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Radio Moscú. Eusebio Cimorra, 1939-1977, de Boris Cimorra - Zenda
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Radio Moscú. Eusebio Cimorra, 1939-1977, de Boris Cimorra

Radio Moscú salió al aire el 29 de octubre de 1929. Era propiedad del gobierno de la Unión Soviética. Con vocación de emisora internacional, su primera emisión fue en alemán, luego se realizó en francés, en inglés hasta que, en 1932, Luis Cecchini, inició la emisión en español con la frase «Aquí Radio Moscú». Zenda...

Radio Moscú salió al aire el 29 de octubre de 1929. Era propiedad del gobierno de la Unión Soviética. Con vocación de emisora internacional, su primera emisión fue en alemán, luego se realizó en francés, en inglés hasta que, en 1932, Luis Cecchini, inició la emisión en español con la frase «Aquí Radio Moscú». Zenda adelanta las primeras páginas de Radio Moscú. Eusebio Cimorra, 1939-1977, un libro de Boris Cimorra publicado por la editorial Almuzara.

***

PRELUDIO

MOSCÚ, MARZO DE 1944

Marzo en Moscú es uno de los meses más cambiantes. Hay días soleados y templados, pero de repente las temperaturas pueden caer por debajo del cero y hasta empezar a nevar. Hay un refrán ruso que dice: «En el mes de marzo mucho calzo». Aquel día a mediados de marzo de 1944 era más bien soleado, anunciando una pronta primavera. Después de varios años seguidos con inviernos muy crudos, este día de sol y de un calor tímido anunciaba a los moscovitas una tregua de la naturaleza. La gente iba por las calles, moviendo sus pálidos rostros hacia el brillante foco celestial, que les agraciaba con un leve y agradable calorcito. Algunos se atrevían a desabrochar sus largos abrigos de invierno o quitarse los abultados gorros, llevándolos en sus manos ya sin guantes. Ninguno de los transeúntes parecía tener prisa. Algunos incluso disminuían la marcha para quedarse más tiempo expuestos a aquella agradable radiación solar que, después de un largo letargo invernal, despertaba en el cuerpo los deseos y la alegría de la vida que resucitaba de las blancas y gélidas cenizas del invierno.

Una limusina de color negro, con la matrícula de la Embajada de México en Moscú, avanzaba vigorosamente por la céntrica calle Gorki, sorteando los semáforos que abrían y cerraban el paso más bien a los peatones que a los coches. En Moscú aquel año, todavía en guerra, prácticamente no había tráfico. Los pocos coches que circulaban eran oficiales, algunos militares, y el resto, autobuses, trolebuses y tranvías que constituían el lento e irregular transporte público moscovita. La limusina negra muy pronto llegó a su destino. El chofer con su impecable uniforme salió del vehículo con un gran ramo de flores en la mano. Encontrar flores en Moscú, en marzo y en plena guerra, no era tarea fácil, pero las misiones diplomáticas tenían recursos especiales. El chofer se acercó a la puerta principal del edificio, frente al que había aparcado su coche. Enseguida, salió una mujer joven que sujetaba cuidadosamente entre sus manos un «objeto» alargado, envuelto en una manta y con una pequeña sábana para cubrir la parte superior del envoltorio. Le acompañaban dos mujeres con batas blancas, una era la jefa del departamento de partos y la otra una enfermera, ambas de la casa de maternidad del muy céntrico distrito de Arbát. El chofer entregó el ramo de flores a la joven madre, ayudándole a bajar la escalera del portal y sujetar el ingenioso envoltorio que escondía un niño recién nacido, que estaba durmiendo una larga siesta en la improvisada «cunita» formada por los brazos y las manos de su madre. El chofer ayudó a la madre a entrar en el coche, cerró la puerta con cuidado —para no despertar a la criatura— y arrancó suavemente, dirigiéndose de nuevo hacia la calle Gorki.

Pero su ruta no pasaba por la embajada mexicana. El coche bajó la calle Gorki hacia la plaza de Manézh y la muralla del Kremlin, giró a la izquierda al final de la calle, justo al lado del hotel Nacional y, pasando entre el edificio del Gosplan (Ministerio de Planificación Estatal) y el hotel Moscva (Moscú), giró levemente a la derecha, donde la Casa de los Sindicatos, y, dejando a su izquierda el teatro Bolshoi (el principal teatro de ópera y ballet del país), avanzó unos doscientos metros y se detuvo enfrente del hotel Metropol.

Un ujier, con gorra de oficial del ejército del zar, salió apresuradamente por la puerta giratoria del hotel, abrió la puerta del coche antes de que lo pudiera hacer el chofer, ayudó a la dama con el niño y el gran ramo de flores a salir del coche y la acompañó hacia la entrada del hotel y, ya dentro, la siguió hasta el ascensor. «¡Enhorabuena, doña Eva y felicidades!».

En el ascensor otro ujier cogió la estafeta y pulsó el botón del cuarto piso. Al salir la dama con el niño del ascensor, la camarera de guardia, sentada en una mesa justo enfrente del ascensor, salió como una flecha a su encuentro: «Doña Eva, permítame que le ayude». Recogió el ramo de flores y acompañó a la mujer hasta la habitación cuatrocientos ochenta y tres para abrirle la puerta. Echó una ojeada al interior del bulto que la madre no dejaba de sujetar y exclamó: «¡Qué monada! La felicito. Es una copia de su padre. A propósito, su marido todavía no ha venido».

Por fin, la camarera salió de la habitación. La madre puso cuidadosamente al niño en la verdadera cunita, al lado de la cama de la alcoba, diciéndole muy cariñosamente: «Pues, hijo, ya estamos en casita».

El padre de la criatura en aquellos momentos estaba sentado ante el micrófono en un hermético estudio de Radio Moscú. Era redactor, locutor, autor y presentador de los programas que la emisora estatal soviética emitía en castellano para España y los países de América Latina. Hoy estaba de muy buen humor. Había varias razones para ello. Un día alegre y soleado. Todas las noticias que traían los teletipos eran buenas. El último parte citaba las nuevas conquistas del Ejército Rojo en su imparable avance hacia las fronteras alemanas, liberando, batalla tras batalla, el territorio soviético, invadido por las tropas nazis al comienzo de la Gran Guerra Patria. Los soldados soviéticos se acercaban cada vez más a las fronteras de los países que el ejército alemán había conquistado al principio de la Segunda Guerra Mundial. La victoria total sobre la Alemania fascista se aproximaba cada vez más. Quizá faltaba un año, ¡no más!, para que cayeran Hitler y todos sus aliados, entre ellos, el general Franco. Eso significaba que él, Eusebio Cimorra, periodista de Radio Moscú, exiliado en la Unión Soviética después de la derrota de la república en la Guerra Civil, podría volver a España, como miles y miles de españoles republicanos, dispersos por toda la geografía del exilio mundial. Esta era ya su quinta primavera y, con suerte, la sexta a lo mejor podría pasarla de nuevo en una España liberada del franquismo, democrática y republicana, apoyada por todas las potencias democráticas, vencedoras en esta última y más cruel guerra mundial.

Y también hoy Eusebio Cimorra tenía otra magnífica noticia, más personal: su hijo, recién nacido, regresaba con su madre a casa, al hotel Metropol, y el padre estaba impaciente por ver al pequeño. No había podido acudir a la maternidad para recoger a la madre y al hijito, pero llamó al amigo Quintanillas, el embajador mexicano en Moscú, para pedirle el favor de que mandase un coche de la embajada para llevar a Eva y al niño al hotel. El embajador accedió, sin dudarlo, a esta petición. Eusebio le preguntó si había alguna noticia desde México de su común amigo, Jesús Hernández, que ya hacía varios meses desde que se había marchado a México por asuntos del Partido y prometió informarle de cómo le iban las cosas. El embajador le dijo que no, que las comunicaciones, estando medio mundo en guerra, no eran fáciles, y por tanto, solo quedaba armarse de paciencia y esperar.

CIUDAD DE MÉXICO, MARZO DE 1944

En la ciudad de México el tráfico era mucho más intenso que en Moscú. Aquel año, el mes de marzo estaba siendo más caluroso de lo habitual, era impropio de principios de primavera y anunciaba la llegada del abrasador verano mexicano. Pero aquellos días de marzo, lo que le hacía sudar a Jesús Hernández no era el clima mexicano, sino la frenética actividad que estaba desarrollando entre la cúpula del Partido Comunista de España, exiliada en la capital mexicana, así como dentro del círculo de la emigración española en aquel país, entre otros con los altos dirigentes de los partidos republicanos que formaban el Gobierno del Frente Popular, del que también formaba parte el propio Jesús Hernández.

Había ido a la capital mexicana desde Moscú con un plan de remodelación de la cúpula directiva del Partido: el Buró Político y la secretaría general, esta última desocupada desde la muerte, en 1942, de su secretario general, José Díaz. El plan pretendía reforzar la parte ejecutiva, nombrando un nuevo secretario general, activo, con ideas nuevas, dispuesto a viajar desde México a Europa, donde residían, en la clandestinidad, los cuadros directivos del Partido, todos ellos a la espera del final de la contienda mundial. Había que despertar al Partido del letargo en el que se había quedado sometido tras los largos años que iban transcurriendo en la Segunda Guerra Mundial. Había que prepararse para un pronto regreso a España una vez cayera Hitler y, tras él, el general Franco— para retomar el poder, arrebatado al Gobierno republicano por los generales sublevados. Jesús Hernández, mientras tanto, se dedicaría a tender puentes y discutir futuros pactos de gobierno con los líderes de los partidos republicanos, algunos eran antiguos compañeros suyos en el Gobierno del Frente Popular, y la mayoría de ellos residentes en México.

Su plan, en grandes líneas, había sido consultado y aprobado por los altos dirigentes del Partido Comunista de la URSS, el máximo tutor del PCE desde los tiempos del Frente Popular y durante la Guerra Civil, y ahora, en la emigración, la dependencia era todavía mayor. ¿Acaso podía la URSS estar en contra de que, en un futuro Gobierno de España, el Partido Comunista Español, fiel y dócil «hermano menor» de su Gran Hermano, el PCUS, jugara un papel destacado, incluso más que antes de la Guerra Civil, para poder así dirigir y manipular al futuro gobierno, como siempre se había hecho desde Moscú? No, Stalin jamás perdería tal oportunidad. Y, aunque a Jesús Hernández, que tenía sus propias opiniones e ideas respecto a la futura gobernabilidad de España, no le entusiasmara mucho esta dependencia «fraternal», en ese momento, le importaba más que al «hermanastro» le gustara el plan y que no pusiera obstáculos a su ejecución.

Los dirigentes del PCE y la mayoría de los miembros del Buró Político, en un principio, estaban de acuerdo con el plan, pero cuando llegó el momento de formalizarlo, de comprometerse y votarlo en las reuniones correspondientes, casi todos, menos Enrique Castro, de siempre fiel amigo y seguidor de Jesús Hernández, empezaron a dar marcha atrás inesperadamente. ¿Qué estaba pasando? Algo olía a traición. Además, tenía que ser a muy alto nivel y no sin la participación de Moscú. Por ello, aquellos días de marzo de 1944, Jesús Hernández intentaba quemar los últimos cartuchos para convencer a aquellos camaradas que, sorprendentemente, se habían puesto en contra de él y de su plan.

El niño que en Moscú viajaba en el coche del embajador mexicano, amigo de Jesús Hernández, desde la maternidad hacia el hotel Metropol, conocería los detalles de esta historia tan oscura al cabo de muchos años y de la boca de su propio padre, durante una velada en la casa —¡qué coincidencia!— de una funcionaria de la Embajada de México en Moscú. Al niño, hecho ya hombre, le fascinaría la figura de Jesús Hernández, que tanto había influido en la vida y en el destino de su padre. Y cuando el hijo decidió escribir un libro sobre su padre —que el lector tiene ahora en sus manos—, le dedicaría a Jesús Hernández unas cuantas páginas, resultado de su propia investigación, en un intento de aclarar algunos puntos oscuros de lo que realmente pudo haber sucedido en México, ofreciendo así una visión personal de los hechos que entonces ocurrieron. Probablemente, nunca podrá conocerse toda la verdad, ya que en el tinglado estuvieron implicadas personas ocultas y muy poderosas que sabían guardar sus secretos hasta la tumba, así como borrar para siempre todas las huellas comprometedoras.

AQUEL MISMO DÍA EN MOSCÚ

Al fin, Eusebio Cimorra pudo salir de la radio e irse a casa. Era ya bastante tarde. El horario de la radio era así, muy contrario al de la vida habitual de la gente corriente. Abrió suavemente la puerta de la habitación y entró. Eva, despierta, le estaba esperando. Eusebio la abrazó y enseguida se aproximó a la cuna. «Es muy guapo. Se parece a ti, Evita». Se agachó, y el primer beso paterno selló la sedosa mejilla del bebé.

—¿Cómo le llamaremos? —preguntó el padre.

—Yo he pensado en Boris, sería un buen nombre. Además, ha nacido la misma noche en la que habíamos visto la ópera Boris Godunóv en el Bolshoi —propuso la madre.

—Sí, me gusta el nombre. Lo de la ópera debe ser una señal divina. Pues, será Boris Gutiérrez Cimorra. No está nada mal. Y, si se dedica a escribir, firmará simplemente Cimorra, Boris Cimorra, como yo y mi hermano Clemente —concluyó el padre.

La música rusa, hay que reconocerlo, estaba trayendo suerte a la pareja. Se conocieron durante la función de El lago de los cisnes de Chaikovski. Músorgski influyó tan emocionantemente en el nacimiento del hijo. «Y ¿qué ocurrirá con Prokófiev, por ejemplo? Bueno, la vida está por delante y ya lo veremos» —pensó medio en broma el padre, descorchando la botella de champán soviético que había traído de la radio para celebrar el nacimiento del pequeño príncipe Boris.

EL HOTEL METROPOL

El hotel Metropol, donde todo esto ocurría, era uno de los hoteles más emblemáticos de Moscú y de toda Europa cuando fue construido, al principio del siglo pasado. Sava Ivánovich Mámontov, el famoso magnate y mecenas ruso del siglo XIX, quiso construir, a finales de los noventa del siglo XIX, un hotel que se convirtiera en una de las curiosidades de Moscú, no solo como hotel propiamente dicho, sino también como obra arquitectónica por el diseño, la decoración, y la ingeniería. Por tanto, para su construcción fueron traídos los mejores arquitectos, pintores y diseñadores de la época. Pintores rusos de fama universal, como Vrúbel, Polénov, o Koróvin, hacían esbozos y bocetos de la decoración interior y exterior. Se utilizaron los mejores materiales y la ingeniería más avanzada en la construcción de un grandioso edificio de seis plantas, de estilo «moderno», con una cúpula acristalada de mosaico multicolor, que cubría el techo de la sala del restaurante principal, diseñado como un gran patio interior.

Los acabados, tanto interiores como exteriores, eran de colores vivos y alegres, al estilo italiano, para darle al edificio un llamativo contraste con el fondo gris y de poca luz propia de Moscú la mayor parte del año. Dentro predominaban los colores rojo y oro. Las paredes de la sala principal estaban cubiertas por enormes espejos de cristal veneciano que, reflejando la luz de las grandes lámparas colgadas y de pie, llenaban el recinto de una impresionante luminosidad. La cubertería de plata, las vajillas de la mejor porcelana de la Fábrica Imperial de San Petersburgo, la cristalería veneciana y bohemia, todos estos detalles hacían del Metropol un hotel de lujo exquisito, de diseño único y con una decoración pictórica fuera de serie.

En el hotel se hospedaban personas ilustres y famosos de todo tipo, tanto nacionales como extranjeros, que visitaban Moscú: nobleza, aristócratas, miembros de las familias reales europeas, políticos, artistas, banqueros, comerciantes e industriales. En la gran sala del restaurante principal del hotel se celebraban bodas de los famosos, banquetes conmemorativos, convenciones, actos culturales y teatrales, conciertos y veladas literarias. El I Torneo Internacional de Ajedrez que tuvo lugar en Moscú, en noviembre-diciembre de 1925, en el cual participaron el entonces campeón del mundo, el cubano José Raúl Capablanca, y el excampeón, Emanuel Lasker, se celebró en esta preciosa e imponente sala del hotel Metropol.

Desde la Revolución Bolchevique de octubre de 1917, el contingente de visitantes y residentes del hotel había cambiado drásticamente. Pero seguían siendo personas importantes y destacadas del momento: altos cargos del partido bolchevique y de la nomenclatura del poder del proletariado, la aristocracia roja —como les llamaban en el pueblo—, comisarios, ministros y altos cargos militares. Más tarde aparecieron los diplomáticos, miembros destacados de los partidos comunistas extranjeros, y literatos y artistas que apoyaban el régimen comunista. También establecían su sede las representaciones de las grandes compañías aéreas extranjeras, los bancos, y algunas empresas internacionales que hacían grandes negocios con el régimen soviético. En fin, el hotel tiene una solera y una historia fascinante. En los pasillos se pueden ver las fotos y los cuadros de los famosos que vivían y se hospedaban en el hotel, una verdadera galería de celebridades de todo el mundo.

Por lo tanto, para Cimorra había sido una suerte que Radio Moscú, donde trabajaba, le consiguiera una residencia permanente en este lujoso —incluso en los momentos más difíciles que vivió el país en el convulso y guerrero siglo XX— y emblemático hotel moscovita, encargándose el Comité de Radiodifusión de los costes de esta residencia. Y, aunque no fuera más que una habitación, con baño incluido, vivir en un sitio como este, cuando la mayoría de la población vivía en los pisos comunales, compartiendo varias familias un mismo baño y una misma cocina, vivir en un hotel de esta categoría, en pleno centro de Moscú y a pocos metros de la plaza Roja, era un verdadero lujo y una suerte loca.

En este hotel di mis primeros pasos, rodeado del cariño y las atenciones del personal, descubriendo, desde pequeño, la belleza y la armonía que reinaban en este mundo, que entonces era mi mundo. Hasta que cumplí los siete años, y el mundo empezó a cambiar frenéticamente para mí.

Hasta entonces, mi padre, Eusebio Cimorra, salía cada día del hotel Metropol y se dirigía a la radio. El edificio de Radio Moscú entonces estaba situado muy cerca del hotel, así que mi padre llegaba muy pronto a su lugar de trabajo, incluso a veces, cuando hacía buen tiempo y no tenía mucha prisa, iba andando. Me daba un besito y se iba a la radio, día tras día: un besito y a la radio.

Cimorra con su mujer, Eva, e hijo pequeño Boris.

En esta habitación de hoy vivían Cimorra y Eva en el hotel Metropol de Moscú, en los años 40, cuando nació su hijo Boris.

El hotel Metropol en la actualidad, fachada principal.

La sala principal del hotel Metropol.

Los Cimorra aficionados a la ópera y el ballet.

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Autor: Boris Cimorra. Título: Radio Moscú. Eusebio Cimorra, 1939-1977. La voz que venía del frío. Editorial: Almuzara. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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