En el centro de una París lluviosa y todavía apenada por el devastador revés del fútbol, a pocas calles de la iglesia de Saint Sulpice —allí pintó su propia Capilla Sixtina— hay sobre la rue Furstenberg una casa con bucólico jardín de rosas y un luminoso atelier donde se pueden ver los bocetos y ejercicios de estilo, y leer los apuntes personales de Eugène Delacroix. El titán de la pintura francesa —autor de La Libertad guiando al pueblo, que quita el aliento en el Louvre—, era esencialmente un pintor de batallas, y menciona en sus cuadernos el gran tema que lo desveló a lo largo de toda su vida: la lucha. Cualquier combate, pelea o puja es una metáfora de la lucha que emprenden el hombre y la mujer contra su destino, y el artista con su arte. Define con esas simples líneas también la necesidad atávica del ser humano por el relato épico, que le permite revivir, aunque sea vicariamente, el instinto de batalla que lleva impreso en su genoma desde tiempos inmemoriales. El deporte, y en especial el más popular de todos ellos —el fútbol— es una representación de esa lucha y acaso una sublimación de aquellas sangrientas conflagraciones: las naciones se enfrentan unas a otras en homéricos duelos finales como si estuviera en cuestión la identidad y el orgullo de la patria. Ese simulacro benigno de la guerra también le interesó a Ernest Hemingway, legendario cronista deportivo y admirador desde muy joven —cuando malvivía en París— de toda la pintura francesa. Hemingway se veía entonces como un Cézanne de la literatura, pero algunas de sus obras tienen la misma ideología artística que Delacroix. Hay una novela corta, específicamente, que condensa su modo de ver la naturaleza humana y que explica, de manera asombrosa, la gran historia que recorre hoy el planeta. Esa historia tiene menos relación con las simpatías por la Selección Argentina que con la peripecia heroica de un solo hombre: Lionel Messi. Cerca del final de su brillante carrera, pero después de haber perdido con gran angustia cuatro mundiales, la sociedad global parecía reclamarles a los dioses un lugar para Messi en el Olimpo. Y el Diez parecía dispuesto a encarar, con valor, la última oportunidad, con el riesgo de fallar y ser nuevamente humillado, o ganarse la gloria. Para la mayoría, su rol en la escuadra nacional estaba signado por la mala suerte: una sombra densa lo perseguía. Así comienza, precisamente, El viejo y el mar, cuando un pescador cubano llamado Santiago —las connotaciones bíblicas son inevitables— lleva 84 días sin conseguir pescar algo y cuando comienzan a murmurar en esa aldea costera que está “salao”: herido por el infortunio, quizá acabado. Cargando su pesado arpón y con los mínimos elementos, Santiago se interna con su bote en las zonas más alejadas para alcanzar el último pez o morir en el intento. No se trata, como Maradona, de un personaje expansivo ni de mente muy frondosa y multi ocurrente, sino de un sujeto ajustado lacónicamente a su única faena. La descripción que le dedica Ítalo Calvino es muy gráfica: “El héroe de Hemingway quiere identificarse con las acciones que realiza, estar él mismo en la suma de sus gestos, en la adhesión a una técnica manual o de algún modo práctica, trata de no tener otro problema, otro compromiso que el de saber hacer algo bien”. Añade el escritor mexicano Juan Villoro, como si estuviera hablando del silencioso crack del Barcelona y del PSG, que entendemos el destino de Santiago “a través de un oficio desarrollado hasta sus últimas consecuencias” y que “la gramática del mundo se resume en esos gestos, fuera de ellos no hay nada: toda su vida estuvo determinada por un sentido, a veces épico, a veces trágico, a veces infantil, de la contienda”. Esa última gesta es peligrosa y solitaria, y aunque el viejo logra arponear a su enorme pez espada no consigue subirlo a bordo; tiene allí que atarlo a un costado del bote y emprender el duro regreso. Es entonces cuando los tiburones lo atacan y se ve obligado a batirse para alejarlos y dejar el alma en esa reyerta alucinante. Extenuado por el esfuerzo, viendo que de su adorado pez solo queda el espinazo y poco más, Santiago llega a tierra y sube hasta su casa. Hemingway encarna en su personaje su idea nodal: “Un hombre puede ser destrozado, pero no vencido”. Los colegas del viejo y algunos turistas se acercan al magnífico esqueleto y se dan cuenta de su tremenda hazaña. La parábola le cabía secretamente a su propio autor, que había sido desahuciado por la crítica: “Hemingway ya dio todo lo que tenía, está en el ocaso”, se decía en los ambientes literarios de Estados Unidos y Europa. El mítico narrador, en su casa de La Habana, escribió una novela gorda, pero se dio cuenta de que no estaba a su altura y que darla a la imprenta solo serviría para confirmar la presunción de sus enemigos; la confinó por lo tanto a un cajón de su estudio. Fue entonces cuando extrajo de su interior El viejo y el mar y se lo dio a la revista Life, que lo publicó en portada y en un solo número. García Márquez recuerda haberlo leído en un hotel, donde se encontró un ejemplar de la revista mientras viajaba por el interior de Colombia vendiendo libros y enciclopedias. El éxito de la historia fue tan fuerte que a Hemingway le entregaron ese año el Pulitzer y al siguiente el Nobel. Sus críticos tuvieron que masticarse una a una sus burlas, invectivas y profecías negras. Todos estos periplos —el viejo y el escritor— nos resuenan al pensar en la última expedición del “mejor jugador de la historia”, que era acusado hasta no hace mucho de “pecho frío” y “fracasado” no solo por una parte de la afición sino por algunos tertulianos célebres de la pantalla chica.
La odisea personal de Messi, que provoca hoy un verdadero paroxismo en la prensa mundial, también evoca un lujoso subgénero del cine clásico, como bien indicó el articulista Gustavo Noriega: “El héroe casi retirado que se obliga a sí mismo a buscar una última y riesgosa misión”. Contrariamente al caso Maradona, que se consagró campeón mundial en la plenitud de su edad, Messi lo hace en el otoño de su carrera, es decir: sin contar con los recursos físicos casi sobrenaturales que tenía en sus campañas de antaño. Sus proezas, dentro del rango de un genio, son ya limitadas, y preanuncian el fin de una era. Decía Borges que el género del Oeste había salvado del olvido a la épica en el siglo XX; John Ford filmó varios westerns crepusculares: el más impresionante fue Centauros del desierto, una obra que veíamos de chicos en Sábados de Super Acción sin saber, por supuesto, que era una de las más grandes películas jamás filmadas: Spielberg y Scorsese, algunos de sus cultores, la ven como ritual religioso los días previos a tener que salir a rodar. Allí John Wayne encarna a un soldado sureño que al perder la guerra se hace mercenario y bandido en México, y que regresa amargado y polvoriento a la casa de su hermano. Cuando le dicen: “No te vi en la rendición”, él responde: “No creo en rendiciones”. Parece, sin embargo, dispuesto ya al reposo del guerrero, cuando una banda comanche mata a su familia y secuestra a su sobrina, a quien buscará durante años en un último viaje desafiante, poético y cruel. Sam Peckimpah quiso emularlo en Duelo en Alta Sierra, recurriendo a dos viejos actores de Hollywood que ya estaban a punto de dar las hurras, para que interpretaran a un par de pistoleros “jubilados” que, con achaques y cómico lumbago, inician una travesía postrera llena de escaramuzas. Esas personas que tienen el coraje del último sacrificio sin medir las consecuencias, y que, con un pie en el estribo de un tiempo que parte para no volver, no compiten contra otros sino contra sí mismos, nos emocionan porque proyectan nuestros deseos íntimos: envejecemos sin entregarnos, soñando con una vuelta más. Hasta Michel Houellebecq, el escritor más controversial e influyente de Francia, deseaba que Messi se coronara. Le dijo a Gonzalo Garcés: “Siento mucho afecto por él. La idea de que termine su carrera sin haber ganado la Copa del Mundo me resulta muy dolorosa”. Messi pescó el último pez y el dolor se acabó.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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