Tan admirado cuando el cine de autor era objeto de todo el encomio que merece como infamado en la actualidad por esos sectores de la crítica que no ven en la pantalla más que un entretenimiento, Michelangelo Antonioni (Ferrara, 1912 – Roma, 2007) es uno de los cineastas más importantes de todos los tiempos. De ahí que, a sus detractores —que no son otros que quienes hacen un dogma de la sencillez, esos que babean con el adocenamiento, el artificio y la ramplonería del actual Hollywood— quepa decirles, evocando la célebre sentencia del gran Truffaut: “Los enanos critican a Gulliver”.
Veinticinco años antes de ese apogeo de su gloria —que se prolongó hasta mediados de los años 70, si admitimos que dejó de entusiasmar a la crítica con El reportero (1974)— el maestro de Ferrara se había distanciado de los neorrealistas, la generación a la que pertenecía. Y ahora, que de todo hace tanto tiempo, pocas cosas se ven tan lógicas como aquel alejamiento de Antonioni de los planteamientos de sus compañeros. Al fin y al cabo, siempre fue un esteta interesado por las angustias de las burguesas, que —sin entrar en otras consideraciones— poco tenía que hacer entre los neorrealistas, auténticos paladines de los pobres.
Por eso precisamente, el neorrealismo nunca gustó a la Iglesia —ya estaban ellos para redimir a los menesterosos—, ni a la Italia de la democracia cristiana, que despertaba entonces, y no se complacía, como lo hacía el resto del mundo, con aquella mirada del neorrealismo a las ruinas del país tras el fascismo y la guerra. Incluso el Visconti de La tierra tiembla (1948), obra maestra indiscutible e indiscutida de aquel cine italiano de posguerra, abrazó la militancia comunista pese a ostentar varios títulos nobiliarios. Si señor, el Visconti neorrealista fue tan comunista como lo fueron durante toda su vida Giuseppe de Santis —Arroz amargo (1949)— y varios de aquellos cineastas.
Ahora bien, el buen cine está por encima del fascismo y del comunismo. Todas las ideologías son maquinaciones ignominiosas para el pastoreo de las masas. Las de aquella posguerra que nos ocupa fueron las ruinas que dejó el mayor conflicto armado que la historia registra, provocado, como todos los que conoció el siglo XX, por el enfrentamiento de las dos ideologías que predominaban entonces. Pero la excelencia fílmica —repito una vez más— sí que redime, elevándolo, a cualquier filme del proselitismo de la ideología que sea. Es más, cuando el panfleto —aquellas octavillas que la resistencia antifranquista arrojaba esporádicamente en las calles del Madrid de mi infancia— va más allá de la consigna y encima está bien escrito, deja de ser panfleto. Pasa a ser un libelo y es estudiado y elogiado por la crítica literaria. Así pues, ha de quedar bien entendido que el neorrealismo italiano, pese a su clara inspiración comunista y lo rápido que el gran Michelangelo Antonioni se apartó de él para irse a sus bellas burguesas, fue el mejor cine de la cartelera internacional de la inmediata posguerra. Por ende, también fue uno de los capítulos más arrebatadores de toda la historia del amado siglo XX.
El maestro de Ferrara nació en una familia perteneciente a la burguesía industrial de provincias. Siendo aún estudiante de Economía y Comercio en Bolonia, publica sus primeras críticas cinematográficas en el Corriere padano. Más recordadas fueron sus colaboraciones en la revista Cinema que, dirigida por Vittorio Mussolini —el hijo del Duce—, será la cuna del futuro neorrealismo. Tras una breve experiencia en el Centro Sperimentale di Cinematografía, asiste al rodaje de Visiteurs du soir, del gran Marcel Carné (1942), y colabora con Rossellini en el guión de Un piloto ritorna, también del 42 y dirigida por el propio Rossellini.
Su primer cortometraje, Gente del Po, data de 1943 y es un documental sobre las condiciones de vida de los pescadores y barqueros del río aludido en el título. Puede decirse que ésta es su única aportación al neorrealismo. O todo un precedente de él, ya que Roma ciudad abierta (Roberto Rosellini, 1945), la cinta que inaugura aquella escuela, es posterior. Pese a que su actividad como guionista le lleva a escribir junto a Giuseppe de Santis —Caccia tragica (1947)— y Fellini—El jeque blanco (1952), basada, dicho sea de paso, en un corto de Antonioni titulado L’amorosa menzogna (1949)—, lo cierto es que, quien diez años después de la apoteosis del neorrealismo habría de ser llamado “el cineasta de la incomunicación”, nunca fue un neorrealista propiamente dicho. Bien es verdad que los albores de su carrera están localizados en el mismísimo núcleo que generó dicha escuela. Pero, si Antonioni aplicó en alguna ocasión los presupuestos estéticos del neorrealismo, lo hizo para retratar a la burguesía, lo que ya marca una diferencia respecto a sus compañeros, siempre atentos a los humildes. Salvo Gente del Po, que, en cierto sentido, es un precedente de Arroz amargo.
Su primer largometraje, protagonizado por Lucia Bosè, su primera musa, es una singularísima investigación policial. Versa sobre la muerte de un tipo a quien deseaban asesinar su mujer y el amante de ésta. Crónica de un amor es su título, data de 1950 y ya se detectan en sus secuencias las principales preocupaciones que presidirán la filmografía del maestro —subjetividad femenina, incomunicación, imposibilidad del sentimiento amoroso…—, al igual que se registran varios de los procedimientos habituales a su puesta en escena. Recordemos dos: el escamoteo de datos fundamentales para la comprensión de la trama y el desprecio de las convenciones narrativas.
Tras Crónica de un amor llega La dama sin camelias (1953), donde viene a dar cuenta de la triste experiencia de una actriz —también recreada por Lucia Bosè—, siempre a merced de los demás. Pero Antonioni llama la atención de esas minorías cultas, que habrían de ser su único público, con Las amigas (1955). Basada en el relato de Cesare Pavese Entre mujeres solas (1949), en ella se daba cuenta del hastío de ciertas damas de la sociedad turinesa y del suicidio de una de ellas tras ser abandonada por su amante: “Hago películas aburridas para expresar el aburrimiento”, declararía con posterioridad el maestro para escarnio de sus detractores. Es entonces, con Las amigas, cuando se empieza a hablar de Antonioni como el cineasta de la incomunicación. Su siguiente cinta, El grito (1957) —toda una rareza considerando que su protagonista es un obrero—, ratifica su tremendo pesimismo.
Siendo ya para muchos el Pavese de la pantalla, en la plenitud de su genio, Antonioni inicia la trilogía que le catapultará al parnaso del cine de autor y a ese privilegiado puesto en la historia del cine que ocupa. La aventura (1960), la primera de dichas entregas, viene a dar noticia de un amor que se desmorona porque ella, intelectualmente, es mucho más madura que él. Se trata de una obra maestra indiscutible e indiscutida que marcó el comienzo de la colaboración entre Antonioni y la que sería su gran musa, Monica Vitti. En La noche (1961), segunda entrega del tríptico, un matrimonio hace balance de lo que es su amor y calcula lo que pudo haber sido. Finalmente, en El eclipse (1962) asistimos al nacimiento de una pareja habitada desde su misma concepción por el tedio. Alain Delon y Monica Vitti dan vida a estos nuevos amantes presentados por el maestro.
Si El eclipse supone una reflexión sobre el aburrimiento, El desierto rojo (1964) lo es sobre la angustia. Se trata en ella la historia de una esposa, desequilibrada psíquicamente tras un accidente, que no hallará en la infidelidad conyugal el equilibrio que busca. Decir que es en esta cinta cuando su autor utiliza por primera vez el color no es en modo alguno gratuito. Como ya desde su mismo título se nos sugiere, el color está implicado dramáticamente en su argumento. En efecto, El desierto rojo da pie a que ese sentido de la belleza plástica —a todas luces herencia de sus inquietudes pictóricas—, que se observa en el realizador desde sus primeras películas, alcance el paroxismo.
Decididamente vanguardista, moderno en la primera acepción de la palabra, Antonioni cuenta 55 años cuando emplaza su cámara en el Londres juvenil y pop de 1967. Allí rodará Blow-Up, basada en un relato de Julio Cortázar —Las babas del diablo— y en la vida del fotógrafo David Bailey, una de las cámaras más lúcidas del Swinging London. En esta ocasión, se trata del misterio que esconde una ampliación fotográfica. Ese trasunto de Bailey que encarna David Hemmings en su creación de Thomas, al ampliar su cliché, descubre un asesinato. Esto da pie a que Antonioni y Hemmings lleven a cabo una de las películas más sugerentes, interesantes y personales de los años 60. Las secuencias de Thomas fotografiando a Verushka, una de las grandes musas de la belleza escuálida, son de antología.
Ya inmerso en la cultura juvenil de aquellos años, el maestro de Ferrara cruza el Atlántico para realizar en Estados Unidos Zabriskie Point (1970), un acercamiento a las revueltas de la universidad de Berkeley. Estamos pues en la California que fue el primer foco de la insurgencia juvenil estadounidense de la época. Con música de Pink Floyd y Jerry García, alusiones al LSD y secuencias enigmáticas, localizadas en el fabuloso desierto de Zabriskie Point, en el Valle de la Muerte, la cinta estadounidense de Antonioni acabará convirtiéndose en un clásico de la pantalla contracultural. El maestro de Ferrara había dejado atrás las angustias de sus bellas burguesas para descubrir la contestación de la universidad estadounidense frente a Vietnam —y al mundo adulto en general— en la encrucijada de la historia entre los años 60 y 70.
Tras volver a ese cine documental de los comienzos de su filmografía en China (1973), rueda en España una nueva obra maestra, El reportero (1974). Aquí trata sobre un hombre que decide suplantar la personalidad de otro. Maria Schneider y Jack Nicholson fueron sus protagonistas de entonces.
Incomprendido por los productores como tantos grandes maestros, habrán de pasar varios años antes de que el gran Michelangelo —hasta el nombre lo tenía de genio— consiga rodar para televisión una adaptación de El águila de dos cabezas (1943), de Jean Cocteau. La titula El misterio de Oberwald y su primera emisión data de 1980. En 1982 vuelve a sus inquietudes de antaño con Identificación de una mujer. Pero su tiempo ya ha pasado.
Después de sufrir una larga enfermedad, Michelangelo Antonioni es reivindicado por Wim Wenders, quien produce y codirige con él Más allá de las nubes (1995). Un tributo muy semejante viene a ser el que le rinden Wong Kar-Wai y Steven Soderbergh en Eros (2004). Preguntados por los impulsores de la cinta si querían hacer los dos cortometrajes que integran el filme, para unirlos al de Antonioni —que debió de ser un largo, pero, ya nonagenario, las fuerzas sólo le dieron para un corto— no dudaron en ponerse a ello.
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