El deseo no es un instinto, no tiene verdaderamente una función biológica. Para Lacan, por ejemplo, el deseo es laberíntico, errante y errático, se aproxima de forma compleja, ambivalente y dando rodeos, a un objeto siempre perdido de forma irremediable. El deseo, lejos de clarificar, confunde (a diferencia del goce que es directo, sin interferencias ni vaivenes, a su objeto), se extravía. De ahí la necesidad de construir brújulas subjetivas para poder orientarnos en el caos del deseo.
Escribir sobre Mantícora es hacerlo sobre el deseo y la fantasía. Como buena parte de la filmografía de Vermut, la película está vertebrada por la oscuridad de lo fantasmático, por las opacidades de nuestros anhelos y por los agujeros de nuestro psiquismo. Mantícora narra más por las ausencias y vacíos que por lo mostrado, habla más por los silencios que por (buena parte de) lo dicho. Es una película que requiere hablar lo justo de ella para que no se pierda el halo de misterio que la acompaña. Ahora bien, no descubriremos nada al decir que la película no aborda nada que no se hayan abordado anteriormente en otras películas como, por ejemplo, De la vida de las marionetas (1980) de Bergman o Videodrome (1983) de David Cronenberg (película, por cierto, a la que se hace referencia en Mantícora, en un detalle de guion sumamente interesante, sugerente y revelador. Más allá de este detalle, además, Vermut ha revelado en diversas entrevistas que su película se nutre especialmente del cine de Cronenberg).
Lo interesante de la película, en mi opinión, va por otro lado. No es la monstruosidad, el mal o la sordidez en la construcción de una subjetividad perversa. La película habla de la fantasía y del deseo, como se apuntaba en anterioridad. Y la fantasía y el deseo siempre son sórdidos y complejos. Una fantasía y deseo, asimismo, estructurados por nuestro fantasma, como diría Lacan, por aquello irreductible e inconmensurable de cada uno de nosotros. El fantasma, para buena parte del psicoanálisis lacaniano, define de la manera más propia y radical a los individuos. Nuestra identidad, así pues, es algo evanescente, extravagante y, al mismo tiempo, inalcanzable. El fantasma, en definitiva, es aquello que nos singulariza, que nos separa del resto de sujetos y nos define radicalmente en nuestras luces y, sobre todo, sombras.
Ahora bien, este fantasma, este yo más propio y, por ello mismo, más desconocido, invalida la armonía plena y absoluta del sujeto con el objeto. Lejos de la comunión perfecta e ideal, hay un desfallecimiento del sujeto frente al objeto de su fascinación. Esto puede observarse de una manera absoluta en las relaciones que establece Julián, el protagonista de la película, con sus objetos de deseo (el niño vecino, Diana su amiga/novia…). Julián, en tanto que sujeto, está castrado, invalidado, en sus relaciones con el mundo afectivo (sobre todo con las mujeres, pero también con los hombres… no tiene amigos, ni pareja, ni amantes), su subjetividad se tambalea hasta romperse cuando debe afrontar situaciones en las que el amor, amistad o la pasión entran en juego. Pero cuidado, exactamente lo mismo podemos decir de Diana (en mi opinión, el personaje verdaderamente interesante de la película) en su relación marcadamente edípica, con su padre desfalleciente tras las secuelas de un ictus, y que marca su forma de relacionarse con su mundo.
Vermut nos presenta sujetos divididos y atormentados por los objetos de deseo que les circundan. Y es que verdaderamente la función del objeto (sea su vecino, Diana, amantes ocasionales, amigos… en el caso de Julián, sea, en Diana, el propio Julián, su amiga, su amigo/amante, su padre…) es significar el punto donde el sujeto, Julián o Diana, no puede nombrarse, definirse, cartografiarse. Son objetos que no pueden entrar en sus marcos de referencia y sentido y por ello, cuando lo hacen, se efectúa de una manera patógena, enfermiza y disruptiva.
De esta manera, sus deseos están trastocados constantemente, no son reconocidos plenamente, y, por ello, éstos acaban convirtiéndose en el auténtico verdugo de ambos. El deseo insatisfecho, loco por saciarse pero imposible de abastecerse, hace sufrir, fabrica síntomas (impotencia, ataques de ansiedad, imposibilidad de relacionarse afectivamente… en el caso de Julián. Ataques de melancolía, de nostalgia… en el caso de Diana). Julián sufre. Y lo hace antes de que se venga abajo en la escalera del piso de Diana. En su silencio, en su aparente parsimonia, no deja de ser un personaje quemado interiormente por un deseo extravagante y alocado, inalcanzable y, sobre todo, que no puede normalizarse. Exactamente igual que Diana. De ahí que su destino, su penitencia, en definitiva, sea la castración permanente. Al igual que, por cierto, el destino, y penitencia, de Diana.
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