todas
las palabras.
Pusieron a los pies de la madre los objetos que llevaban entre sus dedos largos: tres cilindros de oro cubiertos de inscripciones raras, con partes de cristal que dejaban entrever su contenido, con varias hierbas y pequeños rollos de pergaminos.
La madre volvió a escuchar en su mente y ahora fueron las palabras “sanación”, “regeneración” y “renacimiento”.
Después, con la misma lentitud con la que habían llegado —más que caminar, se deslizaban— se perdieron en la noche, poco antes de que el rayo azul-celeste retomara su curso en la bóveda estrellada.
*
En el interior del óvalo plateado, el que parecía tripularlo se removió la barba dejando ver un rostro parecido al de una mantis. Sus compañeros hicieron lo propio.
—El maestro híbrido está en buenas manos— dijo Baltz-aar, al tiempo que ajustaba los comandos.
Los otros asintieron, mientras abajo, en la pequeña casa, los cilindros fulguraban junto al fuego terrestre, portadores de un secreto innombrable.
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UN JARABE MÁGICO O UNA INYECCIÓN SIN AGUJA
Julia Lucas Sánchez
Queridos Reyes Magos:
¿A que sí que existe y vosotros podéis traérmela para tener un hermano de verdad? Es que ahora tengo uno de mentira que se llama Sergio aunque él no lo sabe porque no me atrevo a preguntárselo que si quiere ser mi hermano y al año que viene Sergio se va a vivir a Cuenca y si no nos hacemos hermanos ahora ya no seremos hermanos en toda la vida aunque a lo mejor voy a Cuenca a ver a Sergio cuando sea mayor y podemos hacernos hermanos pero eso es un rollo. Cuando eres mayor los hermanos no son hermanos todo el rato porque cada uno vive en una casa como mi tía Elena y mi madre.
Sergio y yo también vivimos en distintas casas pero no pasa nada porque en clase hablamos casi todo el rato y además quiero que sea mi hermano porque habla de pedos y del culo y a mí me gusta mucho hablar de eso y solo puedo hablar con él porque con los demás niños de la clase no puedo hablar bajito porque no están a mi lado y no me oyen y no se puede hablar en alto de pedos y del culo. Si te pilla la señorita Alicia te la cargas y entonces solo hablo de eso con Sergio y me río mucho y también me río cuando se inventa canciones.
Un día se inventó una muy bonita que dice todo el rato que le pica el culo y a mí se me escapó la risa en alto y nos regañó la señorita Alicia y Sergio dijo que soy tonta porque no sé reírme bajito y también dijo que me invente yo canciones. Entonces llegué a casa y me puse a inventarme una pero empezó La casa del reloj y luego como no tenía deberes salí a jugar a la calle y luego se me olvidó inventármela y al día siguiente le canté a Sergio la de a mí me gusta cagar en alto para ver la mierda cómo da un salto que es una canción que me enseñó mi tía Elena una vez que fui a su casa y Sergio se creyó que me la había inventado yo pero casi no se rio. A lo mejor se rio para adentro porque sabe reírse sin que se le note y también sabe hablar sin que se le note porque de mayor va a ser ventrílocuo como Mari Carmen y sus muñecos y va a salir en La casa del reloj con Marta y Poppy y Manzanillo y a lo mejor hace dibujos con ellos porque Sergio es el niño que mejor dibuja de la clase y por eso quiero que sea mi hermano.
Es que yo dibujo un poco mal y cuando la señorita Alicia nos manda hacer un dibujo Sergio hace muchos dibujos en su casa porque se le da muy bien dibujar y siempre le pido uno y me da el más feo porque ya no le gusta. Un día le pregunté que si soy su hermana me da el más bonito y dijo que no porque las hermanas solo sirven para tirarlas del pelo y empujarlas y echarlas escupitajos y entonces le dije que no me importa que me dé el más feo si me manda dibujos cuando viva en Cuenca y dijo que sí chaval toma Vitacal que tu culo huele mal y que era tonta porque no se pueden mandar dibujos desde Cuenca porque tardan mucho en llegar y llegan arrugados y la señorita Alicia tira a la papelera los dibujos arrugados. Entonces le dije que si se inventa algo para que lleguen pronto y sin arrugar le mando una redacción cuando le manden hacer una redacción en casa para que no le pongan un cero porque algunas veces le hago la redacción porque escribe un poco mal y pone vaca con be y burra con uve y muchas más cosas mal pero no le convencí porque se pone que para hacer una redacción puede mirar el diccionario.
¿Vosotros me podéis traer un diccionario mágico con magnetofón y con mi voz para decirle a Sergio los acentos cuando tenga dictado? Es que los dictados se hacen en clase sin mirar el diccionario y no quiero que le pongan un cero. También podríais traerme algo para mandar los dibujos desde Cuenca y que lleguen pronto y sin arrugar.
Si solo me podéis traer una cosa como el año pasado pues lo que más quiero es el jarabe o la inyección para tener un hermano de verdad porque Sergio se va a vivir a Cuenca al año que viene y ya no seremos hermanos de mentira ni nada pero si me traéis las tres cosas no os pido más cosas en toda la vida. Aunque los leotardos me hacen mucha ilusión porque a mi madre le gusta llevarme al colegio con calcetines y nunca me los compra y dice la señorita Alicia que con leotardos te dan menos anginas y hoy tengo anginas y por eso estoy en casa y os puedo escribir antes de las vacaciones.
Mari Juli Lucas
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LA OTRA NAVIDAD
Antonio Blázquez Madrid
La monótona música de los villancicos traspasa, como cada año, los cristales de la ventana. La misma historia vuelve al lugar de siempre. En el salón, un gastado belén ocupa la repisa de la chimenea. En el belén el Niño debe de tener la mejilla rota, y la tiene; la Madre debe de estar con los ojos borrados, y así está; el Padre debe agarrar con dureza la empuñadura del bastón, y lo hace.
El niño termina de leer el relato escrito en el diario, y vuelve a esconderlo bajo las baldosas rotas del salón, para que, al año siguiente, cuando los villancicos retumben de nuevo a través de los cristales y el belén roto vuelva a estar sobre la repisa de la chimenea, otro niño lo encuentre, mientras se oculta con miedo en un rincón oscuro con su mejilla dolorida.
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FELIZ NAVIDAD
Gonzalo Aparicio Yagüe
Cinco de enero por la tarde. Gómez estaba frente a la entrada exterior del hipermercado. En el bolsillo, la carta que había escrito Luisito, su hijo mayor, ocho años, en su nombre y en el de su hermano Pablo, de seis. Miró la lista. Luis quería el juego de videoconsola Robots Mortal Kombat. El pequeño pedía un móvil Xiaochin Note Cualconye SnapShot 666 y una cocinita de PacaPorc.
Disimulando, en un entrante discreto, echó dos.
La sección de juguetes estaba al fondo del pasillo central. En el apartado de cocinitas, al lado de PepaPorc, no había demasiada gente. Un niño pequeño acompañado de su madre miraba fascinado una caja con una vajilla y una cubertería minúsculas, de plástico multicolor.
―¿Te gusta? —preguntó Gómez.
―Sí, es muy bonito.
―¿Se lo vas a pedir a los Reyes?
―Mi papá no me deja.
―¿Y eso?
―Porque dice que es un juguete de niñas.
―¿Quién es tu papá? —preguntó Gómez tras reflexionar un momento.
—Ése de allí —señaló el niño a un hombre medio calvo, sin afeitar, vestido con un chándal azul y un anorak negro.
Gómez se acercó.
―¿Es usted el padre de ese niño?
El otro le miró extrañado.
―Sí… ¿por qué?
―Verá usted, soy psicólogo infantil…
―¿Y qué? —lo interrumpió el hombre con hostilidad.
―… de la división de psicopedagogía interestatal para la prevención del maltrato infantil de Unicef España y la ONU.
―¿Eh?
―Lo que ha oído. ¿Tiene usted idea de las consecuencias que va a tener para su hijo la negativa a que los Reyes le traigan ese juguete…?
―¿Cómo… cómo dice?
―… de todo tipo: psicoafectivas, psiquestésicas y behavioristas. Traduciendo: su hijo puede convertirse en un perturbado mental, o algo peor, el día de mañana— Gómez iba ya lanzado —Y no sólo eso: yo podría instar contra usted una orden de busca y captura por acoso infantil…
―¡Oiga, oiga…!
―Haga usted lo que quiera. Yo le he advertido —terminó Gómez dándole la espalda al hombre.
Apartándose un poco tras el lineal de muñecas, Gómez se atizó otra dosis de brandy. Contento, fue hacia el mostrador de PacaPorc, a por la cocinita. De otra caja que ponía PacaPorc Accesorios, cogió el código de barras.
Lo siguiente era la sección de telefonía. Barullo absoluto. Los dependientes, acosados por docenas de compradores frenéticos; el estand de Xiaochin, arrasado. Cerca, un mostrador poco concurrido de Xiolín Beiying Corp. En él, un bonito móvil de color amarillo canario por un precio razonable. Estudió sus características: Xiolin Note Cosmic LizardShot 999, 0,25 GHz, 4G, 4020 mAh, 8 GB. Estupendo. Engañaría perfectamente a su hijo Pablo. Pegó el código de barras de PacaPorc encima de el del móvil.
Solo le quedaba el videojuego de Luis, Robots Mortal Kombat. Algo de robots. Bien, pensó, eso le iría preparando para una carrera tecnológica y no la mierda de trabajo que él tenía. En la sección de juegos, se acercó al origen de un confuso griterío.
En medio de un apretado círculo de clientes, un joven totalmente desbordado, intentaba contestar docenas de preguntas simultáneas.
Gómez empezó a gritar a todo pulmón:
―¡Hay promoción en la entrada! ¡Al cincuenta por ciento! ¡Al cincuenta por ciento! ¡Quedan pocos!
Tras unos momentos de incomprensión expectante, se inició una furiosa carrera hacia la entrada. Los corredores apartaban carritos y personas sin miramientos. Los insultos y maldiciones iban tras ellos, pero daba igual, había promoción.
Con el frente despejado, Gómez se dirigió al joven, pero este habló primero:
―¿De verdad? No me habían dicho nada.
―Sí, sí, es cierto. Hay una promoción… de detergentes: tres por dos, ya sabes.
―¡Ah! ¡Oh, Dios se lo pague! ¡Me voy, me voy y no vuelvo!
―Vale, pero oye, ¿el Robots Mortal…?
―Tome, coja este, el de demostración, no está protegido… ¡y muchas gracias!
El muchacho, cabizbajo, se fue murmurando ¡Nunca más, Juan, nunca más!
Gómez enfiló las cajas. La algarabía de carritos y personas convertía el aire en un elemento casi sólido. Niños corriendo, padres agotados, dependientes temerosos. Gómez, esquivando obstáculos, alcanzó una zona de autopago. En una de las cajas vio al señor medio calvo de chándal azul y anorak negro pagando disimuladamente una vajilla de juguete multicolor.
Una empleada aburrida se le acercó.
―Menos de diez artículos.
―Llevo tres —dijo Gómez con su mejor sonrisa.
―Bueno, yo solo se lo digo. Que hay mucho listo…
―Oiga, mire, que llevo tres.
―Bueno, bueno, luego me enseña el ticket, que no sabe usted lo que una tiene que aguantar… ―se alejó farfullando―: si yo le contara, que esto a veces es como el camarote de los Marx… o peor… que es que la gente no sabe…
Gómez hizo el pago, cogió el ticket y una bolsa.
―Enséñeme el ticket ―dijo la empleada aburrida.
Gómez se lo enseñó.
―Lleva usted dos juguetes de PacaPorc.
―Sí, señorita –—le sonrió.
―Pero uno es un móvil.
―Sí, el de PacaPorc.
―¿Y sólo vale esto?
―Claro. ¿No ha visto usted la promoción?
―No sé… tendría que comprobarlo… ―pero pensó: llamar arriba, que me atiendan, la víspera de Reyes, el señor no parece un chorizo, es simpático… Estoy harta y aburrida, aburrida y harta… ¡mira, que pase…!―… bueno, pase, pase… feliz año.
―¡Ah, feliz año, señorita! ¡Dan ganas de volver a entrar solo por verla de nuevo!
―¡Huy, por favor, qué amable! ¡Vaya, vaya con Dios! – dijo alborotada, con la primera sonrisa de la tarde.
Cinco minutos después, tras comprar una tarjeta regalo para su mujer en Atención al público, Gómez salía del hipermercado intentando mantener el coche dentro de su carril, con la satisfacción de haber cumplido como padre y marido.
***
EL DISFRAZ
Raúl Lorenzo Pérez
Salió corriendo de la sucursal bancaria, con su disfraz de Papá Noel y el saco a sus espaldas bien cargado. Mientras se dirigía al vehículo que lo esperaba con el motor encendido para huir a toda mecha, un par de vigilantes de seguridad privada, unos auténticos gigantes, lo detuvieron en seco. Pensó que ahí acababa su aventura, pero la historia dio un giro inesperado. Muy amablemente, fue invitado a entrar en la galería comercial donde los niños ya hacían cola para recibir sus regalos del mismísimo Papá Noel. No tuvo otra opción, así que, mirando a los lejos a su compañero de fuga, enfiló hacia su nuevo compromiso bien escoltado por los vigilantes.
No sin esfuerzo, sus ayudantes lograron arrancarle de sus manos el saco, lo abrieron y extrajeron de él un primer paquete, que entregaron al niño. Este lo agarró bien fuerte contra su pecho y le dio un beso a Papá Noel con sus minúsculos labios. Pálido, con la mandíbula desencajada, solo alcanzó a decir: «Ábrelo cuando llegues a casa». Impotente y con los ojos cuajados en lágrimas, vio cómo uno a uno los niños se sentaban en su regazo y recibían de manos de sus ayudantes los paquetes que portaba en su saco. Cuando terminó su labor, fue despedido entre aplausos y sonrisas de todos los presentes.
Vagó por las calles de la ciudad, sin rumbo, con su disfraz de Papá Noel, mascullando maldiciones contra la Navidad. Una Navidad diferente, sin duda, para todas las familias que recibieron aquellos paquetes de este Papá Noel tan especial…, repletos de fajos de billetes.
***
CINCO BOLAS BLANCAS
Juan José Díaz Carpintero
“El vórtice polar se ha roto”… Y lo dicen como el que dice que se ha roto una “junta de culata”. Lo dicen con cara de estar pensando: “Os vais a enterar”.
Y debe de ser cierto, porque hace un frío de narices y mis orejas se van a hacer añicos en cualquier momento.
Por primera vez en mucho tiempo, vamos a montar el árbol de Navidad con frío de verdad, del que sale por la boca cuando hablas; como en las películas.
Mi mujer hace ya tres horas que se fue a trabajar y mi hija va camino del instituto. Me ofrezco a acercarla con el coche, pero niega con la cabeza. La veo salir por la puerta con su mochila y pienso en lo rápido que pasa el tiempo; en lo rápido que pasa todo.
Al quedarme solo me dejo caer en el sillón y observo por la ventana la niebla de la mañana sobre la monótona ciudad gris, difuminándola y convirtiéndola en un monocromo y melancólico grabado de Durero.
Desvío la mirada hacia la esquina del salón, donde esperan el árbol artificial —todavía plegado— y la caja de adornos aún cerrada.
Empieza a sonar White Christmas en mi cabeza —mi canción de Navidad favorita— y me doy cuenta de que ya casi es Navidad… “Otra puta Navidad”.
Y sé lo que viene a continuación, así que cierro los ojos y me centro en la letra de la canción que suena en mi cabeza; en la nieve, las campanillas, los niños y los trineos. Al poco, suena el timbre y me devuelve a la realidad, sacándome de esa bonita e irreal estampa navideña.
Abro la puerta y el corazón se me encoge al ver la bonita sonrisa de Rocío y de sus pequeñas acompañantes. Con sus doce años —la mayor de las cinco— me sonríe mientras apoya sus manos sobre los pequeños hombros de Esther y Míriam, situadas delante de ella; ambas idénticas y ambas preciosas, con sus tres añitos iguales y sus iguales gorritos rosas. Al lado de ellas, las dos pequeñas Silvias —con sus mismos nombres— me saludan alzando sus bracitos.
Exactamente igual que el año pasado. Exactamente igual que siempre.
Una por una, les doy un beso y un abrazo y las invito a pasar. Directamente se abalanzan sobre el árbol y la caja de adornos. La casa, antes solitaria y silenciosa, es ahora un hervidero de risas y jolgorio, con el árbol extendido mostrando todas y cada una de sus —todavía— abundantes ramas de agujas plastificadas, mientras las niñas rebuscan en la caja entre cintas plateadas, bolas y estrellas.
Rocío levanta a Míriam hasta lo más alto del árbol, donde coloca la gran estrella plateada que lleva entre sus manitas, mientras su hermana gemela aplaude divertida desde abajo. Yo, por mi parte, continúo colocando cintas y más cintas de colores con las pequeñas Silvias de seis y siete años, dando vueltas alrededor del árbol.
Al finalizar, exhaustos todos, nos sentamos y contemplamos nuestra abigarrada creación.
La cara de las niñas refleja alegría. Alegría propia de unas niñas en Navidad. No en vano, han esperado todo un largo año.
A las doce del mediodía en punto, como si de cinco pequeñas y diurnas cenicientas se tratara, vienen hacia mí para despedirse. Las voy levantando una a una para darles un largo y fuerte beso. A Rocío le doy también un prolongado abrazo —tengo la sensación de que es consciente de todo—, mientras que a las más pequeñas les doy un fuerte achuchón. Al cruzar la puerta, se giran y al unísono se despiden levantando sus manitas en silencio. Sin palabras —como siempre—.
Al irse, no noto tristeza, al contrario; siento paz y tranquilidad. Contemplo, apoyado en la pared, el árbol todo decorado.“Vamos a desmontar este pequeño secreto antes de que vengan”, me digo.
Voy guardando todos y cada uno de los adornos y pliego el árbol, colocándolo en la esquina. Me siento en el mismo sillón e intento recordar las edades que tendrían ahora las pequeñas.
Rocío, tendría ahora cuarenta y siete años. Las dos Silvias, cuarenta y uno y cuarenta y dos, mientras que las dos pequeñas gemelas tendrían ya treinta y ocho años. Recuerdo cada una de estas treinta y cinco Navidades desde que el puto coche-bomba explotó, quitándoles injustamente la vida ese once de diciembre. Pienso en la alegría de esa última Navidad en sus casas; las imagino decorando el árbol, riendo y jugando.
De los hijos de puta que las destrozaron y las reventaron bajo toneladas de escombros, y de aquellos que callaron y siguen callando; prefiero no pensar. “Ya no matan” dicen.
Y recuerdo todas y cada una de sus visitas desde 1987… Las recuerdo en las Navidades de mi último curso de bachillerato; en las Navidades de mi primer polvo; en la primera Navidad con mi mujer… la primera con mi hija. Todas y cada una de las Navidades, desde aquel año, espero su visita, y nunca han faltado.
Ignoro por qué a mí, a mil kilómetros de distancia y sin ninguna relación con ellas, pero esa primera Navidad tuve el fuerte presentimiento de que nunca las olvidaría. Y me gusta pensar que hay millones de personas, que al igual que yo, reciben su visita cada Navidad. Por pensar…
Antes de preparar el almuerzo en la cocina, me dirijo al armario y abro la caja con las cinco bolas blancas, que esta noche, como cada Navidad, colgaré en el árbol junto a mi mujer y mi hija. Cada una tiene un nombre invisible.
“Dicen que el vórtice polar se ha roto”…
“Lo que está roto, es el puto mundo”, pienso.
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