Me llamo Mpumbavu Martínez García. Tengo 40 años. Mis padres me concibieron en plena luna de miel, en un safari en Tanzania. En honor al idioma de un guía que entabló gran amistad con ellos (suajili), mis progenitores decidieron llamarme Mpumbavu, que era como el guía se refería a mi padre cada vez que se abrazaban o brindaban por algo. Cuando ya tuve conciencia y les pregunté su significado, me dijeron que “amigo” o “amigo del alma” o “persona cercana” o “compañero de viaje” o “chamán arrullador” o “voz sabia de la conciencia” o “hermano-escudo-lanza”, según las tribus y las regiones. Me hizo sentirme bien, la verdad, y especial y diferente, claro. Además, era el tiempo en que las partidas de nacimiento contemplaban los nombres más insospechados (reacción, sin duda, a décadas de despotismos registrales, cuando solo prosperaban los antropónimos latinos, bíblicos o de raíz germánica). Nunca, pues, sentí vergüenza o me acomplejé de mi nombre, y cuando por pura economía del lenguaje mis profesores y amigos trataban de acortarlo (“Pum”, “El Puma” y cosas así), yo les decía que no, que lo pronunciaran en su integridad, que hicieran ese esfuerzo. En una ocasión, la directora del instituto me condujo aparte para preguntarme si podían llamarme José, como esos chinos que llegan a España y adoptan nuestros nombres, para ponérnoslo fácil. Yo respondí que no, que así me habían bautizado mis padres, y que ello forjaría mi carácter y me obligaría a dar ese paso adicional en la vida que no suelen dar las personas comunes. Muchos profesores se vieron obligados a dirigirse a mí por mi apellido (Martínez), pero cada vez que lo pronunciaban en clase, nos levantábamos cuatro. Consciente de este hándicap, me afané por ser el mejor en los estudios y en los deportes, y cuando diez años después nació mi hermano Antonio, me compadecí de él, por haber recibido un nombre propio tan fácil, tan cómodo, tan romano de Occidente. A menudo me he preguntado si los problemas que he tenido toda la vida con mi hermano obedecen a la diferencia de edad o a la manera en que nuestras respectivas conductas fueron adaptándose con el paso del tiempo a nuestros nombres. Así, mientras que Antonio es un viajero, un poeta y un soñador, yo soy práctico, sobrio y sedentario. Es como si nuestras formas de ser hubieran reaccionado de manera opuesta a lo que se esperaba de ellas, huyendo de todo prejuicio y determinismo. Lo dicho, que estoy orgulloso de cómo figuro en el Registro. Tengo una vida reglada, esposa y tres hijas (Paula, Patricia y María) y una modesta pero indolora vida social. Leo thrillers como todo el mundo y retuiteo escenas conmovedoras de perros. Solo una vez, hace diez años, sufrí una especie de crisis relacionada con mi nombre. Me alegro de haberla superado y de no haberme venido abajo, dadas las circunstancias. Lo recuerdo bien. Acababa de nacer Patricia. En la habitación del hospital contigua a la nuestra, descansaba una mujer de origen africano que acababa también de dar a luz. Su marido era un cooperante de una ONG o un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores, no me quedó claro. El caso es que coincidimos muchas veces en los pasillos y entablamos conversación. «Por cierto. Me llamo Juan Carlos», se presentó él una mañana. «Y yo Mpumbavu», respondí. «¿Perdón?», dijo el hombre, frunciendo el ceño. «Es una larga historia —le aclaré—, pero sí, me llamo Mpumbavu, que en suajili viene a ser “amigo del alma” o “persona de confianza”». Juan Carlos asintió y no añadió nada, pero el día en que procedíamos a dejar el hospital, su mujer se acercó a mí y me reveló con muy poco tacto que mi nombre no significaba lo que yo creía, sino más bien “imbécil” o “ignorante” o “tonto del haba”, según las tribus y las regiones. «Es la lengua de mis padres», dijo para terminar de noquearme. Me puse rojo como un tomate y no le llamé la atención porque sostenía a su precioso bebé en brazos. «Igual en la zona donde ellos se criaron significa “gilipollas”», repliqué confuso. «Significa “anormal” en toda Tanzania, sin excepción», sentenció ella. Vaya. Así que el guía de aquel lejano safari le llamaba “imbécil” a mi padre todo el tiempo. La verdad: un poco lelo, mi viejo, siempre fue; y un pesado; y un ególatra que se afanaba por destacar en todo y ser el centro de atención. Lo imaginé en Tanzania dándole la murga al guía, “sabiendo” más de leones y hienas que él, vestido enteramente de caqui como cuando Aznar visitó Melilla, dando la nota en el jeep. Cuando llegué a casa me derrumbé y durante semanas fui otro. Llegué a considerar la posibilidad de cambiarme de nombre y luego ir a la cripta donde descansan mis difuntos padres y arrojarles un ramo de rosas secas. Deduje que en algún momento posterior a mi bautismo, conocieron el significado real de Mpumbavu, y que por eso, años después, llamaron a mi hermano “Antonio”. Pero luego me dije que a la vida llegamos todos con cargas y penas heredadas, y que nuestra tarea es dignificarlas y convertirlas en flores. Y qué mejor manera de transformar las penas en flores que reírse de vez en cuando de uno mismo. Si llegué a este mundo como un imbécil, como un orgulloso imbécil me ofreceré al feliz gusano.
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