Hoy son ocho. Cinco a un lado de la pantalla, tres a su izquierda. Mañana, pasado quizá, la proporción entre novelas, memorias y ensayos cambiará. Se acumularán en mi mesa del periódico, leeré con cariño, curiosidad e ilusión las dedicatorias, luego respiraré hondo, lidiaré con mi toc particular, colocaré perfectamente alineadas cada una de ellas a los lados del ordenador con la esperanza de que al final del día alguna salga de la redacción, bien calentita en mi mochila, para descansar en el santuario de casa, cortesía de Ikea, Billy creo que se llama.
Pero esto de lo que va es de mi desasosiego, de que no encuentro tiempo, o no sé administrármelo, para esa paz que necesito para poder leer. Sé que otros saben hacerlo. Yo no, ni de coña. Leer no es un deber. Es un puto deseo. Volver a los quince, a los veinte, no sé, da igual, ese tempo nunca recobrado en el que podía amanecer enganchado a una novela. ¿Cuándo fue la última vez, joder? ¿El poder del perro, de Don Winslow? ¿La Biblia en España, de George Borow? Hace ya tanto que me cuesta recordar. No se imaginan la rabia, maridada con envidia, que siento hacia esos pendejos que cíclicamente me inquieren con una sonrisa que les hace mucho más insufribles, por doctos, afortunados, habilidosos, organizados, prusianos, qué se yo. Total, que me sueltan eso de “¿has leído el último de…?». Me dan ganas de responder lo del chiste:
—Tú follas poco ¿no?
—Ojalá.
Pues eso, que aquello que te exigían de niño como obligación y se convirtió en íntima devoción es ahora el anhelo de un cincuentón que sabe, maldita sea, que aquellos eran sus tiempos felices, huérfanos de redes, libre de móviles, dueño del reloj para poder pararlo frente a las páginas que abrazan a quienes navegan por ellas como sirenas de tinta. Sí, quiero más tiempo para leer, que es una forma, puede que la mejor, de recuperar mi vida.
Ya me dirán cómo se hace, pero por favor, que sea cuanto antes, que uno ya se acerca a esa edad de la que hablaba Pío Baroja en la que gusta más releer que leer.
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