Parece que acostumbro a llegar tarde a mis propias citas. Aquellas que, principalmente, llevan a uno a reunirse a solas con el tiempo, aunque no se sepa de antemano si este podrá quedar contigo. Son esas citas improvisadas, tal vez adecuadas para poner el parche en hendiduras que burbujean, como pequeños remedios.
Por si acaso, toqué varias veces sobre la etiqueta que indicaba “PORTERÍA”, pero no contestó nadie. Entonces, ya que estaba allí, fotografié la fachada en el lugar donde un albañil había colocado un día un nombre, justo, el de ella.
Firmado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid:
“En esta casa vivió y murió, Carmen Martín Gaite, 1925-2000…”
Luego divagué imaginando la cara que hubiera puesto una Carmen desdoblada, viniendo del pasado. Su mirada debajo de la gorra de lana y su fular de colores. Su mueca asistiendo al hecho banal del encolamiento con mortero de la losa con sus letras, para recordar su propia vida, ante la mirada ausente de cientos de transeúntes que enfilan la suya incierta.
Guardé la cámara, y me di cabezazos con mis suspiros por haber desperdiciado casi una hora en todo el intento. Y mientras puse algo más en el saco de mis decepciones, desistí así de rápido, mientras miraba con desdén el tráfico pesado que circulaba por la avenida.
En esa casa habité yo unas horas en dos ocasiones, y sin embargo, tal vez juntas, no pudieron llegar a 24, pensaba. Hoy parece de nuevo un día torcido, extraño como el viento encerrado, como el eco que repite palabras que no se mencionan…
(¡Déjalo ya, no repitas lo mismo!, me insistí).
Pero, cuando comencé el regreso, hubo un sonido de aquella puerta, cerrándose a mis espaldas, que me hizo mirar hacia atrás:
¡Anda! He perdido también la oportunidad de fotografiar por lo menos el portal.
Así que hice un gesto de rabia, porque supe enseguida que no me podía resistir a mis propios impulsos y volver sobre mis pasos:
Esta vez, sí surge esa voz desconocida que sale de un interfono también desconocido.
“Aunque no quiera abrirme, solo dígame, por favor… ¿en qué piso vivía Gaite que no recuerdo?”
Por fin, puedo saber exactamente dónde llamar. Una vez más, pulso el botón y responden enseguida. Dudan durante unos segundos, escucho un ruido en el telefonillo. Suena el pitido de apertura. (Me siento entusiasmada). Empiezo a subir. Y, tras varios pisos, aquí estoy de nuevo, entre aquellas paredes donde habitó.
La reforma que realizó su hermana Ana María, después de la muerte de la escritora, hace que haya desaparecido el pequeño pasillo y aquella habitación con diván y cojines de colores. Se fueron, a la vez, volando los collages donde creaba sus mundos paralelos. Como el recorte de dos mujeres, una con boina morada, en aquella ventanuca que daba a la cocina.
Lo que veo, casi ya desde umbral, es un espacio diáfano. La luz parece la misma, pero puede escaparse y rebotar en las paredes del salón y atravesar el mostrador de la cocina, que ya no recoge el vaho de la tetera ni hace de refugio del invierno. Porque, allí sentada, Gaite, los repasaba, como Andrea Barbero en Variaciones de un tema, la camarera, en un cafetería de Madrid, que contaba inviernos y no primaveras desde que había llegado a la capital.
No están las frutas rojas que hacían juego con el tapiz que cubría un pequeño sofá, ni tampoco el espejo que reflejaba las luces de fuera con los cromos pegados de los pajaritos. Esa realidad de donde salen los pájaros, las semillas volanderas que transportan recuerdos como bellas metáforas que ella creaba, y que puede que todavía estén pululando, como el alma que no termina de despegarse de un sitio que ha estado muy poblado, inevitablemente.
Inevitablemente… No hay rastro del viejo papel de guirnaldas. Ni de la mesita de roble, ni de las baldosas blancas y negras del suelo.
(No sabré si esto fue verdad, porque yo siempre recuerdo las casas con baldosas blancas y negras en algún lugar). Ya no huele a libro viejo, aunque el que fuera el cuarto de la niña todavía conserva en una esquina una de las viejas estanterías de madera, hace años muy llena, como el resto de la casa. Desde esa estancia, y también desde el dormitorio principal, se puede acceder a la terraza. Actualmente acristalada en parte, y que todavía conserva el azulejo del muro.
Y a esa altura sobre Doctor Esquerdo, recuerdo estar observando con Carmen casi lo mismo que contemplo este lunes. Y de la misma manera, de un lado a otro, sin ningún orden previsto, según nos llevó la luz o el viento:
A la derecha el edificio de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, con ese pórtico de pilares con los que se abre su fachada gris. La fila de árboles que bajan ordenando sus copas por los dos lados hasta Conde de Casal, ahora con luz, ahora con sombra. Los tejados de los edificios, de una media de ocho plantas, sobre los que destaca el campanario de las Hermanitas de la Caridad. El semicírculo del hospital casi bajo nuestras cabezas. Y la aguja del Pirulí que se adentra en el cielo. Este cielo de Madrid, muchas veces de nubosidad variable, y casi siempre cubriéndonos de fantasía y haciendo de mar para nosotros los sedientos.
Tierra adentro ese “mar que nunca vio el campesino” y que “aparece en los cuentos que le contó el aventurero”
(del Cuento de nunca acabar)
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