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El viudo - Marcelo Birmajer - Zenda
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El viudo

—Tenés la gracia de tu madre y el aura de tu padre —le dijo—.Te invité porque no soporto las navidades sin tu padre. Nos veíamos poco, pero en estas fechas éramos inseparables. Quizás porque las fiestas le importaban un pimiento, como a mí. —Lo sé —se emocionó Paloma, más de lo que hubiese querido—. Mis...

Paloma llegó tarde a la navidad de los Barreiro Alves. Había tardado en arreglarse, tardó en comprar el regalo por el camino y tardó en encontrar el camino. La fiesta era en un barrio privado, en una residencia interminable, con piscina, quincho vidriado, médanos de pasto recortado, cancha de golf, de ténis, y amenities para todos los gustos. Era la primera vez que visitaba una casa en la que los dueños eran también los propietarios del barrio. No tenían que pagar expensas, era el chiste repetido. Los Barreiro Alves habían sido amigos de su padre —los había representado en un par de causas menores, pero la amistad superó la relación laboral—, y en menor medida de su madre. Ambos padres de Paloma habían muerto. La habían invitado por medio de una tarjeta postal: una reliquia. Decidió asistir no sabía muy bien por qué. Probablemente en memoria de su padre. Emilio Barreiro Alves la reconoció ni bien entró:

—Tenés la gracia de tu madre y el aura de tu padre —le dijo—.Te invité porque no soporto las navidades sin tu padre. Nos veíamos poco, pero en estas fechas éramos inseparables. Quizás porque las fiestas le importaban un pimiento, como a mí.

—Lo sé —se emocionó Paloma, más de lo que hubiese querido—. Mis padres discutían siempre antes de salir: mi madre se preparaba más de la cuenta, y mi padre le decía que ustedes eran gente sencilla.

—No existe la gente sencilla replicó Emilio, y la invitó a servirse una copa, antes de seguir recibiendo huéspedes.

Paloma bebió el primer aperitivo y se prometió no pasar de la docena de canapés. Estaba en el número cinco, rigurosamente seleccionado, cuando quedó sentada junto a un hombre algunos años mayor que ella, de camisa celeste abierta, pelo entrecano y pantalones blancos. Calzaba unas alpargatas elegantes, de un verde difuminado, que hacían juego con su mirada. Quiso que el desconocido le dirigiera la palabra, pero él se mantuvo un buen rato en silencio, mirando a un punto inespecífico, como si un accidente geográfico invisible le llamara por algo la atención. Finalmente, sin coquetería, quizás obligado por las circunstancias, el señor le preguntó a Paloma qué la traía por ahí y a qué se dedicaba.

—Soy la hija de unos amigos de los dueños de casa —explicó Paloma—. Y trabajo en marketing para un bufete de abogados.

—Enrico —le extendió la mano el hombre—. Mi esposa era prima de la dueña de casa.

—¿Ya no son primas? —se escuchó preguntar, estúpidamente, Paloma.

—Soy viudo —aclaró innecesariamente Enrico.

—De hecho —creyó hacer pie Paloma—, mis padres ya tampoco están en esta fiesta.

Finalmente el remiendo verbal resultó elegante.

—Tengo un local en Roma —explicó Enrico, cuando Paloma le preguntó—. Diseño mis propias prendas, con una socia. Un pequeño emprendimiento. Estoy en Buenos Aires hasta enero.

Paloma pensó que si Enrico la invitaba a marcharse juntos de la fiesta, quizás el camino, aquel camino que tanto le costara encontrar, la llevara, como todos, a Roma. Pero prefirió no dejarse llevar por las especulaciones: venía de una separación traumática por lo apacible. Leo y Paloma se amaban, se querían, se acompañaban: pero algo salía siempre mal entre ellos, por más de diez años. Había sido hora de dejarse ir. Mejor estar sola un tiempo, fingió recomendarse. El declive imperceptible de la charla la apartó como una corriente de temperatura ambiente.

Maité Barreiro Alves, la esposa de Emilio, la monopolizó por media hora, y le describió a su prima muerta, la que había sido esposa de Enrico. Paloma se alejó de la anfitriona con la melancolía de quien despide a una madre por tiempo indeterminado. Pero no tuvo tiempo de relegarse en esa nostalgia: el porte distinguido, el cabello largo y dorado, incluso los tacos, no recomendados para la ocasión, personificaban a Natacha, la mujer muerta de la cual acababan de hablarle Enrico y Maité. Como si la hubiera descripto según su percepción, para un autor de croquis holográficos. La impresión fue de tal magnitud que Paloma se encontró al lado de la mujer como si un imán la atrajera, incapaz de detener o dirigir sus pasos. Natacha dejaba el plato a medias portando una mousse de limón y chocolate sobre la mesa dulce; se encendió un cigarrillo y le ofreció otro a Paloma, que pretendía servirse un café. Cuando Paloma aceptó el cigarrillo, pensó que quizás Natacha había muerto de cáncer. Pero era el desconcierto por el encuentro: Maité le había detallado la muerte. Un choque contra un camión, allí cerca, cinco años atrás, en la flor de la edad, de la belleza. Una tragedia. Paloma no se sorprendió tanto de verla, como de que la vieran los demás invitados: le hablaban con naturalidad. Solo cuando Natacha se presentó ante Enrico, su viudo, notó Paloma el fenómeno: era el único que no la veía. Permanecía observando la lontananza, el horizonte, lo que fuera. Hasta que una mujer, más joven que Paloma y que Natacha, aunque no más bonita que ninguna de las dos, se lo llevó de un brazo. Se besaron apenas, y siguieron hacia el fin de fiesta. Una inopinada pelota de golf rompió una copa vacía. Ya abandonando la hacienda, Paloma descubrió que Natacha necesitaba un aventón. Espontáneamente Natacha quedó dentro del auto de Paloma.

—Las noches del 24 intento reconquistarlo —explicó Natacha, como si fueran dos amigas, sin necesidad de aclaraciones—. Pero es el único que no me percibe.

Paloma hizo un silencio que era una invitación a seguir.

—Quise abandonarlo, a la salida de esta fiesta. Me fui sola con el auto. Pero a mitad de camino, me arrepentí y decidí regresar. Entonces… el camión. Enrico nunca supo por qué me marché, con el auto. Aún hoy se lo pregunta. De algún modo, yo también. Pero no lo sé. No se lo podría explicar ni ahora. Solo hay una vida.

Con el halo de una vaga pero intensa tristeza, Paloma se preguntó hasta dónde o cuándo duraría aquel trayecto. Natacha le pidió que la dejara allí, en un descampado. Los faros iluminaron un cartel de lata, con una estrella pintada, en recuerdo de un accidente automovilístico. Antes de subir la ventanilla, Paloma le pidió a Natacha:

—Decile a mi madre que la extraño.

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Marcelo Birmajer

Marcelo Birmajer nació en Buenos Aires en 1966. Ha publicado, entre otros títulos, las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1994), Tres mosqueteros(2001), La despedida (2010), El Club de las Necrológicas (2012) y Las nieves del tiempo (2014), El rescate del Mesías (2018); los relatos Fábulas salvajes (1996), Ser humano y otras desgracias (1997),Historias de hombres casados (1999), Nuevas historias de hombres casados (2001), Últimas historias de hombres casados (2004), además de la crónica El Once. Un recorrido personal (2006) y Libro de emergencia (2013). Es coautor del guión de la película El abrazo partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004. Escribe semanalmente en el diario Clarín. Ganó el premio Konex 2004 como uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura Juvenil. Sus libros han sido traducidos al inglés, hebreo, neerlandés, esloveno, japonés, lituano, búlgaro, francés, coreano, italiano, portugués, rumano, alemán y estonio. En 2017 fue declarado por la Legislatura porteña Personalidad distinguida de la cultura de la Ciudad de Buenos Aires. El 29 enero de 2005 The New York Times dedicó dos páginas a una nota sobre su obra. Su más reciente novela es Martín Fierro, siglo XXI, en coautoría con Simón Birmajer.

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