En el primer año en que vio la luz el siglo XIX, Friedrich Hölderlin compuso uno de los textos épicos y —nunca mejor dicho— míticos de la poesía alemana romántica: Der Archipelagus (“El archipiélago”). En él, el poeta dirigía su mirada hacia Atenas y se preguntaba dónde estaba en aquel momento. “¿Ha sido reducida totalmente a cenizas en las sagradas orillas sobre las tumbas de los grandes antiguos?”. En torno a las ruinas de la Grecia clásica, cumbre de la cultura occidental, Hölderlin erigía todo un desgarro lírico, lamentándose de lo que la sociedad de su tiempo había hecho con su propia herencia. Más de doscientos años después, Luis Antonio de Villena nos vuelve a trasladar a esa época, esta vez de la mano de Lord Byron, tras de cuya “afamada firma” fue en pos durante un viaje de estudios en 1971: “Él estuvo aquí, acaso una mañana similar”, afirma, para más adelante añadir: “Supo (como yo tan joven) / que nunca habría ya nada más, que en la belleza / del templo, en el mármol, en las olas, / en las gaviotas o en el recuerdo, / el mundo se abría y cerraba definitivamente”. La Acrópolis como un “testimonio lejano de que el mundo / pudo haber sido una rara realidad perfecta”. La comparativa parece ineludible, pues a pesar de la separación de más de dos siglos se hace patente esa herida perdurable, la reflexión manriqueana de que “cualquier pasado fue mejor”. Y más teniendo en cuenta el presente tan sangrante en el que vivimos. La sabiduría de Villena vuelve a hacernos conscientes de ello para que no lo olvidemos, y lo hace en un volumen de poesía reunida entre octubre de 2019 y el último día de diciembre de 2021.
Esta mirada desalentadora hacia el presente no conlleva que el poeta evite hablar de él, sino al contrario: lo analiza con una mirada objetiva y minuciosa, como si sus ojos actuasen al modo de un bisturí. En ocasiones refiere a la situación de aislamiento a la que obligó el coronavirus, así como la idea de la vejez, la enfermedad y la muerte, en poemas como Escenas de este tiempo horrible: “Se habla del virus, de impuestos, de la insana clase política. / Todos saben su cojera, su lentitud, su miedo al fin de la / ruta. Saben todos, pero bastan alusiones leves. Mejor hablar de / hijos / o gatitos o de una cena de Navidad, antes, que fue hermosa”. Como se observa, ese temor al fin de la vida, ese desprecio hacia un presente dirigido por una clase gobernante incapacitada para su responsabilidad —cuya inmadurez ha agravado más, si cabe, ese deprimente estado de ánimo en la sociedad— queda de algún modo conjugado a la perfección con su opuesto: el canto a la vida, al amor o al sexo. El poeta vuelve la vista atrás, recordando no solo la belleza del pasado en la Historia sino de aquellos instantes que conformaron su propio pasado, de ese “esplendor en la hierba” whitmaniano. Él mismo parece fundir ambos conceptos —pasado histórico y cultural con el personal o autobiográfico— conversando con personajes como la mítica dadaísta Emmy Hennings: en el primer poema la visita en su vejez y ella refiere en su tiempo crepuscular a un pasado brillante de juventud, afirmando no echar “nada de menos”, esperando solo deshacerse “en Dios”, “ser nada en Dios”. También Villena refiere a un curioso diálogo entre Galdós y Tolstoi, cuando el escritor madrileño visita al ruso y ambos reconocen la inevitable destrucción del mundo. El autor de Fortunata y Jacinta dice: “Debemos ayudar a que nadie sufra, pero / saber que / el mundo será ceniza y fuego como dijeron la Sibila y David”. Más allá de ese juego entre lo real y ficcional —la imposibilidad de que el poeta estuviera allí, jugando con la recreación—, Villena refiere a episodios amorosos de juventud, despliega una suerte de nombres de amantes y personas por quienes sintió una afinidad sentimental —reconociendo preferir “el vicio multiplicando el Uno / que la sinrazón —tan noble— de esa común vida tranquila”. También tiene una fuerte presencia el recuerdo de su madre, Ángela García Arteaga, reflejada en algunos episodios únicos vividos a su lado en poemas como Son todo cometas al final, Imagen feliz o Nocturno de soledad.
Por todo ello, el título con el que se engloban todos estos poemas refiere a esa luz y a esa cara oculta de la luna del mundo, ese Eros y ese Thánatos tan freudianos que no dejan de ser dos partes de la misma moneda de la existencia humana. En palabras del autor, Lujurias y apocalipsis “habla y plasma e intenta salvar la Belleza, todo eso, lo que soy y perseveramos siendo”. La hermosura y el sabor amargo que hay en las cosas y en uno mismo. Por eso, los intérpretes de esta representación poética son cercanos y lejanos, pero todos ellos resultan representativos de lo mismo, personas a quienes el poeta conoció o con cuya perspectiva de las cosas se sintió identificado: el poeta italiano Sandro Penna —a quien el propio Villena tradujo—, el emperador Heliogábalo, el poeta cubano Eliseo Diego, la poeta cortesana japonesa Murasaki Shikibu o el infante don Juan Manuel.
Leyendo estas páginas, resulta imposible no sentir lo que Luis Antonio de Villena nos confiesa en su sentir y disentir. Sólo hace falta un mínimo de sensibilidad —y, por qué no, algo que no por darse por hecho deja de resultar fundamental como la humanidad— para observar que el momento que nos ha tocado vivir se caracteriza por la vulgaridad y la ignorancia. El tiempo recientemente pasado parece erigirse como una gran ruina, mientras que el futuro —esperemos, el Renacimiento por venir— todavía no se vislumbra. No obstante lo esperamos, aun desconociendo si lo llegaremos a ver.
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Autor: Luis Antonio de Villena. Título: Lujurias y apocalipsis. Editorial: Visor Libros. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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