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Las brujas de Épila, tortura, escarnio y ajusticiamiento de mujeres

Una historia que se sumergió en las aguas del olvido y que ha recuperado el historiador e investigador oscense Carlos Garcés en su libro Las brujas y la condesa. Caza de mujeres en Épila y Almonacid, y las brujas de Trasmoz, un relato apasionante editado por Prames que se sustenta en un minucioso rastreo de...

Entre los años 1629 y 1651, el entonces conde de Aranda, Antonio Ximénez de Urrea, emprendió en las localidades aragonesas de Épila y Almonacid de la Sierra una brutal cacería de brujas que se saldó con la tortura, escarnio y ajusticiamiento de varias mujeres señaladas como siervas del diablo por distintos signos interpretados por sus jueces como diabólicos.

Una historia que se sumergió en las aguas del olvido y que ha recuperado el historiador e investigador oscense Carlos Garcés en su libro Las brujas y la condesa. Caza de mujeres en Épila y Almonacid, y las brujas de Trasmoz, un relato apasionante editado por Prames que se sustenta en un minucioso rastreo de los documentos que aún se conservan sobre estos procesos en archivos de Burdeos, Lérida, Zaragoza y Huesca.

Según explica el autor en una entrevista con Efe, se trata de un libro de historia sobre mujeres que se encuentran a ambos lados del tablero: las acusadas falsamente de ser brujas debido a comentarios, rumores o pruebas preparadas, y la condesa de Aranda, Luisa de Padilla, por un lado esposa del promotor de estos sangrientos juicios y, por otro, una de las más importantes escritoras del siglo XVII.

La propia Luisa de Padilla describe en una de sus obras un aquelarre y hace referencia a las conocidas brujas de Zugarramurdi y a las endemoniadas del Valle de Tena, una historia esta última que el propio Carlos Garcés narró en su primer libro sobre este tema: La mala semilla. Nuevos casos de brujas.

Lo cierto es que en su nuevo libro Garcés habla de unas mujeres que cargaron sobre sus espaldas los miedos y las supersticiones de una sociedad que las desnudó en el palacio condal de Épila o en el castillo de Almonacid en busca de la señal del demonio, que torturó sistemáticamente sus cuerpos para forzar confesiones, y que finalmente ajustició en la horca o en la hoguera.

Aunque algunas de estas supuestas brujas fueron absueltas o simplemente desterradas, otras muchas pagaron con su vida tras innumerables horas de tormento en el potro o en la garrucha, suspendidas de las manos y con grandes pesos atados a los pies. Una de ellas fue Ana Marco, juzgada y ajusticiada en 1634 a instancias de un fraile capuchino, fray Andrés de Tarazona, que simuló un «vómito de hechizos» en el exorcismo al que fue sometido para librarse de la supuesta influencia diabólica de esta mujer, a la que se responsabilizó, además, de daños en frutos y cosechas y de las muertes de personas y de animales.

«Para que no volvieran a torturarla, Ana Marco comenzó a atribuirse maleficios y a denunciar como brujas a otras mujeres», relata en su libro Garcés, quien indicó que este tipo de comportamientos ya había desencadenado tres años antes, con otra supuesta endemoniada llamada Luisa Nuella, un gran caza de brujas en la zona.

El verdugo de Calatayud fue el encargado, en agosto de 1634, de dar muerte a Ana Marco en el garrote, una suerte similar a la que vivió en 1629 Isabel Alcaide, cuyo error fue hablar ante unas compañeras de trabajo del daño que le habían causado los condes de Aranda al expulsarla de Épila.


Isabel Alcaide murió probablemente en la garrucha, con grandes pesos colgados de cada uno de los dedos pulgares de sus pies pero sin confesar a pesar de unas torturas que, según los acusadores, debían servir para que la acusada «diga, declare y confiese las muertes, males y daños que tiene hechos con sus brujerías y hechizos en la villa de Épila y otros lugares y partes del presente reino, así en personas como en animales y cosechas».

Tortura y muerte recibieron también en estos procesos Luisa Nuella, Gracia Gascón y María Vizcarreta, ahorcada en Épila en 1651 y a la que se refiere el autor como «la última mujer ajusticiada en Aragón y en España por bruja».

Cuarenta años después del célebre episodio de las brujas de Salem y en un momento en que la caza de brujas en Europa llegaba a su fin, María Vizcarreta, comadrona de oficio, fue acusada de ser bruja hechicera y de haber dado muerte a un niño de casi dos años y de un recién nacido hijo del Justicia de Lumpiaque.

A pesar de que no se conservan las actas del proceso, un escrito elaborado por un abogado de Zaragoza a petición del conde de Aranda revela alguna de las claves del juicio. «Válgate el diablo, qué bonito que eres», son las palabras que, según el padre de un niño de 19 meses, dijo Vizcarreta de su hijo mientras lo levantaba en volandas y le hacía diversas fiestas.

La muerte del niño un poco después y otros hechizos que le fueron imputados sellaron finalmente el destino de esta mujer, en cuya espalda los jueces hallaron, tras lavarle con agua bendita, una marca parecida a una garra o zarpa que según los acusadores era la marca del diablo.

María Vizcarreta fue ahorcada en Épila un día de abril de 1651, en una ejecución que Garcés apunta que se llevó a cabo públicamente, ante los vecinos de la localidad.

«Uno de los factores en los que estriba el interés que ha despertado el libro es que las brujas siguen formando parte de la cultura popular constituyendo hoy una parte importante de la cultura popular», asegura Garcés, para quien sobre estos personajes «continúan vigentes un buen número de tópicos, cuando no de falsedades, que libros de historia como el mío deben tratar de disipar en la medida de lo posible».

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Josey Wales
Josey Wales
1 año hace

El Santo Oficio había sido siempre muy escéptico sobre las acusaciones de brujería, sobre todo a partir del informe del inquisidor comisionado Alonso de Salazar tras el proceso de Zugarramurdi (en los ochenta años anteriores no había habido ejecuciones por brujería en España) y las instrucciones del Consejo de la Suprema Inquisición de 1614 que se hicieron como consecuencia de aquél y que pueden considerarse la definición inquisitorial de la brujería, en la que «llegó a negar la realidad de la brujería, o al menos, a mostrarse muy reticente respecto de la veracidad de sus manifestaciones» (J. Contreras). A partir del informe de Salazar y del anterior de Pedro de Valencia a instancias del inquisidor general Sandoval, «las confesiones de las brujas eran tan extraordinarias que ello las calificaba como meros productos de su imaginación y que este carácter exuberante bastaba para hacerlas increíbles en mentes sanas, aunque muy perniciosas para espíritus pobres e imaginativos». La Inquisición reconoció los grandes errores del proceso, la invalidez de los testimonios y la existencia de una sugestión colectiva, sobre todo motivada por los sermones imprudentes y excesivos de párrocos exaltados. A partir de entonces, advertidos todos los tribunales, debieron hacer una relación expresa de las pruebas ANTES de comenzar el proceso. Si éstas no se produjeren, debían enviar el proceso a la Suprema, que se reservó las decisiones finales. Asimismo, las instrucciones de 1614 advirtieron a los párrocos que explicaran la doctrina cristiana acerca del mal, que difícilmente puede atribuirse por entero a la acción diabólica, al tiempo que debían señalar como alborotadores del orden social más a los testigos de acusaciones infundadas que a los acusados. Este ‘edicto del silencio’, como le llama el profesor G. Henningsen, no pudo ser aplicado en su extensión e intensidad, por lo menos hasta 1623, cuando un nuevo informe del inquisidor Salazar reservó a la Inquisición la potestad exclusiva de juzgar causas de brujería. Mientras en el resto de Europa se produjo una auténtica epidemia de paranoia contra la brujería, con millares de víctimas, en España los procesos por brujería se archivaban en la fase preliminar o finalizaban en absolución. Algunas autoridades locales, celosas del monopolio inquisitorial que consideraban intromisión, lucharon contra él de forma belicista y amenazando con provocar auténticos baños de sangre. El caso de Épila sólo puede enmarcarse en este contexto y mezclarlo con el de las cinemátográficas brujas de Salen sólo puede tener una finalidad comercial o publicitaria, pero no histórica. Desconozco las repercusiones que tuvo para el conde de Aranda desafiar de esa forma la jurisdicción inquisitorial, pero la cordura de la doctrina jurídica del Santo Oficio se impuso finalmente y no hubo más ejecuciones por brujería en España.

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