Como aquella muchacha del cuadro de Dalí, ahora sé que lo que divide esta ventana no es solamente un espacio, sino el universo entero. Del cristal hacia dentro, el desamparo de dos moribundos viendo la lluvia caer. Del cristal hacia fuera, Londres sin ti. Entre ambos mundos, el cristal del Red Lion como un telón a cuyo encuentro llegan dos gotas de agua. Desde donde quiera que se hayan creado, han atravesado kilómetros en una caída libre y suicida para venir a nuestro encuentro justo ahora en el cristal del Lion. Si Dalí estuviera a mi lado tiraría a la muchacha por la ventana y no pintaría más que espanto.
—Veinte libras por la de la derecha.
—¿Veinte libras a qué? ¿Y qué derecha? ¿De qué me hablas, Henry?
—Te estoy diciendo que apuesto veinte libras a que la gota de la derecha cae antes que la de la izquierda. Son veinte por mi gota. Es una puta carrera de gotas de agua. ¿Lo cubres o qué?
Aparte de robar, los ingleses aman hacer colas y apuestas, pero jugarse veinte libras a una gota de agua me parecía de algo de enfermos, como el día que paseamos dos langostas por las barandillas de los muelles del este, a ver cuál de ellas caía antes al Támesis. Estos ingleses no tienen sentido del ridículo, para ellos ir con bastón y bombín paseando un crustáceo con un lazo, como si fuera un Fox Terrier por los Cotswolds, es solamente una experiencia más. No para mí, que perdí. Igual da, cubro la apuesta, pido otra ronda y miro hacia afuera, al otro lado de la ventana del Red Lion. A Londres sin ti. Perdida ya la esperanza de horizontes con barcos de Matisse y olvidadas las brisas de Cadaqués, la primavera se abre paso en Londres, si es que se puede hablar de primavera en una ciudad sin flores ni niñas a las que regalárselas. Siempre queda Covent Garden para recordarnos que todo podría haber sido diferente, y que Londres es gris sólo porque ellos así lo prefieren. La primavera aquí es sólo eso que mientras despedimos un invierno que nunca se va del todo y esperamos un verano que jamás acaba de llegar. Sólo esas aves migratorias con la Lonely Planet bajo el brazo nos anunciarán que, un año más, se nos olvidaron las estaciones en un cajón cuya llave no queremos buscar, que hemos regalado otro año al pasado, y que cada vez todo pasa más deprisa. Ojalá la vida fuera tan previsible como las estaciones. Ojalá todo sucediera de modo circular y cíclico, y a tu desamor de cada verano le sucediera tu sonrisa enamorándose de mí de nuevo en otoño, amor que se haría grande en invierno y que se empezaría a pudrir en la humedad febril de tu abril adolescente, hasta que me abandonaras de nuevo, como acostumbras siempre que es verano. Y luego otra vez otoño, como si nada hubiera pasado, un octubre radiante y pletórico como tu amor cuando comienza, con ese olor a limpio y la fe en Dios de quien obtiene un triunfo imprevisto. Con un jazmín en la solapa y una ciudad a juego que, evidentemente, nunca sería ésta.
—Apuesta cubierta, Henry.
La ventana es inglesa, una de esas guillotinas que se abren hacia arriba e incitan a poner la cabeza debajo. Está claro que la gota de la izquierda va a caer antes, hay un obstáculo en el cristal que Henry no ha visto, justo en su parte de slalom, y, salvo catástrofe, la mía tiene el camino libre hasta la base. De cualquier modo, con mi dedo dibujo un camino, le marco una ruta de huellas dactilares desde el otro lado del cristal como a una mosca, una guía que alienta y anima a mi gota. Sé que me entiende. Sé que me entiende, al menos, igual que me entiendes tú, es decir, apenas nada, porque eres otra gota, no eres más que eso: humedad, agua impura, agua caliente, sólo agua. «Ponme otra pinta de esta ale amarga como las puertas del infierno, Mildred». O como Dios quiera que te llames, aunque tengas cara de llamarte Mildred y de haber llegado de cualquier punto de la isla a trabajar a este agujero de fracaso llamado Shoreditch. Y pon otra a Henry, a ver si se acaba de joder la vida cuando vuelva de hacer cola en el baño.
—«Te va a fallar el viento», dice Henry cuando vuelve. «Tu gota se está torciendo y no cae recta, así que va a tardar más porque tiene más camino que recorrer. Vete pagando, capullo, te dije que ganaría».
Esta es lluvia de ciudad cansada, estas gotas lúgubres llegan tocando un réquiem, estas aguas son viscosas, estas gotas llenas de adjetivos son tan densas que no caen. Oh, cariño, si supieras cuánto te extraño, si supieras cuánto me duele este agua de cárcel y de fluorescente fundido, este aire que ya no mueve gotas… A esta lluvia llena de polvo le sobra ciudad, desolación e inundación interior. Gracias, Mildred, deja esas pintas de ale donde quieras, ya sé que se hace tarde y perdón por no hacerte caso, pero no puedo dejar de mirar esas dos gotas que caen y que ya son mi vida.
—No tan rápido. Las gotas se han parado, Henry. Fíjate bien. La tuya se rebela.
Para nuestro asombro, las gotas comienzan lentamente a desandar el camino y a ir hacia arriba, como poseídas por el arrepentimiento y la vergüenza. Parecen querer liberarse de la gravedad ante nuestra mirada atónita. Tras varios avisos e intentos sin éxito, finalmente una ráfaga en Hoxton Street las comienza a desdibujar para, cada vez más despacio, empezar a unirse en un solo surco, dejando atrás afluentes pasados y, siguiendo ya el mismo recorrido, despedirse de la ventana sin más explicaciones. Dejan mi surco dactilar, los ánimos de Henry, la oscuridad del Red Lion y la incomprensión de Mildred para simplemente irse. Hasta las gotas se van sin despedirse. Hasta las gotas dejan esta ciudad, este Londres-sin-ti. Hasta las gotas deciden mirar al cielo. Están resucitando, estas gotas han decidido resucitar y unirse en un solo ente ascendente para escapar de nuestra presencia alcoholizada y penosa.
—A tomar por el culo, el viento nos ha jodido la apuesta. ¡Iba a ganar mi gota, mi puta gota!
—Henry, acaba la pinta y vámonos.
—¿A dónde quieres ir? Estamos bien aquí.
—Yo me voy. No aguanto más.
Vuelvo a la niebla húmeda y gris. Después de tanta miseria es necesario aislarse, soñar con una ducha caliente y, como la gota, regresar al camino ascendente, al delirio de una casa llena de luz, inundada de vida, de cuadros transparentes y de iridiscencias que nos obliguen a cerrar los ojos. Empiezo a correr para olvidar las gotas y para no mirar de frente la oscuridad de estos diques blandos desde el borde de un grito, desde el campo de batalla hacia el delirio que me haga bajar al metro como un velocista para mirar dentro del recuerdo, para mirar el umbral de un mar en calma y a la muchacha de Dalí, que en mi cabeza siempre serás tú, tú dándome la espalda en el momento anterior a abandonarme, oh triste dueña del alma mía.
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